martes, 21 de julio de 2009

35. ME SIENTE BAJO EL MAR.

“La verdadera amistad llega cuando
el silencio entre dos parece ameno.”
Erasmo de Rotterdam.

Aunque ha pasado mucho tiempo aun recuerdo claramente el día que llegamos al pueblo. Mamá estaba destrozada por la muerte de mi padre y yo me sentía terriblemente sola. La verdad es que el lugar era encantador, con sus casas pintadas de blanco y las flores de colores dando vida y alegría. Nuestra casita era pequeña y acogedora, con un bonito jardín en el que vivía un hermoso magnolio. El aire de la tarde traía hasta nosotras el fresco aroma del mar, pero yo me sentía triste y melancólica pues todo aquello hacía que aun fuese más evidente la ausencia de mi padre. Recuerdo nítidamente que era verano, le estación de las cerezas y del sol y yo tenía la esperanza de hacer amigos con quienes compartir las largas tardes mientras mi madre trabajaba.

Intenté reiteradamente acercarme a los niños del pueblo mientras ellos jugaban en las aceras o en el bonito parque con sus enredaderas y el olor a azahar, pero ellos correteaban distraídos riéndose mientras el sol jugueteaba en su pelo y no parecían darse cuenta de que yo estaba allí. No miraban ni una sola vez en mi dirección, me sentía invisible y con una gran necesidad de hablar con alguien. En casa las cosas iban de mal en peor y mi madre no quería hablar conmigo, bueno, ni conmigo ni con nadie, se pasaba el día llorando o sentada bajo el magnolio con la mirada perdida. Yo había adquirido la costumbre de acercarme a pasear por la playa al atardecer. A esas horas la gente ya se había ido y el envolvente sonido del mar hacía que me olvidara momentáneamente de mis problemas, me transportaba a otros tiempos más felices. Era mi sitio secreto, mi remanso de paz y mi pequeño consuelo. Aquel día me había sentado cerca de la orilla y me entretenía con el ir y venir de las olas. Mi mente vagaba distraída por un mundo feliz, lleno de risas, un mundo donde yo tuviera cabida y donde me sintiera parte de él, donde yo fuera importante. Mientras mis pensamientos me absorbían por completo alguien se sentó a mi lado. Cuando volví la cabeza vi que era un niño que tendría más o menos mi edad. Pude ver que su rostro sereno reflejaba una honda pena, algo que solo los que habíamos vivido una gran tragedia podíamos captar.
Permanecimos en silencio mucho tiempo hasta que por fin me miró y me dijo que me había visto en el parque. Yo le dije que no le había visto, a lo cual él me contestó que eso se debía sin duda a que estaba concentrada observando a los niños del pueblo. Empezamos a charlar y me contó que él tampoco jugaba con esos muchachos, que entre ellos existía algún tipo de grupo al que nosotros no pertenecíamos y decidimos que el día siguiente iríamos a jugar juntos. Esa noche yo no estuve tan triste a pesar de que escuché el llanto de mi madre durante horas.
A la mañana siguiente, bien temprano, acudí a mi encuentro con mi nuevo amigo. Cuando llegué ya me estaba esperando apoyado en un árbol. Durante unos minutos estuvimos decidiendo lo que íbamos a hacer, y tras largas deliberaciones acordamos ir al puerto. Nada más llegar me invadió el aroma característico de esos lugares, esa mezcla de olor a aceite, grasa y mar, una amalgama que me hacía sentirme bien. Durante un buen rato estuvimos observando a los pescadores que salían a faenar, y luego nos pusimos a observar a Dimas, un viejo de la localidad que decían que había sobrevivido a tres naufragios y que pasaba sus últimos años pescando en el puerto y haciendo figuritas con madera y red que luego vendía a los turistas. La mañana pasó tan rápido como un suspiro y decidimos que por la tarde volveríamos. Cumplimos lo acordado y pasamos la tarde observando la vida del puerto. A última hora regresaron los barcos y era maravilloso ver a las gaviotas, todas seguían la estela dejada por las lanchas a la espera de alguna ración de pescado, volaban formando una interminable hilera de color blanco con pinceladas grises. Cuando los marineros descargaban su pesca y tiraban algún trozo inservible al agua se lanzaban en picado y volvían a emerger triunfantes. Sus chillidos llenaban el lugar y yo me sentía absolutamente feliz entre ese coro de sonidos y el maravilloso olor amalgamado que reinaba en el ambiente. A partir de ese día empezamos a hacer cosas divertidas. Un día íbamos a la playa, otro día buscábamos un rincón tranquilo en el parque y jugábamos a las adivinanzas o a inventar historias.
De vez en cuando nos escapábamos hasta las ruinas romanas que había en la montaña y muchas tardes íbamos a ver como Dimas tallaba sus figuritas y como las gaviotas seguían a las lanchas. Poco a poco empecé a conocer mejor a mi amigo. Se llamaba Adrián y vivía a solo dos casas de la mía. Su madre también trabajaba y él estaba siempre solo, como me ocurría a mí desde que nos habíamos mudado tras la muerte de papá. De todo lo que hacíamos lo que más nos gustaba era bucear. Mi amigo tenía un equipo y yo había encontrado el de papá. Mamá lo había dejado en el desván cubierto por muchos otros recuerdos y yo decidí rescatarlo. Era una sensación maravillosa sentir que sobre ti estaba toda la inmensidad del océano. Me gustaba acercarme a los peces y quedarme muy quieta para que se acostumbraran a mi presencia. Siempre íbamos en los momentos en que no había nadie en la playa y así sabíamos que no nos molestarían. Adrián era un buceador experto y conocía los nombres de todos los peces. Poco a poco yo también los fui aprendiendo y cuando estaba bajo el agua me invadía una sensación de paz que ya no creía posible poder encontrar.
El verano había cambiado de color desde que había conocido a Adrián pero en mi corazón tenía guardado bastante rencor, no podía soportar que mi madre me ignorase así. Recuerdo un atardecer en la playa, estábamos sentados en el sitio donde nos habíamos conocido y Adrián me contaba que le pasaba igual que a mí. Su madre ya no hablaba con él y estaba todo el día fuera, aunque cuando estaba en casa era casi peor ya que estaba tan triste que ni le miraba ni hablaba. No sabíamos como afrontarlo pero la situación tenía que cambiar.
Entre el puerto, la playa y el parque pasó el verano. Una tarde estábamos sentados en la escalinata de entrada de una casa abandonada cuando vimos venir a mi madre caminando con Juan, su médico. Adrián me enseñó a una mujer que venía justo enfrente y me dijo que era su madre. Al llegar más o menos a nuestra altura se cruzaron y el doctor saludó a la madre de Adrián y le dijo que tenía que hablar con ella. Le explicó que tenía que conocer a su paciente (se refería a mi madre), porque estaban en la misma situación. Ella también había perdido a un familiar recientemente, a lo que mi madre contestó que en su caso no había sido un familiar, habían sido dos, y que nunca podría vivir feliz sabiendo que ese día su hija no tendría que haber ido en coche, si no hubiesen perdido el autobús su padre no habría necesitado acercarla al colegio y ambos estarían vivos, a lo que la madre de Adrián respondió que ella no podía perdonarse por permitirle ir al puerto, pues al caer al agua se había golpeado la cabeza contra un barco y se había ahogado ya que tardaron unos instantes en darse cuenta de lo que había sucedido y cuando lo sacaron ya era demasiado tarde. Era algo inexplicable porque su hijo era el mejor buceador del pueblo. En ese mismo instante todo mi mundo empezó a girar y las palabras y los movimientos transcurrían como a cámara lenta. Ahora sé que a Adrián le sucedió lo mismo, recibir de golpe la realidad supone una sacudida que es muy difícil describir. Me negaba a entender, yo no podía estar muerta, el muerto era Papá, había fallecido en el accidente pero yo estaba allí con mi madre y con Adrián, y cada día hacíamos cosas distintas. Adrián echó a correr y no lo volví a ver hasta el día siguiente. Me contó que no recordaba su muerte, jamás notó nada excepto la falta de comunicación con su madre. No sabíamos que hacer así que decidimos seguir como lo habíamos hecho hasta entonces. Ahora ya no estamos tan solos pues Dimas está con nosotros cuando vamos al puerto y por las tardes, en el parque, vemos jugar bajo el azahar a los hijos de los niños que observábamos aquel verano. Lo que más nos gusta es bucear, y además, hemos descubierto que no necesitamos el equipo, podemos hacerlo sin ayuda de ninguna bombona. Mi madre sigue llorando de vez en cuando, pero sus ojos me dicen que es un poquito más feliz, sobre todo porque se ha apuntado a una terapia para superar las pérdidas familiares y ha aprendido a bucear. Muchas veces, en la quietud de la tarde, mientras mira algún pez de colores yo la miro a ella, y sé que siente que estoy cerca. Le ha dicho a su terapeuta que le gusta bucear porque sabe que está más cerca de mí. Después de todo hemos podido encontrar un poco de felicidad dentro de nuestra tragedia. Y todo gracias a Adrián.

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