martes, 17 de marzo de 2009

6. LÁGRIMAS

Marina estaba sentada en el alféizar de la ventana mirando ese bosque infinito que estaba justo después. Ella quería salir de aquella casa donde sus padres no hacían más que gritar. A sus diez años Marina ya sabía que recordaría aquel día el resto de su vida. Las lágrimas salían de sus ojos formando ríos de tristeza en sus mejillas. De pronto un ruido atronador le paralizó el corazón, un ruido que casi le hace caer al vacío por aquella ventana hacia aquel bosque que sentía tan suyo pero que ya no querría volver a ver.
Todavía hoy se pregunta por qué su padre mató a su madre. Justo después otro trallazo atronador le dejó un pitido en los oídos. Si su padre decidió volarse la cabeza con la escopeta de caza, Marina nunca entendió por qué primero destrozó literalmente el corazón de su madre con un disparo en el pecho, y el suyo propio destruyendo su infancia.
Tan solo el sonido repetitivo de las vías del tren sostenía la unión entre la realidad y la enajenación de una niña despojada de todo su mundo. Marina levantó la cabeza cuando un giro brusco del vagón le hizo golpearse la frente contra el cristal, y de pronto vio que el cielo tomaba un color demasiado azul, y que llegaba demasiado entre la tierra. Comprendió que era el mar. Las lágrimas le salieron de los ojos aún con más fuerza. Su madre le puso Marina porque decía que el azul de sus ojos le recordaba al Mediterráneo donde ella había crecido. Su madre le había prometido que la llevaría hasta ese mar algún día y que la enseñaría a nadar, y que jugarían en los lugares donde ella lo hacía de niña. Ahora Marina iba hacia ese lugar precisamente, a esa casa, a esa playa, a la casa de su madre… pero sin su madre. Sus abuelos la esperaban en la estación con el corazón roto por la pérdida de una hija, pero la esperanza de tener otra en el seno de su hogar.
La abuela vestía de negro y había engordado desde la última visita que les hizo. El abuelo estaba allí erguido sobre su bastón, igual que en las fotos. Con semblante serio y arrugas de preocupación que se distinguían entre las propias de sus setenta y cinco años. Marina no le conocía, o al menos no se acordaba de él, pues desde que ella tenía uso de razón él nunca les había visitado. Ella después pensó que debiera haberlo hecho, pero un hombre duro y justo como él prefirió no entrometerse en la vida de su hija para no destrozar su matrimonio. ¡Qué ciego estuvo todo el mundo! si el abuelo hubiera sabido el desenlace final, de seguro que hubiera dado su vida por su madre. Pero nadie lo supo. Un yerno al que no soportabas no tenía por qué ser un yerno asesino.

La situación para Marina cambió mucho en sus primeros cuatro meses allí. Su abuela la amaba con locura y se convirtió pronto en la persona más importante de su vida. Su abuelo la quería a su manera. Pocos besos o abrazos salían de él. Casi siempre órdenes del quehacer diario o consejos. Nunca prohibiciones pues él decía que eso era cosa de la abuela. Sobre todo Marina recuerda a su abuelo por ser la persona que mayor protección le brindaba y eso le hacía sentirse muy bien. Sus brazos anchos y peludos terminaban en unas manos poderosas que la protegerían de cualquier mal. Pero al atardecer ella no podía evitar pasear por la orilla de la playa y pensar en su madre y tener miedo… aunque sobre todo lo que Marina tenía era pena. Ahora dormía en su habitación, veía fotos de cuando era niña y hasta se abrazaba a su vieja muñeca. Los ojos se le deshacían en lágrimas igual que su propia alma mientras las olas del mar azul intenso le mojaban los pies. En un impulso irracional Marina comenzó a adentrarse en el agua.

El agua estaba fría y el primer contacto hizo que se estremeciera, pero no paró. Cuando el agua le llegaba al pecho miró al horizonte y se dio cuenta de todo el camino que la separaba aún de llegar a alguna parte. De pronto un desnivel en el suelo la hizo caer a una zona donde tanto el firme como el aire estaban fuera de su alcance. La sensación de falta de aire no la puso nerviosa. El sonido de las olas ahora sonaba distinto, desde dentro. Los guijarros del suelo hacían sonidos constantes al vaivén de las corrientes y bajo el agua, sus ojos eran incapaces de llorar. Marina los abrió de par en par y vio un azul difuminado pero profundo, un azul que lo invadía todo. Reconoció varios peces volando como pájaros más cerca de lo que ningún gorrión en su bosque favorito jamás lo hubiera hecho. Marina miró hacia arriba y reconoció el brillo del sol del atardecer fuera, en otro mundo. Simplemente decidió volver a ese otro mundo y sin saber nadar, Marina avanzó en el agua con lentitud pero con facilidad. Su cuerpo no pesaba y podía controlar el movimiento también con sus brazos. Sacó la cabeza fuera del agua y respiró, pero el mundo del que ella venía sí daba peso a los cuerpos y eso la hizo hundirse. Marina tragó agua, tosió y se retorció de dolor y miedo. El mundo del aire la empuja de manera cruel hacia el fondo, mientras el agua más benévola la llevaba en brazos hacia la superficie. Fui yo quien pudo rescatarla y sacarla estrechándola entre mis brazos. Marina parecía un ser indefenso desde que llegó a nuestra cala. Yo la conocía como vecina y sabía de la dura historia de su vida. Cuando casi la vi ahogarse supe que era un niña valiente pues Marina no lloró ni durante ni después del incidente, tan solo los temblores en su pequeño cuerpo provocados por el frío parecían hacerla sufrir ya sobre la arena. No sé ni cuantas veces sus abuelos me lo agradecieron, y Marina también, claro, era muy madura para tener solo diez años.

El verano se acercaba y cuando la primavera brilló mostrando que pronto estaría la estación más calurosa salté al agua a por unos pulpos. En un fondo de cinco metros con bajadas bastante fáciles estuve más de una hora ojeando las huecas de las piedras. El fondo estaba exultante de colores, un tono azulado lo inundaba todo mezclándose con los colores verdes de las algas. Los bancos de peces revoloteaban alrededor mía a veces, pero cuando los movimientos bruscos para realizar la inmersión movían el agua salían todos hacia lugares más calmados. Al final hubo suerte, tras varios arañazos en las manos contra las piedras y un susto al encontrarme de cerca con la boca de una morena que casi me ignoró, conseguí sacar un pulpo de buen tamaño con la mano y salí a la orilla intentando despegarme las ventosas del brazo. Marina estaba allí mirándome con los ojos azules abiertos de par en par mirando toda la escena impresionada.
-Enséñame a entrar en el mar.

Se puso el traje de baño y se colocó la máscara y el tubo. Las aletas que le quedaban grandes se quedaron en la orilla y la llevé de la mano hacia donde no hacía pié. Marina tenía ocho años menos que yo pero de toda la zona yo era la persona más joven que vivía cerca de su casa así que se sentía segura conmigo por verme como un adulto que la salvó, y por verme como un niño que podía jugar con ella. Fui con pies de plomo pues iba a enseñar a bucear, aunque solo fuera en la orilla, a una niña que no sabía ni siquiera nadar. Coloqué mis brazos extendidos y Marina se tumbo sobre ellos mientras ojeaba el fondo con sus ojos azules y despiertos. Al ver esos ojos ese día bajo el agua me sorprendí cuando de verdad comprobé que el color de su iris era del mismo tono exacto del mar. Su respiración era calmada a pesar de ser la primera vez que respiraba a través de un snorkel. Sus piernas empezaron a agitarse y Marina se me escapó de mis brazos y se fue directamente al fondo. La dejé bajar sola pues la encontraba muy tranquila y al instante me sumergí con ella. Aunque sin mi máscara no pude enfocar demasiado bien la visión me di cuenta que estaba investigando todo cuanto había a su paso. Se movía con movimientos suaves que la hacían avanzar a gran velocidad e incluso se atrevió a intentar tocar algún pez confiado. Aunque yo llevara toda mi vida nadando y buceando, he de admitir que Marina en aquella inmersión aguantó más tiempo que yo debajo de agua. Fue el momento en que descubrimos el don que tenía, pero hubo que guardarlo como secreto para no preocupar a su abuela.
Al intentar salir del agua volvió a tener problemas y de nuevo la saqué. Su cara de felicidad me hizo en ese instante tener que comprometerme a enseñarle todo lo que yo sabía sobre la natación… sus ojos brillantes eran el mismo horizonte. Su alma pura e inocente de niña de diez años había encontrado el único lugar del mundo donde poder estar a solas con sus pensamientos, y sobre todo sin su pena. Ese lugar era el mar. Y no era un lugar de este mundo exactamente pues el mar, constituye su propio universo en sí mismo. Marina pertenecía a ese universo mismo del que nacen las olas, pues si no nadie podría jamás explicarse como una niña de tan solo diez años que no sabía nadar, era capaz de bucear con tanta soltura. Pero aún así no era un pez y lo primero fue enseñarla a nadar para que no corriera ningún peligro. Al principio fue difícil pues venía de un mundo que la oprimía demasiado y había encontrado otro en el que estaba feliz. El contraste de los dos en la superficie constituía una lucha de fuerzas que no sabía controlar y hasta que no supo relajarse en la superficie no se consiguió ningún avance. Hasta la vi llorar un día y ya no sé si era de frustración o era de la misma pena que corrompía su corazón. Sin embargo ese día, poco después de haber empezado las lecciones pude robarle una sonrisa. No era gran cosa pero para Marina significó mucho que yo le regalase la máscara de buceo y el tubo. Les tenía mucho cariño pues no había tenido otros desde niño, pero bueno ahorré un poco para comprarme unas gafas de mayor tamaño y que no me apretaran. Marina escondía las gafas en el jardín para que sus abuelos no supieran que estaba buceando.
Y sus ganas de superarse la hicieron capaz de nadar, y una vez que yo no tenía que sacarla a flote fuimos a bucear los dos juntos por vez primera. Decidí no llevarme las aletas para estar en igualdad de condiciones con ella. Reconozco que debería haberlas llevado porque Marina buceando era algo espectacular. Hay quien posteriormente la describió como un pez, un delfín y un sinfín de preciosos animales marinos… pero Marina no era como ellos, ella era como el agua, formaba parte de las corrientes, de las olas, de las mareas… Marina y el agua parecían la misma cosa cuando estaban en contacto. Nunca temió en adentrarse en pasadizos de roca nada más ver un atisbo de luz del otro lado. Desde ese primer día parecía no preocuparse por el oxígeno, como si pudiera elegir cuando respirar sin problemas. Su inocencia y su calma mostraban una gran sonrisa que no solo surcaba su cara, si no los mares. Fue ese mismo día cuando Marina me contó que debajo del agua no podía llorar y que por eso quería estar allí siempre. Me lo dijo en la misma orilla nada más salir y aún a sabiendas de quedar como un blando reconozco que se me hizo un nudo en el estómago, me dio un vuelco el corazón y de mis ojos brotaron lágrimas. Fue cuando Marina me cogió de la mano y se adentró en el agua conmigo y nos sumergimos. Al salir dijo un expresivo: “¡Ves cómo no se puede llorar!”

Ella misma reconoció que nunca había sido ni sería una buena nadadora. Admiraba a aquellos atletas que nadaban en esas largas piscinas para ver quien era el más rápido pero Marina no encontraba el sentido de tal actividad. Ella no quería ser la más rápida ni nada por el estilo, solo quería estar feliz en su medio. Casi tiene que dejar de entrar en el agua cuando sus abuelos se enteraron de todo, pero no se puede detener el avance del agua cuando decide ir en una dirección, eso es algo que quien no sepa tendrá que aprender. Su abuelo vino a hablar conmigo. Él me tenía por un buen chico aunque desconfiaba del mar. Le conté la historia de cómo ella misma se tiró al agua y de cómo pensé que sería preferible enseñarla a nadar antes que verla ahogada. Aunque todo el mundo lo comprendió, la abuela era demasiado aprensiva como para ver a su nieta sumergirse en el agua. Se creó como esa especie de unión secreta que hay entre las madres de los toreros y sus hijos en el ruedo: aceptación, resignación y sobre todo ojos cerrados y rezos en vez de disfrutar con la faena.
Pero fue la propia abuela quien al ver a su nieta por fin feliz le regaló unas aletas, un tubo y unas gafas nuevas. La pasión de Marina fue tan grande que pronto tuvieron que comprarle un traje de neopreno, lastre y todo lo necesario para practicar el buceo durante todo el año. Yo iba siempre con ella. Fue gratificante tener un compañero de buceo por primera vez, los amigos estaban escasos por aquellos años en la cala, cosa que hoy el turismo parece haber cambiado, pero esa es otra historia. Pero tampoco teníamos la playa para nosotros todo el año, pues a parte de las trajinas que merodeaban buscando pescado, a veces venían buceadores de otros lugares a pescar. Sobre todo los domingos. Marina tenía ya catorce años y gastaba su segundo traje de buceo cuando saltó a la fama en todos los periódicos. David Martin, un reconocido submarinista Australiano estaba haciendo de manera secreta unas fotografías sobre los maravillosos fondos de nuestra costa. Se encontraba a diecisiete metros en calma total. Su mujer, la bióloga marina Karen Martin estaba justo detrás de él sosteniendo el incómodo flash. Marina que nunca había visto un equipo de submarinismo no supo relacionar las burbujas que vio con nada que conociera de su mar y decidió bajar más y más para investigar. En una pared vertical de roca llena de nudibranquios de diversos colores, el matrimonio Martin se encontró con una niña de ojos azules que les saludaba con alegría y al mismo tiempo con sorpresa al ver tan pesados equipos. La cámara se dirigió hacia ella, el flash la asustó y la hizo salir fuera del agua. Desde entonces todo cambió. Hasta yo fui entrevistado en la radio por haberla enseñado a bucear, al menos eso decían ellos. La niña delfín la llegó a llamar un periodista sensacionalista de esos que solo buscan crear la noticia más que contarla. Marina lejos de usar la fama y la expectación que medio mundo puso en ella para fines lucrativos decidió usar todo eso para seguir buceando. Su curiosidad ahora la embarcaba hacia nuevos horizontes, ni siquiera ella misma sabía que podía bajar tantos metros sin respirar, aunque ya hacía mucho que me había dejado atrás, y quiso saber cuánto aguantaría. Pero ella nunca fue demasiado amiga de las competiciones y lo que de verdad la entusiasmó fue el sistema autónomo de buceo. El propio David Martin la entrenó y la organización para la que trabajaba le otorgó un equipo completo de submarinismo. Marina solo sabía de esas cosas de oídas pero pronto se convirtió en una experta.

Fueron sus momentos de fama, su gran muestra ante todo el mundo y su educación en submarinismo que la tuvo casi un año viajando y ocupada. Sus abuelos la echaban mucho de menos pero claro, no había forma de negarle nada a su nieta. Por ese tiempo yo me quedé en la cala trabajando y casi no buceaba. Marina volvió justo cuando yo disfrutaba de unas vacaciones. Una mañana salí a coger navajas del fondo. Era un domingo caluroso pero sin sol, el cielo estaba gris como para vaticinar desgracias y el agua revuelta con mar de fondo y una resaca invisible que todo lo atraía hacia el corazón de las aguas. La probabilidad es reducida pero existe y a veces ocurre que hasta los que más cuidado tenemos pisamos un pez araña. Aún hoy me retuerzo de dolor por dentro cuando pienso en aquel momento. Sin embargo lo peor vino después, aún después de soltar la red con las navajas y el cinturón de lastre no podía alcanzar la orilla. Las fuerzas se me agotaban y el dolor se incrementaba con cada brazada que daba hacia fuera. Pensé una y mil veces que me había quitado las aletas demasiado pronto al salir del agua, y ahora no sabía donde estaban, mis gafas estaban llenas de agua hasta la mitad y el resto del cristal empañado. A ciegas y atemorizado me saqué el tubo de la boca para pedir socorro gritando y el agua entró en mis pulmones incrementando el miedo y el dolor que sentía ya en todo mi cuerpo. Sacaba fuerzas de donde no las había y nadaba con toda mi alma, aunque no sabía hacia donde. Lo único que conseguían mis espasmódicos movimientos era que me hundiera más y estuviera más perdido. Sentía la resaca llevándome lentamente hacia el fondo pero los nervios me impedían buscar la dirección opuesta hacia la orilla. La vista se me nubló y me di por muerto.
Un brazo delgado con los músculos tensos me agarró y me elevó. Marina me devolvió la que según ella me debía cuando me sacó del agua impidiendo que me ahogara. Perdí el conocimiento al salir del agua y no recuerdo nada más. Marina vestida con un traje azul y zapatos de tacón había saltado al agua a por mí. Tan solo hacía un día y medio que ella había regresado y ni siquiera había tenido tiempo de ir a bucear. Mi rescate fue su primer contacto con el agua que la vio bucear por primera vez. Pero no la reconfortó pues estaba bastante preocupada por mi salud. Tuvo que practicarme los primeros auxilios hasta que desperté vomitando agua salada. Recuerdo el dolor en el pecho, las punzadas en mi pie por la picadura del pez araña y el miedo que me hacía agarrar los brazos de Marina todavía en tensión. El pelo mojado le caía por la cara y las gotas de agua Mediterránea surcaban los contornos de sus pómulos cayendo hasta su cuello delgado y fibroso.
Una ambulancia vino a por mí, los médicos me estabilizaron y me inyectaron un antídoto para el veneno del pez. Una vez ya recuperado Marina insistía en que saliéramos a bucear. Ella iba todos los días con su infinita sonrisa pero mi ánimo no estaba para tal cosa. Juré no volver a entrar en el agua. Pude haber sido algo exagerado pero la picadura de aquel pez araña y todo lo que desencadenó me creó un trauma que tardé demasiado en superar. Decidí pensar que el mar era una actividad de juventud y pensé en dedicarme a cosas serias. Hasta llegué a pensar que a Marina se le pasaría con los años ese juego de niños que es el buceo. En verdad es un juego de niños, aunque no importa la edad que estos niños tengan para disfrutarlo. Marina me comentó que me había dejado un regalo en una cueva que ella sola había descubierto. Me dijo que había que entrar a nadar a la altura del pino que estaba más cerca del agua. Luego tendría que pasar sobre el manto de algas y llegar hasta la zona donde empezaban las piedras. Yo conocía bien el sitio porque justo ahí era donde más pulpos encontraba. Pero nunca me había adentrado hasta donde Marina me dijo. Si continuaba nadando llegaría a un escalón de unos dos metros de bajada donde empieza el fondo de arena de nuevo. Marina me dijo que tenía que seguir dirección poniente hasta ver un agujero en plena roca aunque la entrada estaba tan llena de sedimentos que parecía una excavación en la arena. Recordé la dirección sobre todo porque Marina dijo que dejó allí un regalo para mí, para animarme a volver al mar. El miedo ni siquiera me permitió replicar nada o dar las gracias.

Los días se tornaron cada vez más grises y la lluvia apareció con tormenta eléctrica en el cielo, viento de las montañas y un mar embravecido que rompía contra la costa recordándonos a todos que él era quien gobernaba y que su furia era mucho mayor que su inmensa bondad cuando sus aguas entraban en movimiento. El mar siempre fue un personaje más en la historia de nuestras vidas. Marina se volvió gris porque el mar que ahora no la dejaba bucear se mostraba impasible ante ella. En esos momentos Marina necesitaba el agua más que el aire para respirar. Su abuelo enfermó gravemente y en medio de esa tormenta Marina esperaba la muerte del único hombre al que pudo llamar familia. Un día mucho más tarde me reconoció que yo era el único hombre al que pudo llamar amigo, y eso es un honor para mí. Pero volviendo a aquella tormenta, Marina lloraba desconsolada viendo como su abuelo lanzaba su último aliento. Ya no podía hablar, difícilmente respiraba y tenía la mirada perdida en un punto inconcluso del techo. Su abuela resistía con entereza aunque estaba destrozada, tan solo por no deprimir más a su nieta. Las palabras sobraban. El día que el toque de campanas señaló las exequias y la caja de madera salió de la casa después de un día y toda una noche de velatorio y muestra de respetos llegó la misa y el duro momento de dejar el ataúd sólo en el frío cementerio. Cuando acompañé a Marina a su casa los zapatos con las suelas mojadas chirriaban al pisar la cera de las velas esparcida por todos lados. Algunas flores que sobraron estaban allí abandonadas a su suerte esperando también a marchitarse. Por lo que sé Marina estuvo toda la noche mirando al mar y escuchando su furia. La misma furia que ella sentía por dentro.
Al día siguiente la visité y me encontré a una Marina con el semblante más serio que nunca, con el paso no solo de los años si no del dolor en su cara. Tenía dieciocho años pero en su corazón los acontecimientos de su vida la habían hecho tener más años que cualquier sabio anciano. Poca gente había visto morir a casi todos los suyos. De su familia solo quedaba su abuela, ya mayor y no con demasiada buena salud. Marina habló suavemente.
-Saca tu equipo de buceo que pronto iremos juntos otra vez.
-Pero… -titubeé mientras me sentía nervioso por no saber como salir de aquella situación- si hace tres años que no toco el agua.
-Pues ya va siendo hora, ¿no crees?
Me hubiera gustado ser más valiente pero no pude. Mucho menos viendo el mar tal y como estaba. Mi corazón palpitaba más y más fuerte al pensar en verme metido en el agua como hacía antes, sin embargo mostraba un aire de indiferencia para engañarme incluso a mí mismo, como si ya no me importara el mar y solo me dedicara a cuestiones de tierra seca. Marina se levantó y fue al armario a buscar su bolsa con el equipo de buceo cuando su abuela se levantó, la agarró de la mano y la llevó al sofá. Marina lloró toda la tarde abrazada a su abuela. Yo salí a pasear por la playa. El rugido de las olas casi no me dejaba pensar. Los espumarajos blancos parecían formar monstruosas caras que me miraban burlonas. Rostros retorcidos y siempre cambiantes que escupían maldades que a veces me salpicaban en mi tez, quemada por el frío viento.

Fue una noche del año siguiente, aunque tan solo unos meses habían pasado, que me puse a pensar qué pensaría Marina de mi. Seguramente que yo era un cobarde. Ella había estado a punto de morir ahogada de no ser por mí, y ella solo quiso superarse a sí misma y volver a entrar al agua. Yo sin embargo no tenía las agallas de tocar el agua. La sola idea de estar en aguas donde no pudiera tocar un seguro fondo de arena me sobrecogía el alma. Pensé en todos los momentos que viví buceando y lloré. Supongo que los problemas personales que también acarreaba se unieron a los pensamientos de vencido y no pude más que llorar. Las gaviotas parecían reírse de mí alrededor. Ahora veía la playa como las viejas, como una inmensa vía arenosa para pasear. Y también recordé que bajo el agua no se puede llorar, aunque por alguna razón yo quería llorar y quería seguir siendo un perdedor. Hay momentos en que sin razón alguna las fuerzas simplemente se acaban.
Me llegaron noticias de Marina y por lo visto andaba en los mares de la isla del Hierro contratada por un equipo de biólogos marinos para hacer un estudio sobre sus fondos. Había conseguido una beca para trabajar en el mar desde la universidad donde estudiaba. Me alegró por ella, y me apenó un poco más por mí. Pero el tiempo va dejando las cosas en calma, igual que caen los sedimentos sobre las huecas de piedra, tapándolas por completo y dejando un liso fondo de arena donde antes había un complicado relieve rocoso. En esa circunstancia yo vivía mi vida como todos los demás. Tenía un buen trabajo que me permitía alimentar a mi familia. Fui el primero del pueblo en poder comprarme un coche, un trasto oxidado que arrancaba una vez de cada tres intentos, pero que era la envidia de todos. La gente me llamaba de señor y eso me gustaba. Yo como buen ciudadano y cabal persona aconsejaba a mis hijos y a sus amigos que tuvieran mucho cuidado con el mar. Les contaba mi historia y les dejaba boquiabiertos. Yo era un héroe, pero Marina lo era aún más para ellos y eso que no la conocían más que de vista.
Su abuela vivía aún y seguía gozando de la misma y delicada salud desde hacía años. Ahora estaba sola pues Marina rara vez podía venir de visita, y cuando lo hacía era de forma fugaz. La mujer se levantaba muy temprano por la mañana para comprar el pan. Cuando no iba la panadera mandaba a su hija pequeña a su casa a llevárselo pues suponía que no se encontraba demasiado bien. Las ancianas se visitaban las unas a las otras y se sentaban al fresco en sillas de mimbre. A parte de esos momentos la abuela de Marina no era más que otra de esas viudas que no tenía a nadie. Un día mientras yo pasaba por su puerta ella me llamó con su voz débil y rota. Tenía una carta en la mano y me pidió que se la leyera en voz alta para ver que decía. Llevaba dos días buscando a que alguien que supiera leer pasara por su puerta. Mientras yo abría el sobre ella me comentó que creía que era de su nieta pero que algo iba mal. Su deducción era de lo más lógica, la única persona que le escribía era Marina, pero esta vez el sobre era de más calidad y la dirección estaba mecanografiada. El sobre tenía un sello de la Guardia Civil, cosa que no le dije por no preocuparla. Abrí el sobre trémulo y lo leí primero en voz baja. La Comandancia de la Benemérita Guardia Civil afirmaba que durante un temporal Marina había caído al mar desde el barco hacía nueve días. Su cuerpo no había sido encontrado aún y que las esperanzas de encontrarla con vida eran prácticamente nulas. El Océano Atlántico fue su última expedición. Los periódicos se hicieron eco de la noticia. Una joven pionera en el estudio marino y adelantada submarinista había muerto. Salieron a la luz las entrevistas que le hicieron de niña y ya se hablaba de ella como un hito feminista por destacar en un mundo, como todos, lleno de hombres.
Marina no fue nada de eso. Ella era la corriente misma del mar que un día decidió volver a su hogar donde no pudiera llorar más. Creo que lo hizo para no tener que pasar por el trago de ver morir a su abuela también. Nadie sabe si ella sabía que su abuela moriría una semana después, o si la noticia mató a la abuela. Intenté suavizarle la información a esa señora tan débil que sin embargo desfalleció con un infarto. Los médicos en el hospital dicen que estuvo viva una semana más. Yo sé que aunque su corazón latiese ochos días más ella había muerto cuando yo le di la noticia.

Tras muchos años volví a llorar. A llorar de forma desconsolada. Bajé llorando los escalones del almacén y empecé a apartar cosas. Llorando quité herramientas y miles de trastos viejos hasta llegar a un macuto militar donde guardaba mis aletas, mi máscara y tubo y mi neopreno. El lastre de plomo estaba repartido por varios lugares de la casa, bien aguantando una puerta de las sacudidas del viento, o bien oxidándose por el suelo. Llorando me fui a la orilla. El agua me esperaba en una fría quietud. Tras ponerme el equipo, el primer contacto con el agua fría me hizo recordar momentos duros… fantasmas del pasado. Vi de nuevo como los espumarajos se burlaban de mí, vi como el pez araña clavaba su aguijón en la planta de mi pié, me vi morir en el agua de nuevo. Pero no me detuve como tantas otras veces. Llevaba ocho años sin bucear y cuando me dejé caer y sentí la ingravidez las lágrimas cesaron. Con la mente en blanco empecé a nadar. Solo miré hacia atrás una vez, para ver si estaba a la altura del pino más grande de la playa. Alineado con sus enormes ramas pasé por encima de la pradera de algas. Seguían estando allí aunque infinitamente diferentes. El mar en su constante evolución hace que cada imagen de él sea única e irrepetible. Pasé por encima de las piedras viendo el contorno de mi sombra contonearse sobre ellas. Llegué al desnivel, nadé más y más en dirección a poniente hasta que vi una oquedad en la pared casi vertical de un tamaño tal que cabía un buceador sin problemas. Años atrás Marina había dejado allí un regalo para mí. La bajada era peligrosa. La gruta no tenía salida y ni siquiera podía afirmar que hubiera algo allí dentro. Después de tantos años nada tiene por qué estar en el mismo sitio.

Me empezó a invadir un miedo irracional que pronto acabó. A veces, las tormentas traen olas y corrientes tan fuertes que mueven toneladas de arena en el fondo del mar, y lo que antes era un liso fondo arenoso puede dejar al descubierto grietas de roca viva y estridentes formas que parecen cortar a la mar misma. Cogí una bocanada de aire y bajé a ese agujero. Llegué a su entrada enorme y vi restos de conchas. Allí debía de haber o de haber habido un pulpo de tamaño considerable. Dentro de la cueva, a unos ocho metros de profundidad la luz del sol entraba muy débil. Los colores entre verde y grises lo inundaban todo. Mis ojos bien abiertos miraban una formación rocosa de increíble belleza. Mi metro ochenta de estatura entró en el agujero en toda su longitud, con lentitud para no levantar los sedimentos del fondo y arruinar el pequeño mundo en equilibrio, a refugio de todas las corrientes. Ya no aleteaba, me movía con las manos puestas en ambos flancos de la gruta y penetraba en el mundo secreto de Marina. Yo estaba allí gracias a ella, y ella estuvo allí gracias a mí. Al final, donde la pared terminaba bajando más y más el nivel distinguí la forma de una cinta de goma. Muy despacio la cogí y tirando de ella hacia arriba y desenterrando mi primera máscara de buceo. La misma que yo le regalé a Marina las primeras veces que buceamos. Estaban allí para recordarme que yo también pertenecía al mar, y a su propia historia. Delicadamente las dejé en su sitio, donde pertenecían, y las visité de forma continuada. No dejé de bucear nunca más. Tampoco lo hice solo, mis hijos me acompañaron durante unos años. Luego se fueron de casa y aunque yo ya era mayor, la playa estaba llena de turistas y mi mujer se asustaba si yo iba solo no dejé de hacer inmersiones. Yo sé que Marina, la hija del Mediterráneo me guiaba y cuidaba en mis inmersiones. La seguridad de una sirena de la guarda me reconfortó desde aquel momento. Aprendí a usar equipos autónomos de buceo y continué aprendiendo. Nunca conté a nadie donde estaba la máscara que compartí con la mar misma. Hoy escribo esto porque sé que la mar, después de todo, desea firmemente ser la protagonista de leyendas de los hombres. Por eso nos envió a Marina.

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miércoles, 11 de marzo de 2009

Blog en pruebas... habrá cambios!

Bueno, bueno, esto se está animando, y ya vamos teniendo relatos... ¡Estupendo!
Comentaros que de momento este blog está en lo que se llama "entorno de pruebas",
vamos que no es definitivo... Los informáticos están "toquiteando" todo para dejarlo lo mejor posible, por lo que es posible que encontréis fallos, cambios... No dudeis en hacernos llegar vuestras opiniones, que siempre son buenas.
Sobre los relatos publicados, ahora veréis que sale un poco tocho... También estamos en ello, para poder respetar los apartados, puntos y aparte... etc. de los originales, pero para pasar textos de otro formato (por ejemplo word), a un blog, y que no se "descuajeringe" todo, hay que copiarlos previamente en un note pad, que le quita todo el formato para adaptarlo al blog... Claro que le quita, todo, todo, todo....
¡¡Estamos en ello!
De hecho, entre los puntos importantes de este concurso es que contamos con una persona, correctora de editorial de profesión, que se va a encargar de la revisión de los textos que se publican, eliminando faltas de ortografía (si las hubiera), y dejandolo tal y como lo habéis enviado. Comenzará en los próximos días, cuando esté ya perfilado todo el tema visual y de imagen.

Otra de las opciones que vamos a poner, es que aparezca solo unas líneas o resumen del texto, no todo, como ahora, y se puede ver completo en otra ventana. Asi no se carga tanto la home, y si ya se ha leído no hay que pasar otra vez por todo el texto.

El sistema de votaciones lo iremos poniendo más adelante.

Y más cosas que iremos inventando. ¡Aceptamos sugerencias!

Pues esto es... un poquito de paciencia, y pronto tendremos algo realmente agradable para disfrutar en los momentos de secano de lo que más nos gusta...

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martes, 10 de marzo de 2009

5. QUE COMIENCE EL ESPECTÁCULO

Los menos rápidos salieron hace horas para no llegar tarde: estrellas de mar y nudibranquis se saludan por el camino y comentan inquietudes. Tiempo no les sobra al ritmo que van y una tortuga les sigue y se queja de su paso, ironías del mar.

Por el camino, entre dos aguas, un grupo de jóvenes sepias hacen una pintada con tinta de calamar anunciando el espectáculo que se realizará en breves momentos. Un rape le comenta a una escórpora que estos actos se van repitiendo asiduamente y a la escórpora se le ponen las espinas de punta.

Un banco de barracudas gemelas se dirige hacia la concentración y un par de meros se las miran con cara de tontos. Un congrio le pregunta a una morena cómo llegar y de paso aprovecha para ligar y que le explique donde ha conseguido ese bronceado, ya que está harto de tener ese color pálido. Mientras tanto, un grupo de anémonas se despeinan al paso de una corriente submarina.

El escenario está preparado: las mantas y águilas marinas se balancean y dan vueltas confundiéndose con cortinas y telones; los espirógrafos y las gorgóneas, como ramos de flores, adornan el entorno; Las medusas y carabelas portuguesas iluminan el espacio simulando lámparas de lágrimas. -su suerte, es que nunca nadie les ve llorar-; los peces trompetas amenizan la espera mientras las mantas y las rayas se retiran para dejar ver el espectáculo.

En el escenario no hay teloneros y ni falta que hace pues un entorno tan maravilloso no necesita de presentación.

Comienza el espectáculo: bajando desde las rocas de superficie aparecen con unas vestimentas de variados colores, de formas poco aerodinámicas y haciendo muchas burbujas. El espectáculo está servido: las gambas, langostas y bogavantes aplauden desde su refugio; los sargos y las doradas se acercan sin inmutarse simulando la casualidad del encuentro; un grupo de bailarinas españolas y liebres de mar danzan junto a las castañuelas al ritmo de un mar de fondo amenizado por unas ostras y almejas; el más viejo de todos con sus 8 tentáculos gesticula esperando que los nuevos inquilinos del mar contribuyan con respeto a la conservación y protección de su entorno maravilloso.

Los atunes son los más rápidos en abandonar el lugar mientras acaban la consumición de mar de cava. Unas lubinas se refrescan en una termoclina, mientras la brigada de limpieza de salmonetes recoge los desperdicios abandonados. Ya de vuelta, un grupo de salpas, dando tumbos y con una resaca increíble preguntan a las estrellas y nudibranquis el camino de vuelta al espectáculo y ellas contestan que se dirijan hacia el fondo a la derecha.

El fondo a la derecha nunca se acaba; es la ventaja del mar. Su inmensidad y grandeza nos hace ver los grandes acuarios como simples peceras. Las salpas siguen hacia el fondo donde los colores se pierden, salvo por la iluminación de focos y linternas de los que nos sumergimos para ser los protagonistas del espectáculo.

Los colores aparecen donde no estaban antes, gorgóneas amarillas, rojas y naranjas entre las grandes paredes verticales del fondo marino.

En cada cavidad iluminada aparece un color diferente: los pequeños nudibranquis lilas y azules eléctricos se exhiben con sus tatuajes y dibujos diseñados en su piel; los crustáceos se pasean entre sus escondrijos con tonos rojizos y naranjas; las esponjas y algas recubren las rocas dándoles la belleza aterciopelada deseada; las morenas moteadas y los congrios diferencian sus bellas tonalidades; y, los sargos y doradas reflejan la luz de los focos y brillan hasta desaparecer en el fondo.

El fondo se dibuja oscuro, gris y de formas ovaladas. La sensación de adentrarse en lo desconocido hace aumentar los índices de adrenalina como si fuera la primera vez, a pesar de ir menos nerviosos y más seguros pero con el mismo respeto a lo desconocido.

Las salpas no se ven ni por casualidad y nosotros, con nuestros ruidos burbujeantes continuamos la aventura en las profundidades.

El silencio es diferente, la luz del sol se difumina, el gorgoteo y movimiento de los peces no se dibuja tan nítidamente como en la superficie, los movimientos son lentos y la inquietud nos invade por momentos, pero, la experiencia suple la indecisión y predomina la seguridad.

Como grandes mamíferos disfrutamos del privilegio de las profundidades sin rebasar el límite permitido. En grupos de dos en dos avanzamos hacia el acantilado de gorgóneas multicolores. El descenso es lento y seguro. La sensación de la bajada en vertical resulta una experiencia única y relajante mientras se desciende disfrutas del paisaje; de sus formas y colores; de animales y plantas.

El agua transparente hasta que la vista decida no serlo nos da la garantía de una buena orientación. Con prudencia y cautela avanzamos hacia la pared contraria a la del descenso que nos muestra otras maravillas escondidas: una cavidad oscura y grande que duplica nuestro tamaño y nos invita a introducirnos sin presentación.
Nos reclama la necesidad de explorar lo desconocido y sin arrastrarnos por el fondo nos introducimos en la oquedad iluminada por haces de luz de nuestras linternas y focos.

Aquí el eco de las burbujas nerviosas buscando como escaparse nos indica que no hay salida en dirección vertical. Seguimos adentrándonos hacia el interior donde crustáceos, langostas, congrios y morenas se refugian a nuestro paso y los chasquidos en los escondites de los animales nos indican que nos observan al pasar.

Sin perder de vista la entrada nos recreamos del capricho de la naturaleza sin prisas y con decisión, abandonamos la oscuridad hacia el exterior que se percibe como un gran ojo que nos mira, nos espera, y que nos recibe indicándonos el camino de vuelta.

Subimos lentamente, mientras las burbujas van aumentando de tamaño en su acelerado ascenso hasta acariciar la superficie y confundirse con el aire.

Seguimos descubriendo nuevas sensaciones hasta llegar a una cota de poca profundidad donde reconocemos espacios, formas y mismos inquilinos que al descender descubrimos.

La claridad se hace patente y más nítida. Es un espacio abierto de grandes dimensiones donde los rayos del sol nos guiaron hacia el fondo y ahora nos guían hacia la salida.

El arco iris de vida y colores se muestra casi en la superficie, donde el espejo del agua nos dibuja el perfil de otra vida y nos hacer recordar el privilegio de sumergirnos. De no olvidar lo que somos, de cómo y con qué medios y mecanismos modernos es posible nuestra corta permanencia en el fondo, si perder el respeto al entrañable amigo, el mar.

Y al emerger, casi como un ritual, miramos por última vez el fondo para agradecerle que nos acoja en sus aguas y deseando que con la experiencia adquirida podamos trasmitir a las generaciones futuras nuestro amor y buen hacer para que su preservación sea una realidad y así poder corresponderle con el mismo trato que él nos ha dado.

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lunes, 9 de marzo de 2009

4. LA FISICA DEL AIRE

“Era una tarde lluviosa…”

Elena dejó caer el papel que tenía entre sus manos y miró por la ventana. Ciertamente aquella era una tarde lluviosa, de aquellas en las que los más simples sólo veían una oportunidad de limpiar la atmósfera de aquella ciudad de mierda, y los más melancólicos pretendían ver en cada gota que repiqueteaba en el suelo un ángel que pacientemente les iba limpiando el corazón.


Elena ni era una sensiblera ni tampoco tenía el corazón de piedra, por eso no pudo evitar una sincera carcajada al recoger el papel del suelo y leer de nuevo aquellas líneas con las que Emilio inició hacía unas semanas aquel relato que acababa de terminar ese mismo día. Recordaba aquel momento perfectamente.

- ¿Pero no ves que es una frase estúpida? – Le había dicho ella cuando él le mostró el primer borrador- ¿Dónde has visto tú una novela o un cuento que empiece con una frase tan… tan…?- ¿Tan llena de agua? – Había respondido Emilio con aquella sonrisa infantil que a menudo le iluminaba el rostro.- Elena, preciosa mía, lo que nos ha unido en todo este tiempo ha sido el agua. En el agua nos conocimos, cuando acudí a aquel curso de buceo técnico que impartía tu hermano. En el agua hemos gozado de momentos llenos de ternura bajo los rayos del mediodía. En el agua hemos sido uno sólo, compartiendo regulador, compartiendo…

Se detuvo. Sintió de nuevo aquel dulce escalofrío que siempre le recorría el cuerpo ante la mirada de ella. Elena tenía unos ojos brillantes, siempre tan serenos y de un azul tan profundo que, como repetía él a quien quisiera oírle, “es como si un auténtico espíritu del océano se hubiese venido a vivir conmigo”

- Vale, vale, no sigas, ahora me recordarás lo mucho te necesito...- Respondió ella con una risa fresca como el agua, mientras bajaba de nuevo la mirada hacia las líneas borrosas de un antiguo pergamino.

Emilio se había inclinado junto a ella, mirando aquellos garabatos que se desdibujaban sobre el descolorido mapa. Aquel diagrama se asemejaba vagamente a la ciudad en la que habían compartido sus vidas en aquellos últimos meses, y ambos estaban estudiándolo una vez más hasta el mínimo detalle.

- Pues claro que me necesitas… - rió él alegremente - ¿quién te va a querer más que yo? ¿El pesado de tu hermano, que está tan paranoico con la seguridad que nunca me deja acercarme para comprobar las mezclas con las que buceamos?

- No digas eso de él.- protestó Elena – Sabes que es el más experimentado para manejar la rampa y planificar las mezclas que usamos en cada inmersión. Además, - dijo sonriendo y poniendo una voz aflautada – creo que desde que le robaste el helio para que jugáramos con él, tiene derecho a mostrarse un poco reservado, ¿verdad?

Los dos habían estallado en carcajadas al recordar aquel momento.

La risa amplia y completa de Elena… Una risa que salía desde lo más hondo y explotaba dejando chispas en los ojos de quienes la oían. Aquella risa siempre les había unido por encima de todo y, tras unos segundos, sus manos se buscaron y se encontraron; tras unos minutos aquellos dos cuerpos se volvieron a fundir de nuevo en un solo ser, y la cara de Emilio se sumergió en el oscuro pelo de Elena, los labios sumergidos en su boca, el alma sumergida en la profundidad azul de aquellos ojos de agua…

Habían pasado algunas semanas desde aquel momento hasta hoy, meses desde que se conocieron, y de hecho la intensidad de su relación hacía que pareciese ya toda una vida la que habían compartido, entrelazando noches de sueño, intimidades ancladas en la memoria, pasiones compartidas en cada inmersión, preparativos y planes para el futuro.

Emilio caminaba bajo la intensa lluvia, algo molesto con las gotas que se empeñaban en golpear como pequeños duendecillos cada centímetro de su cabeza y caían luego por su rostro que, a pesar del serio aspecto exterior que ofrecía, escondía tras semejante máscara la risueña faz del chiquillo que no puede ocultar un pequeño triunfo. Su triunfo y su alegría había sido completar aquella mañana el relato que le había prometido a Elena. Precisamente aquel mismo día…

La conocía tan bien que podía imaginarse con todo detalle cada uno de sus gestos cuando aquella mirada de profundo azul hallase las hojas pulcramente ordenadas encima de la mesa. – Seguro que habrá soltado una carcajada al leer la primera frase – pensó, y por un momento también él estalló en una breve risa. Aquello hizo que su compañero, que caminaba a grandes zancadas delante de él, se girase y se detuviera mirándole con aquellos ojos pequeños y serios que siempre parecían escrutar el alma de uno.

Definitivamente Leo, el hermano de Elena, no había recibido el don de unos ojos que reflejasen el mar, que albergasen el mar y lo transformaran en espuma contra el acantilado de la razón. Allí estaba, alto y fuerte, con la boca entreabierta y aquella mirada fría que transparentaba la mente afilada y precisa de su propietario, escrutando bajo la lluvia a su compañero, los dos empapados junto a un oscuro callejón, enmarcados por el anochecer y la tormenta como una trágica parodia de alguna olvidada película en blanco y negro.

Emilio no se detuvo ante aquella mirada severa. Palmeó alegremente los anchos hombros de Leo y se adelantó, entrando en el callejón, aún con una sonrisa en los labios.

- No sé de qué te ríes – dijo Leo, aún inmóvil – ¿Te parece que todo esto es un juego, una inmersión por esas cuevas que conoces como la palma de tu mano, esas bodegas de pecios que no aparecen en ninguna carta marina y en las que tanto te gusta esconderte para que te busquemos? Mira, lo de hoy es muy distinto, y lo sabes; lo de hoy…

- Lo de hoy nos va a cambiar la vida. – Emilio también se detuvo, elevando la mirada hacia el oscuro cielo.- Lo sé, Leo, lo sé.

Sin mediar otra palabra entraron al edificio gris plomizo que se erguía triste y empapado ante ellos, y bajaron por sus húmedas escaleras hasta llegar a un sótano lóbrego y solitario, donde una única bombilla arrojaba tenebrosas sombras sobre aquellas paredes que se desmoronaban como resultado de la edad y el agua.

El agua… el agua que tanto le había dado a Emilio, el agua que hoy iba a transformar su vida y la de los otros como nunca hubiera imaginado.

Mientras se dirigía hacia el rincón donde aguardaban dos equipos completos de buceo y se entretenía comprobando rutinariamente el estado de focos, máscaras, jackets y el resto del material antes de ponerse el traje, miró a Leo, sombrío y huraño como siempre, iniciar su particular protocolo con las distintas botellas, revisando mezclas, comprobando tóricas, ajustando cada detalle en una especie de danza ritual que Emilio había bautizado cuando se conocieron hacía meses como “La Física del Aire”

- ¿Qué memez es esa de la Física del Aire? – le había preguntado Leo en aquella ocasión

- No lo sé – había respondido él – Se me ocurrió así, de repente. Eres como un prestidigitador del aire, agitas las mezclas y remueves fluidos como un antiguo alquimista, y ya sabes que mucho de la Física y la Química actual se deben a aquellos tipos, medio magos, medio científicos, y… y un poco locos.

- Tienes razón – dijo Leo, y sonrió. Por más que Emilio intentara recordar ahora, aquella había sido una de las pocas veces, si no la única, que le había visto sonreír desde que se conocieron en aquel curso de buceo técnico que Leo impartía.- Creo que te voy a presentar a mi hermana – le había dicho durante una pausa en el curso – Os parecéis bastante, y necesita conocer a alguien como tú.

Así había conocido a Elena, su amada Elena, con sus ojos oceánicos de azul eterno y su risa franca y amplia… Al poco tiempo de conocerse, y ante la desconfianza de Leo, Elena le había contado algo que aún hoy disparaba su adrenalina y provocaba una ligera angustia en la boca de su estómago.

-Quiero enseñarte algo… - le había dicho ella una soleada mañana - Emilio, es algo muy importante, y necesito saber si estás con nosotros… - dudó un instante, y sonrió con sus ojos de mar - si estás conmigo.

- Por supuesto que estoy contigo. Siempre lo estaré – dijo Emilio, cruzándose de brazos e intentando adoptar una pose seria que contrastaba con su enorme sonrisa. Sin dejar de sonreír, tomó suavemente una de las manos de Elena y con la otra le acarició el pelo para que el palpitar de su corazón no acabara transformándose en un rubor adolescente que provocara una vez más la risa de ella - ¿de que se trata? ¿un nuevo punto de inmersión?

- Más o menos – había respondido ella – Mira…

La noche se arrastraba bajo el manto cerrado de nubes. Elena se giró y observó por la ventana el refulgente transitar de la ciudad, el latir irreal de las hojas de los árboles golpeadas por la lluvia, aquella intensa lluvia que se arrastraba como una lánguida serpiente por las calles, arrastrando al mismo tiempo la suciedad y los sueños rotos, dejando a su paso un brillo espejado en las aceras como una promesa de un mundo nuevo. Miró su reloj. En ese momento debían estar equipados y acabando de revisar el material. La tapa abierta a sus pies, dando paso a un abismo donde el agua parecería estar hablando con voz propia. Hablándoles de su futuro... “Tiene que conseguirlo”, pensó, y volvió a observar la caída de la lluvia contra los cristales, el cielo gris frente a sus azules ojos.

Cuando le expuso el plan aquella mañana, hacía ya meses, Emilio casi se había caído al suelo, incapaz de aceptar lo que veían sus propios ojos. Allí mismo, bajo la ciudad, podía estar la respuesta a todas sus necesidades, la respuesta a cualquier pregunta que pudieran tener sobre el futuro. Habían sido unos años de búsqueda y estudio intenso por parte de Elena y Leo, y ante él tenía ahora aquellos viejos mapas, mostrando el camino. Era tan simple. Parecía todo tan simple…

Bajo muchas de las ciudades del país se escondía un secreto empapado por los sueños de la historia, sobre el que se había ido elevando palmo a palmo cada generación como un manto de hipócrita prosperidad. Pero allí, bajo el cemento, el asfalto, el metal y el vidrio, seguía escondido, invisible ante la ceguera de muchos, esperando que alguien viniera a rescatarlo del olvido.

Lo construyeron hacía siglos los árabes. Ellos trajeron a lo que era el embrión de aquella población el agua, la domaron y la sometieron a su antojo en aquella red de túneles y cloacas que ahora dormía bajo la moderna ciudad. Aquel entramado, oculto tras la actual red del alcantarillado, seguía aún operativo y el agua fluía a través de aquellas venas como lo había hecho desde hacía siglos, recorriendo aún los mismos caminos por aquellas amplias canalizaciones de piedra y ladrillo.

Como avezados buceadores de la historia, Leo y Elena habían buscado durante años en la profundidad de los archivos de la ciudad y en los sótanos de las bibliotecas, inspeccionando legajos polvorientos que a veces se deshacían en pedazos entre sus manos. Habían ido recomponiendo pieza a pieza el puzzle, mientras trazaban el plan que hoy por fin iban a llevar a la práctica.

- Diamantes… - volvió a repetir Emilio tras observar los planos

- Sí, diamantes... – Elena se volvió a inclinar a su lado – Mira, el antiguo entramado construido por los árabes pasa justo al lado de la red del alcantarillado en este punto – señaló una casa con un dedo – Luego, se trata tan sólo de bucear hasta este otro punto, donde se encuentra un sótano que almacena la reserva de diamantes de la joyería más importante de la ciudad. Lo hemos comprobado todo, Emilio. Las puertas y paredes son acorazadas, pero el suelo no. Los antiguos túneles son de ladrillo en aquella zona, y bajo el suelo hay una cámara de aire y tan sólo unos cuantos ladrillos que nos separan de un futuro inmensamente rico. Emilio, mi amor, ¿lo ves? Un buceo y seremos ricos.

- ¿Y las corrientes? – Preguntó Emilio – Deben ser intensas. Esto no es como cuando hacemos espeleobuceo. Se parecerá algo, pero…

- No hay problema – Leo, que había permanecido callado hasta el momento, se incorporó a la conversación – En la antigua red de túneles no llega directamente el agua de la superficie. Hay algo de corriente, pero podemos hacerlo. Además, yo ya he estado allí, y…

- ¿Qué has estado allí? – Emilio abrió los ojos como platos - ¿Y qué pasó? ¿Cómo es que no…?

- No podía hacerlo sólo. Ni siquiera con la ayuda de mi hermana. Necesitábamos ayuda, alguien con más fuerza que ella, y… bueno, creo que ya que lo compartís todo... considéralo una especie de regalo de boda

Emilio se giró hacia Elena, hacía sus ojos brillantes de azul profundo, que ahora le miraban con una sonrisa que le traspasó cada poro de la piel como una lluvia de saetas

- No hagas caso al bobo de mi hermano… - empezó a decir.

- ¿En qué no debo hacerle caso? – replicó Emilio – Estarías preciosa, frente a todos, vestida de neopreno y con un collar de diamantes… - Empezó a reír, pero inmediatamente se detuvo, mirándola con una intensidad que ella nunca había visto en sus ojos – Tiene razón Leo, ¿verdad? Lo hemos compartido todo en este tiempo. Esto puede venirnos muy bien a los tres…

… y va a ser más simple de lo que pensamos – terminó la frase para sus adentros, con una sonrisa.

Emilio y Leo terminaron de equiparse, revisaron una y otra vez el equipo propio y el del compañero, comprobaron la presión en las botellas y a una señal de Leo se introdujeron en el túnel. La corriente era intensa debido a las lluvias torrenciales que habían caído, pero precisamente gracias a ellas el caudal era lo suficientemente alto como para alcanzar el punto donde, tras un recodo y un agujero en la pared a su derecha, entraron en las antiguas canalizaciones. Allí, tal y como le había explicado Leo a Emilio, la corriente era mucho menor, y desde luego no era nada que no pudieran sortear gracias a su experiencia.

Leo iba delante, impulsándose con breves y poderosos golpes de sus duras aletas, siguiendo el cable guía que había situado en su anterior visita, mientras Emilio, tras él, mantenía sin esfuerzo el ritmo, aun cuando llevaba consigo la mayor parte del material que necesitaban para abrir el último tramo que les permitiría alcanzar su objetivo.

A pesar de la tensión del momento, de la concentración para mantener el ritmo y controlar la respiración, Emilio no pudo dejar de observar con admiración aquella sinfonía de ladrillo y sólida argamasa, a veces entretejida con tramos donde la piedra tomaba el protagonismo y latía bajo el agua como había hecho durante siglos. Extendió la mano y a través de los guantes acarició el trabajo que habían desarrollado los árabes para construir aquel laberíntico recorrido por el que ahora ellos se iban deslizando, guiados por la luz de sus focos, redescubriendo antiguas bifurcaciones, vigilando no levantar el légamo depositado a lo largo de tantas generaciones.

Habían memorizado cada metro de aquellos canales de tal forma que, incluso sin haber contado con la ayuda del cable guía, no les hubiera costado alcanzar su destino. Sobre sus cabezas, y como resultado de la confluencia de dos túneles, se abría ahora una bóveda bajo la cual había una estrecha cámara de aire. Se detuvieron unos minutos para descansar, quitándose los reguladores y comprobando que el aire, a pesar de mantener un cierto olor a podredumbre, era respirable.

- ¿Y ahora? – preguntó Emilio

- Aquí, en esta esquina, mira… - le indicó Leo

Emilio se acercó, comprobando con su foco cómo en la parte superior de la bóveda había un punto que se abría a la oscuridad como un ojo que le estuviera escrutando desde el más remoto pasado.

- ¿Lo hiciste tú? – preguntó a Leo

- Lo hicimos, chaval, lo hicimos – respondió este – Tu querida Elena también llegó hasta aquí conmigo, pero fui yo el que tuve que encargarme de picar la mayor parte. No fue muy complicado – añadió – Tan sólo son unos cuantos ladrillos. Lo difícil lo tendremos ahora.

- Menos mal que el nivel del agua está alto – observó Emilio – Si no, hubiera sido difícil alcanzar el agujero, aunque… - se detuvo al darse cuenta de su propia estupidez – Claro, por eso hemos estado esperando hasta ahora, a estas lluvias…

- La verdad, no sé qué ha visto mi hermana en ti… - gruñó Leo, haciendo una mueca mientras se giraba en el agua y empezaba a zafarse del equipo – Ayúdame. Voy a subir yo primero, y me vas pasando todo el material, ¿ok? – y sin esperar respuesta le lanzó a través del agua su equipo mientras él, con un poderoso golpe de aletas, se alzaba de la superficie y se introducía por el orificio abierto en la cercana bóveda.

Fueron unas horas de duro trabajo. Los dos, desembarazados del traje seco, sudaban copiosamente bajo la luz de los focos mientras picaban centímetro a centímetro aquel suelo. Afortunadamente, ambos estaban acostumbrados al esfuerzo, y Emilio no pudo dejar de admitir que, sin él, aquel plan no hubiera podido funcionar. Entre Leo y Elena no hubieran podido terminar el agujero y alcanzar su objetivo antes de que los guardias de seguridad abrieran la cámara a la mañana siguiente. Además, pensar en ella, en el futuro que les esperaba a ambos, redoblaba la pasión con la que golpeaba cada vez aquella estrecha barrera que les separaba de la riqueza, de la felicidad, de toda una vida frente a la azul mirada de mar de Elena, su Elena…


Finalmente lo lograron. Los ojos de Emilio no podían separarse de aquellas pequeñas y brillantes piedras que refulgían en sus manos, desprendiendo una catarata de centelleante resplandor bajo la intensa luz de los focos. Tan pequeñas y tan valiosas, el don que la naturaleza atesoraba en lo más profundo de la tierra, carbono puro sometido a altas presiones y temperaturas que ahora reflejaba cada rayo de luz en sus múltiples facetas y brillaba fríamente ante su mirada

Será suficiente – indicó Leo, mientras terminaba de cerrar una bolsa que introdujo en el bolsillo del jacket de Emilio. – Lo dividiremos en dos partes iguales. No necesitamos llevarnos más. Con todo esto tenemos para darnos no sólo una vida de lujo, sino varias… - Emilio palpó los bolsillos de su jacket – Ahora, no vayas a abrir los bolsillos en medio de la inmersión de vuelta, ¿eh? – Le advirtió Leo con una mirada burlona.

- No te preocupes – sonrió Emilio – No creo que necesitemos lanzar una boya para la parada de seguridad dentro de una alcantarilla…Leo asintió, golpeándole alegremente la espalda mientras, por segunda vez desde que se conocían, esbozaba una amplia sonrisa.

- Venga, dejémonos de charla. Deja aquí todo el material que ya no necesitamos, y no olvides cambiar de botella, que me parece que tanto brillo te ha dejado medio ciego, y no quiero tener que tirar de ti por un túnel enganchado a mi regulador auxiliar, ¿eh? – le enseñó los dientes - Aquí tienes la tuya para la vuelta. Tenemos que darnos prisa en volver junto a mi hermana antes de que se haga de día. Muévete…

Elena miró el reloj. Si todo iba como estaba planeado, en este momento deberían estar volviendo. Miró al cielo. Aún era de noche, pero ya empezaba a percibirse una tenue claridad por encima del amarillento reflejo de las farolas. Faltaba todavía para que amaneciera plenamente un nuevo día, el amanecer de una nueva vida, el amanecer incendiario en el que transformarían en cenizas una vida gris y mediocre como aquella lluvia y las patearían bajo sus pies, sacudiéndose aquel polvo antes de embarcar hacia el sol de otras costas. Sí, algo de sol… quizás deberían ir primero a Brasil, a Fernando de Noronha. A Leo le gustaría conocerlo. Emilio había buceado allí y decía que era precioso...

De pronto, una angustia desconocida, escondida en lo más profundo de su ser, nació de sus entrañas y se fue revolviendo a través de sus vísceras, elevándose poco a poco hacia la superficie, atravesando el corazón, rebasando su garganta, llegando hasta sus ojos.

- Basta – se dijo a sí misma - Va a ir todo bien. No va a pasar nada. Va a volver aquí, a mi lado, sin ningún problema – y se volvió hacia el relato de Emilio, volviendo a tomar la primera página con una sonrisa – En fin, todavía faltan un par de horas. Mejor entretenerme…

Emilio y Leo regresaban lentamente a través de los canales subterráneos de piedra y ladrillo. En esta ocasión era Emilio quien abría la marcha, seguido de cerca por Leo. Ahora tenían la suave corriente a su favor, y ya no cargaban con el pesado material que transportaron a la ida, así que no tenían que preocuparse por el esfuerzo y el consumo. Leo, tan calculador y previsor como siempre, había estimado perfectamente las mezclas y los volúmenes que tenían que llevar a lo largo de aquellas horas bajo el agua. Gracias a sus cálculos, Emilio estaba completamente seguro de que no se quedarían sin aire y, lo que es mejor, la mezcla de gases estaría tan bien ensamblada que cuando acabaran aquel largo y agotador buceo su cuerpo no tendría ni rastro del agotamiento que sufren los buceadores que emplean habitualmente aire comprimido.

- El mago de los fluidos, el físico del aire, el gran profesional del buceo, con su enorme cerebro cuadriculado y su eterna seriedad, ¡qué distinto es de mi Elena! – volvió a decirse a sí mismo Emilio una vez más, sonriendo tras el regulador ante el recuerdo de ella. Se giró buscando a Leo, comprobando que, tras el foco con el que se guiaba, éste le observaba fijamente pocos metros detrás de él.

Emilio volvió a concentrarse en el camino, asegurándose de no perder ni por un momento de vista el cable guía. Realizó una profunda inspiración – Mi Elena… - se repitió a sí mismo con otra sonrisa, extendiendo los brazos para tocar ambos extremos del túnel por el que avanzaba, jugueteando con la textura del ladrillo.

- Mi espíritu del agua, con sus ojos de mar… - se repitió, notando cómo la euforia se adueñaba de él ante la expectativa de una vida a su lado, al lado de ella, de ella, de su Elena, los dos ricos, inmensamente ricos…

- Elena, mi Elena, vida mía, con todo el océano azul en tu mirada, mi amor… - añadió, volviendo a tomar una profunda inspiración. Sintió una ligera nausea. – vaya, a este paso voy a hiperventilarme como un novato – pensó, volviendo a girarse para comprobar el estado de Leo, y encontrándose una vez más con la aguda mirada de sus pequeños ojos, observando cada uno de sus movimientos.

- ¿Sabes una cosa, cariño? – comenzó a fantasear dentro de su mente, simulando hablar con ella – Tenemos que darle un sobrino a tu hermano, seguro que eso le cambiaba el carácter – y soltó una breve carcajada con el regulador puesto. Sintió una convulsión y un intenso pinchazo en la cabeza. – Este agua está más fría de lo que pensaba – se dijo, y apretando los dientes se lanzó con mayor ímpetu hacia la siguiente bifurcación

Comenzaba a sentir un hormigueo en las piernas y las manos y, alarmado, también empezó a notar cómo su vista se nublaba. Miró hacia atrás, moviendo su mano para indicar a Leo que no se encontraba muy bien, a lo que este se limitó a contestar con un breve movimiento de cabeza, animándole a que siguiera adelante.

Miró su ordenador. Ciertamente faltaban sólo unos minutos para alcanzar la salida. No debía alarmarse. Leo sabía mejor que nadie lo que hacía. Él era el físico del aire, el mago de las mezclas, más preciso que cualquier tabla. Debía concentrarse en algo y alejar los temores infantiles que empezaban a agolparse en su mente. Lo halló de nuevo en el azul, el azul de los ojos de Elena, su risa, su risa como la espuma de las olas, su pelo jugando con el viento, de nuevo sus ojos, sus ojos, tan llenos de vida, tan llenos de amor, tan distintos a los de Leo.

Miró hacia atrás una vez más, para comprobar lo distintos que eran los ojos de él de los de ella, y allí estaban, observándole fríamente, como siempre. Emilio sintió un nuevo escalofrío. Notó cómo sus piernas se agarrotaban. Comenzó a llorar de rabia. No podía fallarle a Elena. No podía dejarse arrastrar por el pánico. Tenía que volver a ver sus ojos, fundirse en ellos, nadar en ellos como en un mar intemporal…

Al final del túnel comenzó a ver una tenue luz. Su cuerpo se convulsionaba y no respondía a su cerebro. Emilio volvió a apretar los dientes y se empujó con la ayuda de sus manos, aferrándose con los guantes a los ladrillos de las paredes. La mirada fija en la luz, intentando concentrarse en cada movimiento – cuando… salga… salgamos… voy a… este… la mezcla… el aire… CO2… hipercapnia… - No podía pensar. El regulador casi se salió de su boca, pero consiguió aferrarlo con un esfuerzo sobrehumano. Giró su cabeza buscando a Leo pero no alcanzó a ver más que manchas borrosas. La luz… debía alcanzar la luz.Otra convulsión sacó el regulador de su boca. Ya no lo necesitaba, pensó, estaba a punto de alcanzar la luz que vertiginosamente se acercaba hacia él. De golpe sintió un calor irreal atravesando sus pulmones, mientras sus asombrados ojos empezaban a ver que aquella luz se iba transformando gradualmente en los ojos de ella, de su amada Elena.

Había venido a buscarle.

Ahora todo estará bien, le dijo a su corazón, que le respondió con un breve y último latido.

Ahora todo estará bien, le repitió. Sintió el calor de la mirada de Elena, y una vez más se dejó llevar por el azul de sus ojos.

Todo está bien.

Emilio alcanzó la luz, y se sumergió dulcemente, con una sonrisa en los labios, dentro de los ojos de Elena. Eran tan profundos, tan profundos…

Elena cerró los ojos, sin sentir que en ellos dormía dulcemente Emilio, y notó cómo una lágrima brotaba y se deslizaba silenciosamente por su mejilla. Depositó la última hoja del cuento sobre la mesa, al lado de las otras, y se giró para contemplar cómo el sol comenzaba a desgarrar las negras nubes de la noche pasada, dando paso al nuevo día.

Miró hacia la calle. Aún no había nadie a aquella temprana hora. Vio la sombra oscura de alguien que rebasó la esquina del edificio de enfrente y caminaba lentamente por la acera. Alguien alto, fuerte, con anchos hombros y una mochila a su espalda, que se acercó paso a paso hasta que se detuvo frente a su casa y alzó la mirada hacia su ventana. Sonreía.

Elena rompió a llorar.

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3. LA REINA DE LOS MARES

Fui yo quien animó a mi mejor amigo para hacer el curso de buceo. Él siente aversión al mar, sin embargo yo he sido siempre una apasionada. Lo convencí diciéndole que iba a ver un montón de chicos guapos y él, que es gay, se animó en seguida.

Como se necesita un compañero para bucear, me fui a la escuela de buceo y lo apunté. No podía creer que por fin iba a hacer algo que había esperado toda mi vida. Cuando llegó el día se nos presentó el instructor Soy Javier Izquierdo, y yo quedé enamorada de él. Mi amigo, que me conoce muy bien, me dio una patada por debajo de la mesa y me dijo por señas que me limpiara la baba. Luego me escribió en un papel “tía, es feo, gordo y calvo, no creo que…” Pero me gustó, no sé muy bien por qué. El profesor, que no era tonto, debió notarlo y cada vez que decía algo gracioso, cosa que hacía constantemente, me miraba de reojo sólo para ver si yo lo observaba. Vaya, pensé, además es vanidoso. Aún así seguía gustándome.Pasamos ese fin de semana practicando en la piscina con el resto de nuestros compañeros, todos varones. Cuando le pregunté al instructor cuántas mujeres hacían este deporte, me dijo que muy pocas. Bien, así que estaré rodeada de hombres musculosos y guapos; ¡no veía el momento de empezar! En la piscina parecía muy fácil: ejercicios de compensar, no tengo aire – dame aire y el instructor que nos hacía la vida imposible de vez en cuando llenándonos la máscara de agua, sobre todo la tomó conmigo, Eres la única mujer del grupo y esto lo hago por tu bien. Seguro, pensaba yo, como el magreo que me has dado antes de entrar en la piscina asegurándote que tenía todo el equipo bien ajustado.Es sábado por la mañana y estamos en el centro de buceo por fin, con el mar de fondo, preparando el equipo. El primer problema se me planteó esta mañana: me había bajado la regla. Bien, ¿y ahora qué? Nadie me contó si puedo bucear con el período, no viene en el manual de PADI. ¿Y si atraigo a algún bicho indeseable?, ¿podré colocarme un tampón tranquilamente? ¿Cómo voy a preguntar al instructor algo así? Estas cosas, pienso, sólo pueden ocurrirme a mí. Mi compañero me dice que no cree que ocurra nada malo. ¡Eso espero! El segundo problema es que intento coger la botella de 15 litros y no puedo con el peso. Menos mal que estoy rodeada de hombres y es mi compañero quien me ayuda a ponerla en el suelo. Vale, hay que colocar el jacket, la primera etapa, comprobar que hay presión, que se infla el chaleco… ¡joder, qué lío! No recuerdo nada, pero ahí está mi instructor, que me guiña un ojo y me ayuda a poner cada cosa en su sitio. Reina, me dice, te voy a suspender si no aprendes a usar tu equipo correctamente. Vale, ya tengo el jacket pegado a la botella, ahora tengo que ponerme el neopreno. Hoy va a lucir un sol resplandeciente, me voy a morir de calor con el dichoso traje, así que dejo los guantes y el gorro en el centro. Le digo a mi compañero que vuelva a ayudarme para colocar el traje en su lugar correspondiente, creo que no me va a subir de la rodilla. Cargamos los plomos y las botellas en la furgoneta y nos acercamos al mar. ¡Uff, ya estoy cansada y no hemos empezado! Una vez en el barco, hago un rápido repaso a los demás: ¿dónde están los tíos buenos? En el dvd del curso PADI aparecen unos hombres y mujeres de cuerpo perfecto, pero estoy empezando a ver que la realidad es más dura que la ficción. Somos todos principiantes, ninguno baja de los 80 kilos y no tienen un pelo de tontos, bueno, ni de listos. En fin, luego observaré a los profesionales, a ver si están mejor. Llegamos al punto de inmersión, según el curso PADI, ésta es la que nunca olvidaremos. Yo, desde luego, no. Empezamos a tirarnos al mar de uno en uno. Cuando me llega el momento, estoy muy nerviosa, pero me lanzo. ¡El agua está de puta madre!, le digo a mi amigo, lo siguiente que recuerdo es como un calambrazo en la mano y dar un grito. Mi compañero se acerca y me pregunta qué me pasa. Algo me ha picado, le digo. Desde el barco veo que el instructor y el patrón están muertos de risa. ¿Qué hablamos de molestar a los peces? Deja a las medusas en paz, Reina. Así que es una medusa lo que me ha picado. Me pongo la máscara para poder ver al bicho y cuando meto la cabeza descubro que estoy rodeada de medusas diminutas. Debe haber como diez de estos animalejos rondándome, lo curioso es que sólo están a mi lado, los demás están flotando como si nada. Me estoy poniendo malísima, le digo al instructor. Venga ya, que es un bichito de nada. Pero cuando miro la mano, está empezando a hincharse y la veo muy roja. Afortunadamente no tengo mucho tiempo para pensar en esto porque acaban de tirarme el chaleco con la botella y tengo que adivinar cómo diablos me lo voy a poner. Cuando ya lo he conseguido, aparece el instructor y tira de las cinchas para ajustarme el jacket. Me aprieta un poco y casi no puedo moverme, pero tendré que acostumbrarme. La mano me está matando, pero él no hace demasiado caso. Por señas me indica que me ajuste la máscara, me coloque el regulador y desinfle el jacket para empezar a sumergirme. Me duelen las manos de todo lo que aprieto el cabo, como si mi vida dependiera de ello. El profesor va bajando conmigo y me pregunta con la mano si está todo ok. Yo muevo la cabeza afirmativamente, pero él insiste con la mano. ¡Que sí, tío pesado! De repente me acuerdo que tengo que contestar con gestos y le sonrío. Él mueve la cabeza con gesto negativo, de resignación. Ya estamos en el fondo, vamos a seguir con los ejercicios de la piscina. Como lo hemos hecho bastante bien, nos indica que nos queda tiempo para dar un paseo. Mi amigo va en todo momento pendiente de mi, preguntando si está todo ok, yo le contestó también. No estamos a mucha profundidad, pero hay tantos peces y es tan bello, que olvido lo de mi mano, a pesar de que me duele mucho. Todo parece ir bien, voy mirando el aire que queda, a mi compañero, seguimos al instructor que se pone a jugar con un pulpo y de repente me paro a observar algo en las rocas, es como una concha con una boca enorme rodeada de pelos. Mi compañero me hace un gesto con el dedo, diciendo que no, pero no le hago caso y lo toco con la tira que cuelga del jacket, no soy tan estúpida como para tocarlo con la mano. De repente la boca se cierra y la tira queda enganchada. Veo cómo los demás continúan su camino, pero yo no puedo seguir. De nuevo el instructor tiene que venir en mi ayuda y con su cuchillo corta la tira hasta que me suelto del todo. Me hace un gesto bastante enfadado y me dice que me pegue a mi compañero y lleve los brazos al pecho, para que no pueda tocar nada. Mi compañero me hace una seña a mis piernas y descubro que tengo dos peces nadando entre mis piernas, son bastante grandes y aunque me muevo constantemente, no se separan de mí. El instructor viene a verme y sonríe, yo no entiendo por qué pero en el bar me contará que cuando una mujer bucea con el período atrae a los meros que se pegan a ella y no se separan, por lo que no es difícil averiguar cuándo tienes la regla o no. Cuando me lo contó debo confesar que me sonrojé. Uno de los del grupo hace el gesto de media botella, con lo que volvemos al cabo y nos cogemos a él. Tenemos que esperar tres minutos a los cinco metros durante la ascensión, eso si lo recuerdo. Como ninguno de nosotros lleva ordenador el instructor será el que nos mida el tiempo. No sé por qué, pero, a pesar de estar agarrada al cabo, empiezo a subir sin hacer la parada de descompresión. Mi amigo intenta cogerme, pero no puede, así que subo a la superficie la primera. Creo que me va a caer una charla importante cuando suba al barco. Espero hasta que aparecen los demás. Mantened el regulador en la boca y la máscara puesta, grita el profesor. Pero ya es demasiado tarde, tenemos puesto el jacket porque no sabemos cómo quitárnoslo, que si no…Una vez en el barco nos espera un repaso del instructor. Cuando hemos tomado aire empieza a hablarnos uno a uno y nos va diciendo qué es lo que hemos hecho mal y qué tenemos que mejorar. Pero cuando llega mi turno, se sienta a mi lado y me dice No sé por dónde empezar contigo, Reina. Pero no lo he hecho tan mal, ¿no? Al menos estoy aquí arriba, le digo. Si, la primera y sin esperar a tu compañero, contesta, que por cierto casi se queda sin aire y tú tenías que darle el tuyo. No sé ni cómo cuidar de mi misma, como para hacerlo de mi compañero, pienso. Además, continúa, no se tocan los bichos, sobre todo sin guantes, tu compañero cuida de ti y tú de tu compañero… Sigue hablando, pero me vuelvo de espaldas y vomito por la borda. Cuando he terminado y miro al frente compruebo que no soy la única: los demás están como yo. ¡Menos mal!, pienso. ¿Qué me decías?, le pregunto. No puedo contigo, me dice, no puedo. Es que me duele mucho la mano, le contesto a modo de excusa. A ver la picadura, que te pongo “afterbite”. Ya me podías haber puesto “beforebite”, pienso. Echamos un vistazo a la mano y veo que está tan hinchada que no la puedo cerrar. ¿Eres alérgica a las medusas?, pregunta. No tengo ni idea ya que es la primera vez que me pica una. Es que nunca he visto una reacción así por una medusa. Habla con el patrón del barco y deciden que lo mejor es ir a urgencias. La segunda inmersión la harán con el otro instructor, ya que él vendrá conmigo al médico. La mano parece cada vez más hinchada y yo cada vez más mareada. Me pusieron una inyección de cortisona y me recomendaron que no me volviera a picar otra en el mismo año porque podía ser más peligroso. Acabo de descubrir otra cosa más a la que soy alérgica. Ahora ya no siento dolor en la mano, bueno, ni dolor ni nada en absoluto, es como si no existiera mi mano. Volvemos al centro de buceo y empezamos a quitarnos el equipo y mojarlo en agua dulce. Como no está mi compañero y tengo la mano dormida, será el instructor el que me ayude con todo. Al terminar nos sentamos a tomar una cerveza, nos miramos el uno al otro y nos echamos a reír. En toda mi vida, me dice, y he dado muchos cursos, jamás le han ocurrido tantas cosas juntas a la misma persona, que sucedan a todo el grupo es normal, pero concentrado en una sola, es la primera vez que lo veo. ¿Eres así en todo? Yo asiento con la cabeza. Empezamos a charlar sobre su experiencia en el buceo, me pide que le cuente si me ha gustado, aunque él cree que no voy a volver al mar. No te preocupes, le digo, esto me gusta y voy a repetir, además, pienso, tengo que amortizar el dinero que he pagado. Me alegro, dice, porque así volveré a verte en otras ocasiones. No sé si se está quedando conmigo o no, pero dejo que tontee, me gusta la manera en que lo hace y me gusta él, por lo tanto seguimos con la bebida y hablando de cosas sin importancia. Cuando llega el barco con los demás ya vamos por la tercera cerveza. Mi amigo viene corriendo a ver cómo estoy. La mano va un poco mejor, la hinchazón ha bajado pero continúa muy roja. Se da cuenta de que he bebido un poco. Me mira, mira al instructor y me dice No tienes remedio, tía, mientras me da golpecitos en la espalda. Mañana tengo que hacer tres inmersiones seguidas si quiero obtener mi título PADI OPEN WATER. Javier me ha dicho que en la tercera será mi compañero, ya que nos sumergiremos solamente los dos. ¡Qué emocionante! Solos bajo el mar... Suena bien. La práctica del buceo es muy dura. Cuando terminas de bucear estás muy cansada, porque aunque parezca que no te mueves, haces mucho deporte. Por lo tanto no entendía por qué los buceadores están tan gordos (por cierto, me fijé en los profesionales y están igual), pero después del primer día lo vi todo claro: de nada sirve que hagas mucho deporte si después te tomas todas las cervezas de las que seas capaz o te comes esas paellas como las que probamos nosotros. Cuando llegamos al hotel la idea era ducharse y salir a cenar, pero no pudimos; nos tumbamos en la cama y nos quedamos dormidos.Comienza el domingo y repetimos la operación del día anterior. Hago las dos inmersiones con mi compañero que ya ha obtenido el título, pero a mi me queda una por hacer. Hoy el día ha ido mejor, la mano está fastidiada, ahora la mancha es de color marrón oscuro, pero me molesta menos. He cogido los guantes y me prometo a mi misma que jamás los olvidaré. Ahora los utilizo incluso en verano. Por fin llega mi última inmersión. En el agua Javier se acerca y me dice Esta mañana has estado fantástica, lo has hecho muy bien, así que vamos a intentar hacer algo diferente esta vez. Bueno, por fin unas palabras de aliento, no está mal. Empezamos a descender, yo sujeta al cabo y él frente a mi, sin manos (¡qué envidia poder controlar de esa manera!) Una vez en el fondo me hace la vida imposible una vez más: vuelve a inundarme la máscara con agua. Solucionado el problema, empezamos el paseo. Él lleva una linterna y me va señalando todo lo que puede ser más curioso. En un momento del paseo siento que algo me toca la mano, porque aunque él me dijo que mantuviera las manos pegadas al pecho, por supuesto que no le he hecho ni caso y mis mano van sueltas. En seguida compruebo que es él, que ha tomado mi mano y me guía de esa manera, los dos en las profundidades cogidos de la mano. ¡Qué romántico! Pero me doy cuenta de que me ha cogido la mano para que vaya controlando mi flotabilidad, es que me voy al fondo constantemente. Tengo que quitarme de la cabeza a este hombre, que debe pensar que soy idiota o algo así. Continuamos con el buceo y me va señalando un montón de peces y plantas que no conozco y que me explicará luego más tarde en el barco. Empiezo a entender que este deporte se convierta en verdadera obsesión para los que lo practican, en un modo de vida. Entiendo la emoción que ponía el instructor en clase cuando nos describía lo que se siente cuando estás a unos metros de profundidad (durante las clases de teoría pensaba que exageraba) ¡Todo es tan diferente aquí abajo! Cuando logras respirar con normalidad, olvidas toda la carga que llevas encima y empiezas a disfrutar con el paisaje, se convierte en un mundo nuevo por descubrir. Miro mi manómetro, le hago la señal de media botella y damos la vuelta. Cuando llegamos a la superficie, el profesor se acerca a mi ¿Qué tal? pregunta, yo me retiro la máscara, me quito el regulador y con lágrimas en los ojos le abrazo. Ha sido la experiencia más alucinante de mi vida, le digo, gracias Javier. A él esta situación le deja sin palabras, me lo dice más tarde, y no puede por más que echarse a reír. Subimos al barco, mi amigo no deja de mirarme y sonreír. Estás como una cabra, me dice. Mientras tomamos la penúltima cerveza en la terraza del centro de buceo, Javier se acerca a mi y me pregunta si puede llamarme algún día (tiene mi número en la ficha, claro) Normalmente, me dice, no ligo con mis alumnas, básicamente porque no me dejan, pero tú eres diferente a todas las que he conocido. No me lo creo, pero no tengo nada que perder, así que quedamos en llamarnos y antes de despedirnos mete la mano al bolsillo y saca dos conchas. Te dije que las cogieras tú del fondo, dice, pero como vas a tu aire y no te enteras de nada, las cogí yo. Un recuerdo de tu primer fin de semana, Reina. Acaba de coronarme con el nombre con el que actualmente me conocen por los centros de buceo, con un cierto recochineo, me parece a mi: “La Reina de los Mares”.
Basado en una historia real.

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2. EL INSTRUCTOR

Nunca pensé que volvería a bucear después de aquello, pero cuando entré por la puerta de la tienda y lo vi sentado en su ordenador, tecleando como siempre solía hacer, supongo que planeando un viaje, o mirando accesorios de buceo, supe que no me iba a quedar otro remedio que aceptar la primera oferta que me planteara.

A él era muy difícil decirle que no, era el comercial más pesado que había conocido en mi vida. Por ese motivo había tardado tanto en volver a la tienda. Me había mandado más de un e-mail por semana los primeros seis meses, algunos con ofertas de salidas a bucear y otros más personales, interesándose por mi salud; luego empecé a recibir uno cada mes, durante el año y medio siguiente, además de las llamadas perdidas al móvil. Sólo contesté a dos: en las Navidades. En la última me dijo que sabía que yo no tardaría en aparecer por la tienda y volver a bucear y que él me esperaría.
Así pues, en marzo por mi cumpleaños, me armé de valor, cogí el coche y me fui a verle. No sabía el turno que tendría ese día, pero siempre solía estar en la tienda, ya fuera por la mañana, como por la tarde. Supongo que un piso vacío no es atractivo para una persona tan activa como él. No me acerqué a su mesa directamente, sino que me entretuve un rato con lo que tenían expuesto detrás del cristal de una de las mesas de la tienda y le miraba por el rabillo del ojo de vez en cuando para ver qué hacía. Pero en una ocasión que me despisté, se acercó por detrás preguntando si podía ayudarme. Claro, pensé yo, ha visto a una mujer y se ha levantado de un salto. Le volvían loco unas faldas. Me volví sobresaltada y se me quedó mirando como si nada.

- ¿Te dije o no te dije que volveríamos a encontrarnos?
Y me plantó dos besos como si nos hubiéramos visto la semana pasada. Yo, que creí que se abalanzaría sobre mis brazos, o que me miraría como si hubiera visto a un fantasma, me quedé sin saber muy bien qué decir.
Había pasado todo el fin de semana ensayando un discurso sobre lo mucho que lo sentía por no haber contestado a sus cartas, por haber colgado el teléfono en todas las ocasiones que lo había hecho… en fin, que sentía mucho el haber sido tan desagradecida; pero en lugar de eso, allí estaba yo de pie, mirándole como una tonta. Había engordado, pero no me extrañó: con lo que le gustaba comer… Yo, en cambio, había adelgazado mucho, todo el mundo me lo había dicho, pero él, después de dos años sin verme, no me dijo nada.
Simplemente me llevó a su mesa y me propuso dos alternativas de viajes para las siguientes semanas. También me preguntó si necesitaba algo, Después de tanto tiempo sin bucear sería conveniente que revisaras tu traje, tu regulador… vamos, todo el equipo, ya sabes que deberías tenerlo en buenas condiciones para sumergirte en el mar.
Yo no podía creerlo. ¿Eso era todo? ¿Nada de cómo estás, qué es de tu vida? Por un momento me enfadé, y se me debió notar en la cara, porque enseguida me pasó una nota donde decía que en diez minutos nos tomaríamos una cerveza en el bar de la esquina. Bien, algo es algo, pensé y le seguí la corriente, como una clienta más.
Después de reservar el fin de semana en Murcia, o mejor dicho, de que él me lo reservara, me despedí y salí directa al bar. Llegó dos minutos más tarde que yo y me dio un abrazo como hacía mucho tiempo que nadie me lo daba. Seguido de un ¿cómo estás? ¿Todo bien? Le pregunté de cuánto tiempo disponíamos y me dijo que ya no volvería a la tienda hasta al día siguiente a las 10.30 de la mañana. Tenemos todo lo que queda de tarde y toda la noche para nosotros, Reina. Odiaba ese apelativo, que se supone cariñoso, pero que yo siempre lo había considerado muy cursi, aunque en su boca sonaba de manera completamente diferente.
Me gustaba, realmente me gustaba y comprendí lo mucho que lo había echado de menos.
Y en un momento volvieron a mi memoria todos los buenos recuerdos que guardaba de las inmersiones que había realizado, tanto con él como sin él. Es increíble cómo este deporte te cambia la vida de un modo tan radical.
No lo pude evitar y me eché a sus brazos llorando desconsoladamente, y así estuvimos unos cinco minutos: él acariciándome el pelo y meciéndome en sus brazos y yo sin decir palabra, mojándole la camiseta de buceo en Sharm-el-Sheik con mis lágrimas. Cuando ya me calmé, mientras me tomaba la cerveza, comencé a contarle mi vida desde la última vez que nos habíamos visto. Había estado de baja cuatro meses en el trabajo por depresión, tiempo que aproveché para organizar mi casa. Me sobraban cosas: toda la ropa que yo ya no iba a utilizar, la maquinilla de afeitar, arreglar los papeles de la casa, del coche, del seguro, del testamento… Mi marido me había dejado todo atado y bien atado, con lo que no tardé en ponerme al día. El resto de la baja la había pasado visitando al psicólogo dos veces por semana, hasta que decidí que no quería verlo más y me incorporé al trabajo. Parecía que llevaba una vida normal, pero los fines de semana me quedaba en casa sin salir ni siquiera a visitar a mis hermanos. Cuando me llamaban mis amigos, les decía que había quedado con los compañeros del trabajo y viceversa.
Aquella tarde era la primera que había cogido el coche para ir a un sitio que no era ni el trabajo ni el hiper.
Y eso era todo. ¿Cómo estás tú? ¿No me ves más delgada? No me has dicho nada.
Y entonces me contó. Nunca he dejado de verte. Averigüé tu dirección el día del entierro y te he visitado casi todas las semanas. Aparcaba el coche en tu puerta y esperaba que entraras. También lo hice algún fin de semana y te veía volver cargada con las bolsas de la compra. En más de una ocasión estuve tentado de acercarme y ayudarte, pero no lo hice. Por eso no te he dicho nada sobre tu tipo o tu corte de pelo. Te veía tan a menudo, que cuando entraste por la puerta enseguida te reconocí. No podía creer lo que estaba oyendo, cuando iba a preguntarle por qué, me puso su dedo en los labios y me contestó: Sólo estaba esperando el momento en que tú te decidieras a dar el primer paso. ¿Recuerdas que te dije que entendía por lo que estabas pasando? Nunca me creíste, pero sabía que volverías a mí, no sabía cuándo, pero estaba convencido. Lo de visitarte en silencio era para comprobar que estabas bien, no quería que te ocurriera nada. El mes pasado me preocupé por tu estado físico, te ví muy delgada, pero hoy estás aún más, ¿seguro que estás bien?
Así que empezamos a hablar de mi salud. Que no se preocupara, que estaba bien, que era el gimnasio… había dicho tantas veces lo mismo durante los dos últimos meses, que ya empezaba a agotarme. Terminamos cenando en un restaurante cercano. Durante la cena me pregunté cómo no había hecho esto antes.
Él era el único que hacía que me sintiera bien, ni psicólogos, ni amigos; sólo él. Un completo desconocido (apenas cinco inmersiones juntos), del que no sabía más que estaba divorciado y con un hijo, del cual nunca hablaba, pero no se por qué desde la primera palabra que pronunció en clase, no lograba quitármelo de la cabeza. Yo, tan felizmente casada, haciendo el curso y las inmersiones con mi marido, y él como acompañante; yo que jamás había pensado en otro hombre, tuve que enamorarme, o mejor dicho, encapricharme de él, seis años mayor que yo, sin pelo y tirando más bien a gordo. No me extraña que mi psicólogo pensara que no tenía remedio. Él era el único hombre por el cual había suspirado después de mi marido.
Y cuando ese fatídico fin de semana se me declaró, le eché la culpa al alcohol, aunque luego me juró que ese sentimiento era verdadero.
Habíamos bebido tanto todos, que nunca supe cómo nos atrevimos a sumergirnos el día siguiente. Supongo que por eso sucedió el accidente. Teníamos las inmersiones suficientes como para controlar la situación, pero en este deporte nunca se controla lo suficiente, nunca sabes qué te vas a encontrar bajo el agua o cómo va a responder tu cuerpo.
Para cuando me volví hacia mi marido la mirada la tenía ya ausente, y al subirle a la superficie ya no respiraba. Lo intentamos todo, desde el boca a boca al masaje cardíaco, pero nada dio resultado, ya entró cadáver al hospital. Un fallo cardíaco, nos dijeron. Pasamos toda la noche allí y él no se separó de mí ni un solo momento. Estuvo a mi lado hasta el día del entierro, cuando me arroparon mis hermanos y desapareció de mi vida, o sería mejor decir que desaparecí yo de la suya, porque como se ha visto anteriormente, él nunca se fue del todo. Yo no quise volver a verlo porque pensé que todo me recordaría a mi marido: el buceo, el momento en el que falleció…
No había ido al mar por temor a volver a recordar, ya tenía bastante con mi casa y las fotos, como para atormentarme más. Pero allí estaba, delante de un hombre que jamás me había abandonado, que parecía estar esperándome y que me conocía más de lo que yo imaginaba. Estuvimos en el restaurante hasta que cerraron y, como ninguno de los dos queríamos irnos, acabamos en su casa, bebiendo vino y charlando hasta las cinco de la mañana que caímos muertos de sueño. Cuando desperté me fui corriendo sin despedirme de él, que dormía en el otro sofá. Llegué tarde a la oficina, inevitablemente, y eché la culpa al tráfico, como de costumbre. Ese día estuve canturreando en todo momento y bostezando, pero de nada me sirvieron las ampollas que normalmente hacen milagros, porque después de comer no podía ni abrir los ojos.
Habíamos quedado en vernos el viernes para salir juntos hacia Murcia. Íbamos a hacer la misma inmersión para alejar todos mis miedos. Yo no iba muy convencida, pero con tal de pasar todo un fin de semana con él, estaba dispuesta a cualquier cosa.Tras una semana que parecía no acabar nunca, por fin llegó el tan ansiado viernes. Él vino hasta mi casa y cargamos los bultos en su coche. Durante el camino retomamos la conversación que habíamos dejado pendiente la noche del martes. Ya en la puerta del hotel me comentó que tendríamos que compartir habitación, porque había hecho la reserva muy tarde y era lo único que quedaba. Será mentiroso, pensé, porque yo ya sabía que el hotel estaba vacío en esa época del año. Pero no me molestó, al contrario, me agradó pensar que dormiríamos juntos por segunda vez esa semana. Al menos la habitación tenía dos camas independientes, no se había atrevido a reservar cama doble. Después de cenar nos fuimos a dormir y, sorprendentemente, no hablamos mucho ya que yo estaba aterrada ante la idea de volver a bucear y él se durmió enseguida.El sábado por la mañana madrugamos para desayunar y salir hacia el centro de buceo. Ninguno de los dos habló en todo el trayecto. Yo tenía mucho miedo pero intenté mantener el tipo, muy seria, recordando cómo había que ponerse el traje, ajustar la botella, el regulador, comprobar la presión… y subir al barco. Ese día éramos ocho los buceadores. Llegados a un cierto punto, el barco paró, nos dieron el briefing de la inmersión y fueron tirándose al agua uno a uno, hasta que llegó mi turno. Él me ayudó con la botella y caí al mar por primera vez en dos años. Ponte el regulador en la boca, me recordó. Así lo hice y comencé en la superficie a respirar el aire áspero y seco de la botella. Sentí un momento de pánico al comprobar que se me resecaba la boca y cuando él se tiró al agua y se acercó a mi, me quité el regulador y le dije que no podría sumergirme, no recordaba cómo se hacía, que me iba a ahogar. Pero él no se rió en ningún momento. Es más, se enfadó, me colocó el regulador en la boca, me llevó hasta el cabo del barco y muy serio me dijo Déjate de gilipolleces y empieza a bajar, recuerda ir compensado los oídos con la nariz y si tienes problemas me avisas, pero no pienses que te vas a perder esta inmersión, ni que me la voy a perder yo. Nunca le había visto tan enfadado, así que obedecí y comencé a bajar por el cabo, muy despacio, como siempre había hecho. Ahora comenzaba a recordar cómo se hacía. Volví a sentir la presión en los oídos y de nuevo la garganta reseca por culpa del aire que estaba respirando. Él estaba en todo momento conmigo. Se movía como pez en el agua, por lo que aunque yo no lo veía porque estaba muy ocupada preocupándome del equipo y de poder respirar, sabía que estaba a mi lado. Y empecé a sentirme segura. Miraba el ordenador que me indicaba la profundidad: 12, 16, 24 metros…. Aquel día la visibilidad era excelente, no como la última vez. El agua era cristalina, había gran variedad de peces y él, como siempre lo había hecho, iba indicándome qué es lo que tenía que mirar. Nos parábamos a menudo y cogía una concha, o un pulpo y jugaba con él. Fue maravilloso, como si nada hubiera sucedido, de repente nada existía más que él y yo en las profundidades del mar y algún que otro pez que pasaba por allí. No quería que aquel momento terminara nunca. Pero era consciente que debajo del mar pierdes la noción del tiempo y pasa más deprisa que en ningún sitio, así que cuando me dijo que mirara cuánto aire tenía y el manómetro me indicó que ya estaba por la mitad de la botella, maldije aquel aparato, porque significaba que debíamos dar la vuelta y volver hacia el barco. Antes de subir, le dije que paráramos y, como pude, le abracé. No había hecho esto nunca antes, ni siquiera sabía si se podría hacer o no. Como respuesta él se quitó su regulador, después el mío y me besó en la boca. Debo reconocer que fue el beso más emocionante que me habían dado jamás, por muchos motivos: porque fue debajo del agua, porque hacía mucho tiempo que nadie me besaba y, sobre todo, porque realmente lo necesitaba, necesitaba sentirme querida, sentirme deseada. Yo no lo supe hasta aquel día, pero era sencillamente eso lo que había estado esperando todo este tiempo, nada de médicos, ni pastillas; sólo amor. Y durante dos años lo había tenido en la puerta de mi casa (nunca mejor dicho) y no me había dado ni cuenta. Cómo se podía ser tan tonta, cómo tan ciega y no ver nada. Pero ahora que lo había encontrado, me dije que no lo dejaría escapar. Mi tiempo era demasiado precioso como para desperdiciarlo, me juré a mi misma aquel día bajo el mar que en ese momento empezaba una etapa. Había acabado trágicamente una vida pasada, llena de alegrías y pocas tristezas, en la que fui muy feliz y de la que guardaría los mejores momentos, y ahora mismo estaba empezando una nueva, no sabía si iba a ser a su lado o no, pero de lo que si estaba segura es la que ahora empezaba la iba a aprovechar al máximo. La vida es algo muy frágil y hay que vivirla intensamente. Todos estos pensamientos me vinieron en tres minutos, los que se necesitan en la parada de descompresión, y en los que él no apartaba su mirada de la mía. Su regulador era más pequeño que el mío y podía ver una sonrisa dibujada en sus labios. Cuando por fin nos encontramos en la superficie, ya no sonreía y me ayudó a subir al barco, donde nos encontramos con el resto del grupo. Nadie había visto nada y supongo que, aunque sospecharan que algo había entre nosotros dos, no se atrevieron a decir nada. Una vez arriba empezamos a comentar la inmersión y lo que nos había parecido a cada uno. Yo lo miraba como una colegiala, con una sonrisa estúpida en la cara. Es que es mi primera vez tras dos años de parón y con el agua tan clara ha sido muy emocionante, contesté yo intentando justificar mi mirada. Ya, claro, eso dicen todas, me respondió el patrón del barco, muy amigo suyo, por cierto.Ya en el centro de buceo y después de la rutina de quitarnos el traje, mojar todos los instrumentos en agua dulce y ducharnos, nos sentamos en la terraza a tomar una cerveza, momento éste que es uno más de dicha rutina. Fue él quien empezó a hablar, No me avergüenzo de estar contigo ni mucho menos, pero soy incapaz de demostrar mis sentimientos en público, especialmente cuando estoy enamorado porque me siento como un estúpido, pero en privado soy muy romántico. No dijimos nada más porque después apareció el grupo de buceadores y se unieron a nosotros. De vez en cuando nos cruzábamos unas miradas y alguna sonrisa, pero nada más. Por la tarde algunos hicieron una inmersión más y él se apuntó, pero yo me quedé para poder pasear por la orilla y mirar al horizonte. Siempre me ha gustado mirar al mar, sin ver nada, sólo el infinito y oír cómo mecen las olas. Aproveché para despedirme de mi marido aquella tarde. Hasta entonces todavía seguía pensando que podía aparecer por la puerta en cualquier momento, era por eso que aún mantenía algunas de sus cosas intactas. La mesa del ordenador, por ejemplo, estaba como la había dejado antes de marcharse para siempre. Pero esa tarde, sentada en una roca, intenté explicarle todo lo que había sentido por la mañana bajo el agua, aunque fue difícil. ¿Cómo se despide una de su otra mitad? ¿Es eso posible? Yo había tardado dos años en hacerlo y todavía me parecía increíble. Pero lo tenía que conseguir, así que empecé diciéndole lo mismo que había pensado bajo el agua por la mañana, que jamás olvidaría mi vida a su lado, que guardaría los momentos más especiales en mi pensamiento para siempre. El mar se había llevado lo que más había querido, pero ahora me ofrecía una segunda oportunidad. Aún hoy no se si fui o no muy convincente, pero hice lo que pude durante las tres horas que estuve allí. Supongo que lo importante en esos momentos era que me convenciera a mi misma de estar haciendo lo correcto, pero para eso sólo tenía que volver a recordar los momentos que había vivido esa misma mañana en el mar. Lo siguiente que hice, y lo más duro, fue quitarme la alianza del dedo y guardarla en un bolsillo. Pensé en tirarla al mar y que quedara en el fondo, pero por aquella zona hay muchos buceadores que podrían cogerlo y, para que lo tuviera un extraño, prefería guardármelo yo. Desde que practico el submarinismo lo de tirar cosas al fondo del mar para que permanezcan allí, como una idea romántica, es algo que no he vuelto a hacer. Tuve la sensación de tener desnudo el dedo, de que me faltaba algo durante toda la tarde, pero tendría que acostumbrarme por mucho que me costara. Por supuesto, cuando él me vio se percató de que me faltaba el anillo (¿había algo de lo que no se diera cuenta?), me apretó con fuerza la mano y me susurró al oído Eres muy valiente, estoy orgulloso de ti. Yo le contesté con una sonrisa, pero con los ojos aún un poco llorosos. Aquella noche me preparó una cena sorpresa en la habitación del hotel, con velas y rosas. Yo no podía creerlo, así que era verdad: era un romántico empedernido. Tras la primera inmersión que hicimos juntos en el mar, en una barbacoa tuvimos los típicos juegos de grupo y alguien se dedicó a preguntar a cada uno de nosotros cómo nos gustaría que nos conquistaran y yo respondí que de la forma tradicional: cena con velas y flores a la luz de la luna. Y así fue como me conquistó por segunda vez, lo que yo no sabía todavía es que quedara una tercera aún por llegar. Tardamos mucho en cenar, él porque hablaba bastante y yo porque tenía miedo de ir a la cama. Ninguno de los dos queríamos forzar la situación, pero ambos sabíamos que este momento tenía que llegar tarde o temprano. Por lo que empezamos como suelen comenzar estas cosas, con los labios pegados y besándonos hasta llegar a la cama, donde nos desnudamos mutuamente sin parar de besarnos. Yo era consciente de mis necesidades: desde lo de mi marido no había estado con hombre alguno, pero lo que no sabía es que él llevaba aún más tiempo que yo sin hacer el amor. Aunque yo deseaba que esto ocurriera, no pude continuar y le pedí perdón. Creí que se enfadaría, pero fue todo lo contrario. Me dijo que entendía que necesitaba tiempo y que él sabría esperar, lo había hecho durante dos años y podría esperar algo más. Me puse la camiseta y me tumbé mirando hacia la pared, comenzando a llorar de nuevo.Al día siguiente aún nos quedaban dos inmersiones más por realizar. Antes de que pudiera darme cuenta, ya estábamos en el agua de nuevo. Comenzamos a bajar, lentamente, y en un momento ya estábamos de rodillas en el fondo. Esta vez íbamos en grupo y nos meteríamos dentro de una cueva. Yo me guiaba por la linterna de él y procuraba no perderle de vista. Delante de nosotros avanzaban las dos parejas de buceadores que iban con nosotros. La cueva era lo bastante grande para que pudiéramos entrar los seis y además tenía una especie de cúpula por lo que podías quitarte el regulador y respirar aire puro. Justo en la mitad de la boca de entrada señaló algo con el dedo. Un pez, pensé, pero no, era una concha espectacular, casi de mentira de tan perfecta que era. Hizo señas para que la cogiera con mis manos, pero le indiqué que no, siempre he preferido dejar el fondo tal y como me lo he encontrado. Pero ante su insistencia, decidí cogerla. Miré sus manos y me decían que lo abriera, volví a negar con la cabeza, pero él me lo repetía una y otra vez. Lo abrí y entonces vi la cosa más romántica que nadie había hecho por mí: dentro había un anillo con un diamante incrustado. De la sorpresa, se me cayó el regulador y durante unos momentos tragué agua salada hasta que él me colocó de nuevo el aparato en la boca y continuamos hacia la cueva. Subimos a la superficie e inmediatamente me abalancé sobre él para comérmelo a besos. Los otros cuatro compañeros que descansaban sobre una roca comenzaron a aplaudir y a silbar con todas sus fuerzas, mientras nosotros flotábamos en el agua unidos en un abrazo. ¿No te daba vergüenza demostrar tus sentimientos en público?, le dije, Acabas de tirar tu imagen de macho ibérico y ligón por los suelos. No me contestó. Cuando nos acercamos a las rocas con los demás pude admirar la belleza de la cueva, se estaba bien allí. Los otros cuatro buceadores nos dieron la enhorabuena y nos dijeron que nos dejaban solos unos minutos para que pudiéramos hablar. Se sumergieron y cuando empezamos a ver sus burbujas subir a la superficie, me preguntó ¿Si o no? Puedes tomarte el tiempo que necesites, tampoco es necesario que me contestes ni negativa ni positivamente, con que aceptes el anillo y estés a mi lado, todo irá bien. Como no paraba de hablar le besé y le dije que aceptaba el anillo pero era un poco pronto para pensar en tener una relación más seria. Por ahora podríamos continuar así un tiempo, pero pensar en el futuro me daba miedo. Vale, me dijo, pero no me hagas devolver el anillo que me ha costado mucho ir a comprarlo y convencer a estos para que lo guardaran en la concha, la colocaran aquí… Volvía a hablar sin parar. Así que cuando está nervioso, habla más de lo que acostumbra, pensé. Creo que ya va siendo hora de que volvamos, ¿no crees? Nos metimos nuevamente en el agua y, antes de subir al barco, nos entretuvimos de nuevo con los peces. En esa zona del Mediterráneo se pueden ver congrios, nudibranquios, estrellas de mar y, uno de los peces que más gusta a los buceadores, la morena. Aquel día vimos al menos tres, creo que diferentes, pero no podría confirmarlo. Para mi es el pez más feo del mar, pero su visión es espectacular. En las inmersiones posteriores decidí comprar una cámara de fotos y los días en los que la visión es buena, bajo con ella al fondo y tomo unas instantáneas espectaculares, pero también las hay donde aparecemos alguno de los dos y, claro, la foto se estropea…Por la tarde teníamos que regresar a Madrid. Ese es generalmente el trago más amargo, pero, inevitablemente, hay que volver a la cruda realidad de la rutina diaria: la casa, el trabajo, los atascos… en fin, que hasta el mes siguiente no volveríamos a vivir algo así. Como digo, la despedida del mar, de los compañeros, del centro de buceo es lo peor del viaje, así que durante el mismo paramos en un restaurante de carretera a comer y de esta manera alargarlo lo más posible. Una vez en Madrid, le pregunté si quería subir a casa. Como vi que dudaba me apresuré a decirle que así me ayudaría a colgar el traje para que se secara bien, Es que pesa mucho, le expliqué. De acuerdo, pero me voy rápido que tengo que secar el mío también. Nos quedamos hasta la una de la madrugada bebiendo vino. Mañana no me voy a poder levantar, le dije. Pues no te levantes, no vayas a trabajar. Ya me gustaría, ya. Nos despedimos y quedamos en vernos entre semana.Me quedé una hora más en la cama pensando en lo que había sucedido el fin de semana, con el olor del neopreno impregnando toda la casa y mirando el anillo que llevaba en mi dedo.
El que me había quitado en el mar lo tenía metido en su caja original, la misma que había comprado hacía ahora seis años. De repente me surgieron las dudas: esto que iba a hacer ¿era lo correcto? ¿Y si me equivocaba con él? Apenas lo conocía, unas cuantas conversaciones anteriores sin importancia, pero en realidad no sabía nada de su vida, ni si tenía hermanos, no habíamos hablado de su hijo, ni de su ex… Mucho me temía que el lunes se me iba a hacer muy largo, por lo que me forcé a dormir.A la hora de comer del día siguiente se presentó en mi oficina a buscarme. Comprobó que llevaba el anillo y me dijo:
- He tenido una idea esta noche: vayamos a vivir a Murcia, dejemos esta vida de Madrid tan aburrida, empecemos desde cero. Trabajaremos en un centro de buceo, primero tienes que hacer el curso de instructor, claro está.
Yo sabía que ésa era su ilusión desde hacía unos años: dejar la ciudad y trabajar en la Costa, dedicarse a este deporte que puede llegar a convertirse en obsesión. Siempre me ha costado tomar decisiones arriesgadas en mi vida; he preferido recapacitar sobre las situaciones que he vivido, pero aquel día, delante de un hombre tan convencido como él, le dije que si, que dejaría todo para seguirle hasta el fin del mundo; que es lo que he deseado desde aquel día que crucé el umbral de la puerta y fui a verle a la tienda; que por eso entré; que estoy convencida, ahora lo se, de haber hecho el curso de buceo para pasar el resto de mi vida con él.


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