miércoles, 30 de septiembre de 2009

51. UN, DOS, TRES, INMERSIÓN.

Al grito de agua, todo tu cuerpo desciende al unísono hasta que el chapoteo de tus pies al chocar con el agua te hace despertar.
Ya estás ahí, esperando al resto de tus compañeros para proceder a la inminente marcha al fondo de los océanos.
Con el único hilo de vida que te conecta con la realidad observable, te agarras al cable del ancla y vas bajando hacía un mundo totalmente desconocido, en el que las leyes de supervivencia que has aprendido en tu caminar por la vida ya no funcionan.
Pendiente de que tu carga de oxígeno no termine, pendiente de que tu chaleco tenga el inflado perfecto, pendiente de no perder a tus compañeros y tratando de aletear a su ritmo, te dejas llevar por la infinitud de las corrientes marinas.
Algo parece vislumbrarse, pero el agua, no es cristalina, y la ausencia de luz, dificulta la total atención en aquel objeto de grandes dimensiones enterrado bajo las arenas.
Una mezcla de emoción, curiosidad y miedo hacen que el palpitar de tu corazón se haga cada vez más fuerte.
Quieres verlo, acercarte, tocarlo, permanecer quieto y saber todo y cuanto te gustaría de aquel objeto. ¡ Un barco hundido!
Preguntas como ¿ a quien perteneció?, ¿de que época es?, ¿ donde se dirigía?, ¿porqué se hundió?, etc.. se agolpan en tu cabeza. No tienes mucho tiempo, y la visibilidad y los extractos de algas y otras especies que han anidado en su superficie con el paso del tiempo, impiden que te hagas una idea clara de cómo era en realidad aquel barco hundido.
Tras la esperanza de poder ver algo más de lo que en principio te permiten, hay que continuar con la expedición, y mirando atrás, aquel tesoro, aquella historia anclada bajo el mar, queda de nuevo en perpetuo silencio, a la espera de que otro grupo de curiosos, descienda a las profundidades marinas y de nuevo reciba su visita.
Pero si continuamos aleteando, podemos observar que la vida bajo del mar es una auténtica alegoría al buen gusto y a la exquisitez de una organización social marcada por las idas y venidas de diferentes especies, que conviven en aquel medio, respetándolo, nutriéndose de sus bienes y jugando al despiste de cuantos intrusos intenten aproximarse a sus escondites.
Sí queridos amigos, os hablo de los peces, tan variados y de tantos colores, formas y tamaños. Algunos, te miran y continúan su camino, como el que te cruzas en el metro una mañana de invierno. Otros, juguetones, siguen tu estela, y como modo de supervivencia, siguen tus movimientos, ya que de este modo evitan ser capturados o devorados por otros de mayor tamaño.
Los hay dormilones, que si te acercas, permanecen quietos, aparentando que la cosa no va con ellos.
Al hablaros de toda esta sociedad submarina, tenemos otra especie graciosísima, que hace las delicias de cualquier buceador. Si, os hablo de los pulpos.
Algunos se esconden entre las rocas, rodeados de conchas, esperando que te desaparezcas, para continuar su trayecto. Si te acercas a ellos, comienzan a hacerse un ovillo, te miran, desconfiados, y se esconden todavía más. Es maravilloso observarlos y hoy es el día, que todavía se me eriza el cuerpo, cuando tras de mí, veo, que un intrépido cazador, cargado con su arpón metálico, anda a la búsqueda se estos pequeñuelos submarinos. Pensareis que soy demasiado tierna, pero observarlos bajo el agua, me ha hecho comprenderlos y respetarlos.
Todavía recuerdo, cuando a más de veinte metros de profundidad, dos pulpos, escondidos tras una gran roca, hacían lo que cualquier pareja recién casada. En verdad, señores buceadores, ellos, los habitantes de los fondos marinos, también tienen una vida social activa, y creo que no es justo adueñarse de todo lo que nos rodea, como grandes hombres y señores que se siente los seres humanos allá donde van.
Si continuamos por el recorrido marino, encontramos muchas especies más, cada una con su ritmo de vida y su adaptación al medio.
El hombre con su inconmensurable sabiduría, ha conseguido durante largo tiempo, encontrar la fórmula de poder observar de cerca el medio marino, tan desconocido para todavía gran parte de la población mundial. En cambio, en vez de respetar lo que allí encuentra y a los seres que lo habitan, se empeña, una y otra vez en adueñarse de todo.
Me encantaría que muchos, llegarais a entender la importancia de respetar todos los lugares que pisamos y visitamos, por qué si cada uno de los buzos que a diario se sumergen en nuestras aguas, se llevara un pulpo, o un trozo del barco hundido del que os hable al principio, seguramente, cuando otro buzo que quisiera experimentar los mismo que nosotros, ya no podría. ¿Sabéis porque?, porque desgraciadamente, y con autoridad cero, le habremos robado una parte de algo que a él también le pertenece.
El mar, el fantástico mar, es por sí mismo, uno de nuestros más grandes tesoros, pero no es mío, ni tuyo, sino de todos. Respetarlo a él, es respetarnos a nosotros mismos y a nuestros semejantes.
Dejad que la próxima vez que me sumerja, pueda observar, aquello que vosotros también habéis observado. Así juntos aprenderemos todas y tantas cosas que todavía nos quedan por investigar en el largo caminar de nuestras vidas.
Y para finalizar, os animo a todos y cada uno de vosotros que no dudéis en experimentar bajo vuestra piel, lo que significa sumergirse, observar y deleitarse con todos los misterios fascinantes que todavía hoy podemos encontrar en el fondo de nuestros mares y océanos.
Maravillaos queridos amigos con la creación y la evolución, y no olvidéis que la evolución y el progreso son igual a conocimiento y que este no es posible, si cada uno de nosotros nos lo llevamos a casa cual trofeo en una vitrina.
Sentir el mar, conocerlo y amarlo. Esto sin duda será vuestra mayor satisfacción.

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50. RESPIRAR

Respirar era lo más importante. De hecho, lo único importante Y, al menos, de momento continuaba respirando. Envuelto en las tinieblas, desorientado y sin saber de cuánto tiempo disponía, debía tratar de tranquilizarse y empezar a pensar.
Su vida dependía de ello.
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El sol languidecía tras el horizonte y el cielo iba dejando entrever las primeras estrellas en una atmósfera limpia y sin nubes en la que ya brillaba el cuarto menguante. La temperatura del aíre había descendido un par de grados y una suave brisa apenas ondulaba la superficie del mar. La inmersión comenzaba con su habitual rutina, un minucioso preparativo del equipo de buceo en la penumbra del claro de luna.
Se enfundó el traje de neopreno sin prisa, disfrutando de la quietud nocturna de la bahía. La respiración del mar, ese rítmico murmullo del oleaje al romper contra la costa, le arrullaba con su aliento de espuma y salitre. Le gustaba bucear solo, y ahora más que nunca necesitaba estar solo. A pesar de que las normas de seguridad en el buceo insistían en que nunca se debe bucear en solitario.
Sumergirse en el mar tras el ocaso puede llegar a ser una experiencia casi mística. Uno se funde con el negro firmamento subacuático tachonado de plancton bioluminiscente donde sólo parece existir lo que el haz de la linterna araña a la penumbra del lecho marino. El resto del cosmos puede resumirse en colosal agujero negro del que tan sólo escapa el incesante rumor del océano que envuelve al buceador, acunándole con sus mil voces.
A los diecisiete metros de profundidad tocó fondo junto al farallón rocoso de la cala en la que se había sumergido. Era la segunda vez que buceaba en aquel paraje, y sabía que no era demasiado profundo y que el oleaje no batía con fuerza contra el irregular acantilado de piedra caliza. Su plan era sencillo, iniciar la inmersión con la pared de roca a mano izquierda y antes de que la presión del aire en su botella llegase a la mitad dar media vuelta y deshacer el camino navegado con la pared a mano derecha.
Pero en realidad lo único que deseaba era zambullirse en las negras aguas de la bahía y dejar atrás el mundo de la superficie. Olvidarse de todo, escuchando su propia respiración, el siseo del aire saliendo del regulador a su boca y el borboteo de su aliento resbalando por sus mejillas de regreso a la superficie. Bajo el agua, la respiración adquiría la consistencia rítmica de un mantra vital, que llegaba a dislocar su mente de la vida tierra adentro.
Pero no esta noche.
Los crinoideos habían salido por docenas de sus madrigueras diurnas y danzaban con sus incontables brazos en busca de las partículas de alimento en suspensión, oponiéndose a la suave corriente del fondo. Un par de sepias, se comunicaban entre sí con destellos azulados mientras no perdían de vista al buceador con sus enormes ojos de pupila en W. Pero su mente estaba muy lejos de allí. Continuaba anclada en aquella amarga tarde de hacía poco menos de un mes. En su apartamento patas arriba, en el armario revuelto, los cajones vacíos, y la nota manuscrita pegada con un imán en la puerta de la nevera.
Una escueta despedida tras poco más de cuatro años de convivencia, y en la que Sofía justificaba, además, el haberse llevado a Miss Lorelei, la gata tricolor que encontraron, la misma semana que comenzaron a vivir juntos, en un contenedor de basura cuando era una cría recién nacida. Sofía siempre decía que aquella gatita era la encarnación viviente de su relación. Y parecía ser cierto, después de todo. Lorelei llevaba tristona una buena temporada, sin apetito apenas y llenando el sofá de pelo. Más que la nota de la nevera, o los cajones vacíos o revueltos, era la ausencia de la gata lo que terminó por convencerle de que aquello se había acabado.
Las cosas en la vida son así, empiezan y acaban. Pero él aún no estaba preparado para que lo suyo con Sofía terminase. Ni siquiera tras la última discusión en la que ella le dijo que ya no aguantaba más, que se estaba asfixiando y que tenía que salir de allí. No la creyó. Sofía nunca había sabido aguantar la respiración, por eso nunca quiso aprender a bucear. Y en la vida, a veces, uno también ha de saber contener la respiración, precisamente para no asfixiarse. ¿No es cierto?
Hacía ya casi un mes de todo aquello. Cuatro semanas en las que además de un par de inevitables borracheras y de una lamentable espantada de un club de alterne -al que le llevaron casi a rastras unos de esa clase de amigos-, se había dedicado a buscar cualquier rastro de Sofía en el naufragio en que se había convertido su apartamento, o quizá su propia vida. La buscaba en cada escorzo femenino a la vuelta de cualquier esquina, tras el timbre del teléfono, o tras el velo de sus ojos cerrados en las innumerables noches de insomnio. Pero ella ya no estaba. Y ahora era él quien sentía la opresión en su pecho, una opresiva asfixia que se resistía a abandonarle y que atenazaba su garganta.
Por eso decidió buscar refugio en el fondo del mar. Allí, todo es extraordinariamente sencillo, tal y como sentenció con pompa su instructor militar de buceo en una de las primeras clases de teoría del curso. “Bajo el agua, la vida se rige por las leyes físicas de la hidrostática y por la ecuación general de los gases ideales. Las cumples y vives, las infringes y seguramente morirás. Hermoso de puro simple. No digáis que no. Ahora la pregunta es ésta: ¿estáis dispuestos a morir o bien preferiréis seguir con vida?”
Sin duda, el buceo más especial es el buceo a gran profundidad, casi en el límite al que pueden penetrar los rayos del sol. En esa indescriptible penumbra de tintes ocres donde el buceador se encuentra de frente, más allá de su miedo, con su propia alma. Allí abajo uno se ve a sí mismo y se interroga, ¿por qué?, ¿hasta dónde?, ¿hasta cuándo? Y únicamente si es capaz de resolver el misterio de aquellos tres acertijos podrá regresar con vida y memoria a la superficie para contarlo, una vez más. Él solo, sólo él, renacido, con el alma pura y la mente despejada de cualquier sombra de duda o de temor.
Pero a falta de eso, el buceo nocturno es una buena alternativa. Una especie de refresco light que casi, casi, sabe igual que el original, y que habitualmente produce unas sensaciones similares, en especial para aquellos que jamás se han adentrado en las tripas de algún pecio profundo y de siniestro contorno, en la gruta de hielo de un lago glaciar, o por las galerías calcáreas de un cenote.
El ordenador de buceo indicaba que ya habían transcurrido treinta y cuatro minutos de inmersión. Se había distraído arrastrado a la deriva por sus pensamientos y había perdido la noción del tiempo. Hacía rato que debería haber iniciado el regreso. Con la linterna hizo un barrido a su alrededor mientras aleteaba para girar sobre sí mismo. De pronto, el haz de luz reveló a un par de metros otra pared de roca. ¿Se había adentrado en un cañón submarino? Cualquier cosa era posible, tan absorto había estado en sus preocupaciones que bien podía haber penetrado en una grieta del irregular paisaje calcáreo del fondo. Pero lo que el haz de su linterna descubrió a continuación, mientras trataba de orientarse, le hizo saber que se encontraba en apuros. En verdaderos apuros.
Sobre su cabeza se cernía un techo de roca, con el lóbrego aspecto de la losa de un gigantesco sarcófago. Se encontraba atrapado en el interior de una gruta submarina en la que no sabía cuándo había entrado, y por lo tanto no tenía ni la menor idea de a qué distancia se encontraba de la salida. A su izquierda un enorme congrio le observaba desde una grieta con ojos redondos e inexpresivos. Ignorando al animal, iluminó sucesivamente ambos extremos tratando de ver algo que le indicase el principio o el fin de la galería y el regreso a mar abierto. En ambos casos la respuesta fue idéntica: el haz de luz se perdía en la negrura de un recodo rocoso tapizado de esponjas incrustantes anaranjadas. La escasez de vida en las paredes de la galería parecía confirmarle que se encontraba lejos de la luz que durante el día se cuela desde el mar abierto. En otras palabras, lejos de la salida.
Los buceadores de cuevas saben que sólo hay un entorno de buceo más comprometido que una cueva, y ése es una cueva en la que no sabes tu posición o en qué dirección se encuentra la boca de entrada. Por eso, siempre entran en ellas con un hilo guía, que denominan por un buen motivo hilo de Ariadna, y que como a Teseo les une físicamente a la entrada de la cueva subacuática. Sin hilo guía, y con buena parte del aire de la botella consumido, el pánico – el principal peligro de la profundidades - parecía acechar como el temible minotauro tras cada sombra que el foco de la linterna arrancaba de las paredes de la cueva.
Su corazón comenzó a latir desbocado dentro de su caja torácica, y un escalofrío pareció congelar el agua de su espalda dentro del traje de neopreno. Sin previo aviso, el asa del foco subacuático se le escurrió de los dedos agarrotados. La linterna golpeó contra el fondo, levantando el sedimento como una explosión volcánica a cámara lenta. Parpadeó un par de veces y todo quedó a oscuras.
Bajo el agua, la oscuridad no tiene la textura evanescente de la superficie. Ahí abajo, las tinieblas tienen la consistencia pegajosa de la brea, y se agarra a la máscara de buceo, al neopreno y a cada poro de la piel con morbosa tenacidad. Penetra en el torrente sanguíneo como la tinta china, rellenando las entrañas, colmando los globos oculares y el propio entendimiento, hasta dejar a su víctima sometida a la más claustrofóbica indefensión. Es un pánico primigenio, que supura desde la médula espinal con desgarro. Así es la oscuridad en las profundidades marinas, y nadie que la haya experimentado aunque sea unos instantes, es capaz de llegar a olvidarla.
Los latidos del corazón retumbaban en sus sienes y en su garganta, y parecían querer huir de su pecho haciéndolo estallar. A tientas, escarbó febrilmente en el lodo del fondo hasta dar con la linterna. Pero no había nada que hacer. Estaba muerta, el filamento de la bombilla halógena se debía de haber partido con el impacto. En su muñeca apenas podía adivinar el difuso resplandor de la pantalla fosforescente del ordenador de buceo, a través del fango que enturbiaba el agua. Ya ni siquiera podía leer los parámetros de inmersión ni saber la presión del aire comprimido de la botella. Estaba absolutamente perdido a su suerte.
La única certeza parecía reducirse a la muerte. Moriría ahogado, y temía que ocurriese en cuestión de minutos, pues su respiración agitada no era de ninguna ayuda. Había leído sobre ello y, aunque era lo que menos deseaba, su cerebro se empeñaba en recordar aquellas lecturas con la indiferencia propia de un informe forense.
Cuando el agua penetra en las vías respiratorias la epiglotis se cierra para proteger los pulmones. Esto se denomina apnea refleja, tan persistente a veces que puede impedir la respiración del ahogado incluso aunque tenga la cabeza fuera del agua. Es esta apnea junto a la eventual presencia de agua en los pulmones lo que provoca un edema pulmonar traumático, que mantiene el déficit de oxígeno en el sistema respiratorio e interfiere en el intercambio gaseoso de los alvéolos pulmonares. Esto causa la disminución anormal del oxígeno en la sangre arterial. En un par de minutos, la falta de oxígeno se traslada a todos los órganos del cuerpo, especialmente al tejido neuronal, provocando su colapso y, en pocos instantes, la muerte.
Permanecía inmóvil en medio de la opresiva oscuridad. No. Lo cierto era que se había quedado absolutamente petrificado. Un nuevo escalofrío le paralizó. Y tuvo que contener un golpe de nausea que le amenazaba con llenar de vómito su regulador. Había perdido cualquier punto de referencia, y debía tratar por todos los medios de serenarse y pensar. Después de respirar, lo más importante era pensar con lucidez, y no dejarse llevar por el pánico, que acechaba agazapado al final de cada pensamiento, de cada inspiración, de cada estímulo que llegaba a su cerebro.
Privado de la vista, decidió cerrar los ojos y concentrarse en sus demás sentidos. Debía reconstruir sus últimos movimientos antes de quedarse a oscuras para tratar de averiguar su posición en el interior de la galería. El corazón continuaba latiéndole en las sienes y en la garganta. Sabía que si tomaba la dirección equivocada, se adentraría más y más en la caverna del acantilado calcáreo alejándose de la salida, hasta agotar su reserva de aire y encontrarse frente a frente con los ojos del minotauro.
Debía tranquilizarse y tratar de recordar. Pero, sobre todo, debía convencerse de que mientras siguiese respirando le quedaban esperanzas de dar con la salida de aquel laberinto, antes de que fuese demasiado tarde. Inspiró profundamente mientras sus pensamientos se ordenaban en su mente. Si no estaba equivocado, a sus espaldas estaba la pared que le había cerrado el paso transformando su inmersión en aquel infierno. Y, por lo tanto, frente a él se encontraba la pared que había sido su referencia durante la inmersión. Ése era su objetivo.
Alargó la mano cuanto pudo. Nada. Se estiró un poco más. Sus dedos continuaban arañando el vacío. Tímidamente batió las palas de sus aletas y avanzó, tratando por todos los medios de no perder su orientación y de moverse en línea recta. Aunque aquello era más un acto de fe que una certeza. Instintivamente abrió los ojos y la oscuridad volvió a acelerarle el pulso, por lo que volvió a cerrar los párpados de inmediato. Alargó el brazo una vez más y, cuando casi había renunciado, las yemas de sus dedos rozaron algo con un tacto parecido a hígado crudo. Una esponja incrustante. Avanzó un poco más y sus dedos le confirmaron que había dado con la pared. Si su sentido de la orientación no le había fallado, quizá tuviese una oportunidad de salir con bien de aquello. Pero si se había equivocado…
Apoyó las dos manos contra la roca, invisible en la oscuridad, y se tomó unos instantes. No era tanto el efecto narcótico del nitrógeno el que le estaba impidiendo pensar con claridad y rapidez, no a esa profundidad. La borrachera de las profundidades suele atacar al buceador a partir de la cota de los treinta metros, y no creía que se encontrase tan profundo. Su parálisis mental era fruto del miedo y del desamparo que sentía y que le hacía tiritar. El frío que estaba empezando a sentir también contribuía a ello. Tras una pausa que se le antojó eterna, llegó a la conclusión de que debía deshacer el camino andado a tientas, teniendo la pared de referencia a mano derecha. Sólo así tenía alguna posibilidad de llegar a la boca de la cueva.
Comenzó a aletear lentamente mientras su mano se deslizaba sobre el tapiz orgánico que recubría la irregular pared calcárea. Sus dedos notaban el tacto viscoso de las esponjas, las algas rojas y todos aquellos organismos bentónicos que habitan las tinieblas perpetuas de las grutas submarinas. El tiempo parecía transcurrir con desesperante lentitud y no había nada, absolutamente nada, en aquella oscuridad que le indicase si se estaba aproximando al mar abierto. Lo único que parecía separarle de la muerte en vida era el burbujeo del aire que exhalaba cada vez con mayor prevención y el tacto de la roca en sus dedos. Pero, sobre todo, esa recurrente imagen mental de la aguja del manómetro entrando en la zona roja del dial, indicándole que su reserva de aire se agotaba. Por más que lo intentaba no podía quitársela de la cabeza.
Trató de pensar en recuerdos agradables, aquella película mental que su instructor de apnea le dijo que debía usar para no pensar que estaba aguantando la respiración. Con aquella técnica había logrado en sus buenos tiempos de apneista subacuático estar sin respirar casi cuatro minutos. Muy lejos del record mundial de algo más de once increibles minutos, pero un tiempo más que considerable para la mayor parte de la gente. Hacía mucho que había dejado de entrenar y practicar el buceo en apnea, y su película mental casi se había diluido en el olvido. No obstante, trató de recuperar fragmentos, como un ejercicio mental que le alejase de los pensamientos nocivos que trataban de asaltar su mente a cada segundo.
Pero era inútil. Todo se mezclaba en su cabeza como una pesadilla incoherente y siniestra. Comenzó a pedir perdón por el mal que hubiese causado a los demás a lo largo de su vida. Imaginó cuál sería la reacción de Sofía cuando se enterase de que él había muerto. Se descubrió suplicando a Dios, ese dios en el que nunca había creído, misericordia y una segunda oportunidad para enmendarse y hacer las cosas mejor. Se juró que, si salía de aquello, jamás volvería a lamentarse de su suerte o de los reveses de la vida, porque ahora entendía que vivir, el mero hecho de respirar y saberse vivo era en sí un regalo de un valor incalculable. Y no estaba seguro, pero juraría que estaba llorando. Parpadeaba sin parar y no sabía si la humedad de sus ojos era la condensación del interior de la máscara de buceo o sus propias lágrimas.
Un chispazo azulado desgarró aquella impenetrable negrura que se extendía frente a él. Pero tan pronto como apareció, se consumió en la nada. En otras circunstancias le hubiese parecido una metáfora submarina de un relámpago nocturno, pero no en esos momentos. Ahora lo único que deseaba era volver a verlo, y que esa visión se tradujese en alguna esperanza. El tiempo parecía transcurrir con una lentitud insoportable cuando, sin previo aviso, se produjo un segundo chispazo azulado, y casi al instante otro chispazo en un lugar diferente. Bioluminiscencia. Algún organismo marino producía aquellos destellos, quizá una sepia, o un calamar, aunque estos cefalópodos no suelen internarse en las cavernas. Pero aquello le indicaba, al menos, que había abandonado la zona de turbidez y que delante de él el agua era más transparente.
¡El manómetro! Ahora podía intentar consultar el manómetro y saber de cuánta reserva de aire disponía todavía. Pero… ¿era eso lo que realmente quería? Dudó un instante y finalmente retiró su mano del manómetro. Sus dedos continuaban deslizándose por la superficie caliza mientras proseguía su aleteo a lo desconocido. Poco a poco en su mente se fue abriendo camino con fuerza un pensamiento que llevaba merodeando por las circunvoluciones cerebrales desde hacía ya un buen rato. Y por mucho que trataba de desterrarlo iba cobrando forma hasta que finalmente no pudo evitarlo más. ¡Se había confundido de pared! Después de todo, aquella había sido una cuestión de cara o cruz, rojo o negro, pares o nones… Y a él nunca se le dieron bien los juegos de azar. Se sintió flaquear. En los primeros instantes de oscuridad, mientras buscaba la linterna a tientas, quizá había girado sobre sí mismo más de la cuenta y se había desorientado. Y aquella no era la pared que le conducía hacia la salida, sino la que le hundía cada vez más en las entrañas de la tierra.
Se detuvo, y trató de calmarse. Si sus temores eran ciertos estaba condenado sin remisión. A no ser que…
¡A no ser que pudiese encontrar una cámara de aire en la cueva! Era una posibilidad remota, casi absurda, pero en su desesperada situación aquella mínima probabilidad era lo único que le podía dar esperanzas para no dejarse llevar por la locura. Había leído sobre aquello. En Mallorca, no hacía mucho tiempo, un buceador perdido en una cueva salvó la vida, permaneciendo veinticinco horas en una cámara de aire hasta que un grupo de rescate de la Guardia Civil le localizó y le llevó de regreso a la superficie.
Pero las cámaras de aire sólo se dan cuando la cueva submarina asciende hasta la cota del nivel del mar. Allí es donde puede quedar embolsado el aire. Debía, por tanto, saber a qué profundidad se encontraba y si la caverna ascendía o descendía. Eso significaba mirar el profundímetro de su ordenador de buceo. Pero si lo hacía, inevitablemente vería el tiempo que llevaba de inmersión y, con eso, fácilmente podría estimar el aire que podría haber consumido ya de su botella.
Sus ojos se posaron sobre la esfera luminosa de su ordenador de buceo, abrochado en su muñeca. Ahí estaban los datos, contestando con su frialdad digital sus preguntas y sus temores. Dieciséis metros de profundidad. Cincuenta y un minutos de inmersión.
Estaba seco. Estaba condenado sin remedio.
Estaba muerto.
¿O no? Frente a él algo parecía rasgar el telón de oscuridad en el que estaba atrapado. Una claridad lechosa muy tenue, casi fantasmal, parecía filtrarse de un recodo de la galería. Si era producto de su imaginación no podía saberlo, pero ya no le quedaban más esperanzas. Si era la salida tenía que intentar llegar hasta allí. Tensó los músculos de las piernas y comenzó a nadar a toda velocidad sin dejar que sus dedos perdiesen el contacto de la pared de roca. Aunque temía que no le quedase ya tiempo.
La claridad se iba haciendo más evidente. Allí había algo. Aspiró de su regulador y notó como el flujo de aire comenzaba a disminuir. La botella se estaba agotando. Cada nueva inspiración le costaba más esfuerzo, y el caudal de aire iba disminuyendo con velocidad. Aquella era una sensación conocida. Había entrenado más de una vez en la piscina hasta agotar completamente el aire de una botella de buceo. Porque, ¿qué buceador no lo ha hecho? Se trataba al fin y al cabo de conjurar los fantasmas del buceo, de enfrentarse sin peligro a la botella seca, al último soplo de aire bajo el agua, y saber lo que se siente. Por eso, ahora sabía que no le quedaban más de tres o cuatro inspiraciones antes de que la botella dejase de suministrarle gas.
Aspiró por vez primera.
Mientras avanzaba sus dedos iban lijando la roca. Sentía las yemas en carne viva, pero no podía permitirse ceder ante el dolor. Ahora no. Su corazón comenzó a bombear desenfrenado para hacer frente al esfuerzo. El anhídrido carbónico se acumulaba en su torrente sanguíneo disparando sus ganas de respirar. Aguantó todo lo que pudo.
Aspiró por segunda vez.
La sensación era ya decididamente angustiosa. Tenía que forzar la musculatura de su diafragma para extraer un mínimo hilo de aire de la botella de buceo. De pronto, como si se corriese una gigantesca cortina negra, el paisaje nocturno se abrió frente a él. Había desaparecido el techo de roca sobre su cabeza, y desde la superficie se filtraba con timidez el claro de luna.
Aspiró por tercera y última vez.
El hilo de aire que a duras penas se filtraba del regulador fue disminuyendo hasta que se extinguió. La botella estaba vacía, y no había tenido aire suficiente para llenar sus pulmones. Eso era todo. El final de aquella partida contra el tiempo y las profundidades.
Bajo el agua, la vida se rige por las leyes físicas de la hidrostática y por la ecuación general de los gases ideales. Las cumples y vives, las infringes y seguramente morirás.
Sólo le quedaba una única opción. La última. Un verdadero acto de fe en una de aquellas formulas físicas que su instructor escribió en la pizarra mucho tiempo atrás:
P1 x V1 = P2 x V2
Escupió la boquilla del regulador y comenzó a desabrochar las trabillas de su botella de buceo que ahora era tan sólo una carga inútil. Se liberó de su escafandra de buceo y la dejó perderse entre las sombras, rumbo al fondo. Con aquel gesto desesperado se había transformado en un apneista, un buceador que únicamente cuenta con sus pulmones, su entrenamiento y su control mental para sobrevivir en las profundidades. Y ya no le quedaba apenas tiempo. Empezaba a notar como el anhídrido carbónico se acumulaba punzante y su cerebro reaccionaba con sed de aire. Una dolorosa ansia por respirar.
Miró hacia la superficie, unos dieciséis metros más arriba, y vislumbró el resplandor de la luna. Comenzó a aletear en aquella dirección mientras tragaba saliva, tratando de controlar su desesperado impulso de respirar.
Conforme ascendía, la presión hidrostática sobre su cuerpo fue disminuyendo gradualmente y el escaso aire de sus pulmones se fue descomprimiendo, llenándolos poco a poco y calmando milagrosamente su sed de aire. Continuó su ascenso forzándose a no acelerar en exceso para evitar un accidente fatal, mientras notaba que el aire ya había llenado sus pulmones y pedía salir al exterior. Comenzó a soplar con un silbido mudo y, en la penumbra del claro de luna, dejó que las burbujas ascendieran a la superficie por delante de él.
Envuelto en sus propias burbujas rompió la superficie, y con un último y desesperado soplido vació sus pulmones, se arrancó la máscara de buceo y aspiró con avidez el fresco aire nocturno. A su alrededor, las luces de la costa y los reflejos de la luna en el suave oleaje titilaban en la quietud nocturna como estrellas desmoronadas contra el mar.
Estaba a salvo. Estaba vivo.
Volvía a respirar.

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49. YO BUCEO.

Son casi las cinco y media de la mañana, faltan unos minutos para que suene la alarma del despertador pero ya estoy consciente, todavía no me levanto, recuerdo, y esos pensamientos me hacen sonreír, era pequeño y la noche anterior a la excursión, al viaje, jamás podía conciliar el sueño placidamente, siempre me despertaba inquieto antes de que sonara el despertador.

Me incorporo, pero la sensación es que solo lo hace mi cuerpo, mi espíritu, sigue dormitando tranquilamente en la cama, jamás he sido aceptable por la mañana. Voy al baño, listo, me visto y como un autómata recojo chaqueta, gps y mi inseparable equipo de fotografía submarina. El equipo de buceo está en el coche, siempre lo preparo el día antes, por la mañana soy incapaz, tardaré un buen rato en ser persona, en este momento funciones básicas y poco más. Antes de cerrar la puerta, miro por el rabillo del ojo hacia la cama, mi alma sigue ahí.

El contacto con el aire de la calle me despabila un poco, definitivamente el otoño está aquí, cierro los corchetes de la chaqueta y me dirijo hacia el garaje por una calle oscura, a esta hora desconocida, con aspecto casi post-nuclear.

Hace rato que conduzco y mastico chicle, ya he escuchado todas las previsiones meteorológicas y memorizado los repetitivos boletines de noticias. Llego al punto de encuentro, y a pesar de no ser la hora mi compañero ya está ahí, sonriente, esperando. Nos abrazamos de corazón como hacen siempre los buenos amigos, tu coche mi coche, cargamos los equipos en uno y salimos zumbando, vamos bien de tiempo pero quedan muchos kilómetros.

Charlamos, charlamos y mientras viajamos damos cuenta del frugal desayuno, hoy toca croissant de chocolate y zumo de naranja, es lo que he podido “aligerar” de la despensa, vale, lo sé, no es alta cocina, ni está nada elaborado, pero va a valer para la ocasión. Amanece lentamente y los colores vuelven a ocupar con precisión sus lugares de gala, el día parece perfecto, en el cielo apenas se descubren tres nubes de algodón de feria, de esas de hacer bonito en las fotos, no sopla el viento y ya presiento la proximidad del mar, cientos de hormigas se pasean por el interior de mi estomago, me encanta sentir esa sensación, una vez mas vamos a bucear, pero es tan emocionante como la de la primera vez, me hace sentir vivo, me hace sentir feliz.

Es pronto y antes de llegar al centro de buceo, paramos un rato en la desierta playa, bajamos del coche y andamos unos metros sobre la arena en dirección al mar, el sol ilumina todavía bajo y mirando hacia levante hiere nuestras pupilas, como bengalas de bienvenida todo el mar centellea en esa dirección, más hacia el sur el azul es majestuoso, profundo, lleno de misterios, la brisa es fresca y nos regala el mejor de sus perfumes, mientras que unas gaviotas revolotean y rompen el sonido de la marea con sus gritos.

Llegamos al centro de buceo, nos conocen de otras ocasiones y nos reciben entrañablemente, como corresponde, como amigos que hace tiempo que no se ven. Ya estamos todos, preparamos el material, nos equipamos, cargamos la furgoneta y nos montamos en ella dirección al puerto, la embarcación ya está lista y equipada correctamente, estibamos nuestros equipos, soltamos amarras y a navegar, el punto de inmersión hoy está un poco lejos, por eso podremos disfrutar de la travesía y de la visión de esa magnifica costa, de sus cíclopes y titanes de roca, siempre atentos, siempre vigilantes, sobre ese mar, que hoy baña sus pies suavemente.

Amarramos, “breafing”, últimos chequeos y paso de gigante, que magnifica sensación entrar en contacto con el agua siempre fresca, vamos a proa, hay un poco de corriente en superficie, cabo del fondeo, ok, ok, y descendemos, primeros metros, primeras bocanadas, exhalo, compenso, dejo de ser hombre y en segundos me convierto en pez, ya no ando, ya no nado, estoy volando dentro del azul, la relación espacio tiempo entra en otra dimensión, llegamos al fondo y a los pocos metros aparecen los primeros ejemplares que voy a fotografiar, parece que posen como “top models” y yo agradecido les guiño varias veces el ojo de mi flash.

El tiempo transcurre rápido, inexorable y el manómetro hace rato que indica la medianoche, la carroza se vuelve calabaza, los blancos caballos ratones, y el pez se convierte otra vez tristemente en hombre, empiezo a ascender y a respirar por los pulmones, la inmersión ha terminado, el sabor es agridulce, entre el placer de haber buceado y la impotencia de volver a la realidad de la superficie. Suerte de las memorias de las cámaras de fotografiar repletas de ilusiones capturadas i de las pupilas de los ojos, que retendrán instantes de sueños vividos, recuerdos necesarios que nos permitirán hacer menos duro el regreso a casa.

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48. EL SECRETO DE LA MAR

Malpica, un pueblecito gallego perteneciente a la comarca de Bergantiños y dentro de “La Costa da Morte”, donde antiguamente utilizaban la pintura que sobraba de los barcos para pintar las casas y donde siempre pasada la media noche del día veintitrés de Junio, los habitantes se disponen a celebrar la noche de San Xoán , en la que se les atribuye protección y buena suerte al hecho de saltar nueve veces una hoguera, además de llevar a cabo numerosos rituales como hacer una “queimada” para ahuyentar a los malos espíritus.
Aquella noche mágica de San Xoán, una joven llamada Uxía se disponía a saltar las olas nueve veces para aumentar la fertilidad y pedir que el hijo que traía en sus entrañas naciera sano y fuerte.

Justo cuando Uxía iba a saltar con ánimo la última ola, de repente notó una fuerte punzada en su vientre, la joven pedía auxilio sin cesar, pero nadie acudió en su ayuda debido a aquella algarabía.
Uxía retrocedió unos pasos hacia la orilla y cuidadosamente sin perder la calma se recostó en la orilla donde dio a luz a un niño hermoso y blanco como la espuma del mar, en ese mismo instante rompió una ola briosa y espumosa que llegó hasta la orilla donde alcanzó al recién nacido y lo arropó cariñosamente con su esponjosa manta blanca.
Fue en ese instante cuando el niño comenzó a llorar y cuando Uxía se dio cuenta de que su hijo y La Mar habían estrechado un vínculo muy fuerte.
Aquella noche sería la última durante muchos años en la que la mar estaría brava.
El pequeño Xoán que así es como su madre le nombró, lloraba si no dormía acompañado del sereno sonido de las olas, de esta manera, Uxía se vio obligada a comprar una casita junto al muelle. Desde entonces en el pueblo creció el rumor de que el pequeño Xoán estaba hechizado por La Mar.
Xoán creció siendo un niño solitario, apenas compartía sus juegos con los demás niños del pueblo, únicamente se divertía buceando y escudriñando los rincones más recónditos y maravillosos de la zona.
La Mar continuaba tranquila desde que el pequeño Xoán vino al mundo hasta que un buen día su cuerpo se transformó en el de un hombre alto y esbelto, las facciones de su rostro se endurecieron dejando en el recuerdo aquel risueño rostro pueril.
Era el joven más guapo y deseado del pueblo, pero Xoán no tenía más ojos que para La Mar, pasaba los atardeceres sentado en el muelle contemplando ese azul intenso que le cegaba los ojos.
Se acercaba el décimo octavo cumpleaños de Xoán y su madre decidió regalarle un equipo de buceo que llevaba prometiéndole desde que apenas tenía ocho años.
Bien entrada la noche tras la quema de la hoguera, el joven Xoán decidió acercarse a la playa para disfrutar de un agradable paseo ya que era luna llena y la mar permanecía calmada y resplandeciente.
Una vez hubo terminado su paseo, Xoán decidió descansar sobre la arena para contemplar aquello que más amaba, en ese instante el oleaje comenzó a cobrar fuerza agitando con descaro los barcos anclados que se encontraban en el muelle.
Xoán contempló cómo una fina silueta emergía de las olas y se acercaba caminando cautelosamente hacia la orilla, gracias a la luz de la luna pudo observar a medida que se acercaba el delicado cuerpo de una mujer, apenas cubierta por un vestido blanco del que colgaban verdosas algas marinas, pero hermosa como una ninfa.
Sus cristalinos ojos azules se clavaron en los del joven Xoán y éste sintió por primera vez el fuego abrasador que nos hace desear.
- ¿Cuál es tu nombre? Le preguntó Xoán con voz temblorosa.
- Soy La Mar personificada y he venido para entregarme a ti, contestó ésta tajantemente.
Xoán decidió comprobar si aquello que decía era cierto y la besó suavemente saboreando sus carnosos labios, de esta manera adivinó que aquella hermosa mujer era verdaderamente La Mar, pues sus labios, su piel y sus cabellos estaban completamente impregnados de sal.
Xoán le confesó que durante dieciocho años la había estado esperando y que ella era la mujer que ocupaba su corazón. La mar, al escuchar estas palabras comenzó a embravecerse de amor y el oleaje se volvió fiero y amenazador.
De esta manera Xoán y La Mar se amaron durante toda la noche, La Mar lo amaba tanto que se negaba a separarse de él al amanecer.
Cuando llegó el alba ella se sumergió delicadamente en el agua y el joven Xoán cegado de amor la siguió como si estuviese hipnotizado.
El temible oleaje se apoderó de Xoán y fue arrastrado con fuerza hasta el interior del mar. La Mar ansiosa por hacerle suyo lo abrazó tan fuerte con sus olas que accidentalmente lo terminó ahogando.
Aquella madrugada del veinticuatro de Junio, fue la más triste que vivió el pueblecito de Malpica, los habitantes se quedaron tan consternados por la muerte del joven vecino que el miedo se apoderó de ellos y decidieron no disfrutar de las hermosas y rebeldes aguas gallegas durante una temporada.
La melancolía se adueñó de la señora Uxía y se convirtió en una mujer solitaria y antipática. Cada día bajaba al mar y se sentaba sobre una roca con la esperanza de que algún día regresara su hijo, pero la suerte de Uxía cambió cuando una de aquellas tardes en las que tenía por costumbre bajar a la playa, observó a lo lejos una pequeña barquita que la marea iba acercando a la orilla.
Uxía se preguntó qué traería aquella barquita y cuando estaba próxima a la orilla, ésta se adentró en el agua para acercarla con rapidez, fue en ese instante cuando escuchó el llanto de un bebé.
Uxía impresionada y a la vez curiosa miró dentro de la barca y observó que en el fondo se hallaba un bebé envuelto en unas mantas raídas, no dudó ni un instante en tomarlo en brazos y llevárselo para calmarle el llanto a la casita del muelle.
Una vez dentro de la casa, lo despojó de las mantas y pudo contemplar el rostro de una bella niña recién nacida. Uxía sabía perfectamente que se trataba de su nieta, fruto del amor de su difunto hijo Xoán y de La Mar, lo supo por el aroma a sal que desprendía y por esa piel blanquecina que heredó de su hijo Xoán.
Observó cada detalle del cuerpecito de la niña, y observó que sus manos tenían forma de aleta y su escaso cabello no eran más que finas algas verdosas, lo que le llamó bastante la atención y en ese momento supo que su nieta era una criatura muy especial y por lo tanto debía ser cuidada con mimo y esmero, ya que la gente podría despreciarla por ser tan diferente, así pues Uxía decidió mantener a su nieta en secreto para protegerla.
Marina que así es como su abuela la nombró, creció feliz en la casita junto al muelle, al igual que su padre, se trataba de una niña solitaria y ensimismada, era una excelente nadadora, pero tan sólo podía disfrutar de sus baños por las noches para evitar ser descubierta por algún habitante del pueblo.
Durante el día, Marina ayudaba a su abuela en las tareas del hogar, pero Marina sentía una curiosidad inmensa por el mundo exterior, ella deseaba ser una niña como las demás y poder nadar a cualquier hora del día sin la necesidad de esconderse.
Una mañana, cuando terminó sus labores, Marina se asomó a la ventana de su cuarto y observó un día tan soleado que decidió desobedecer a su abuela bajando a la playa a la hora prohibida.
Cuando se zambulló en el mar, Marina se sintió tan libre que comenzó a nadar sin rumbo durante tres horas, Marina asombrada porque nunca había visto nada parecido, decidió salir del agua para inspeccionarla, fue en ese momento cuando escuchó un fuerte grito de auxilio.
Marina sobresaltada miró a ambos lados pero no vio a nadie.
- ¡Por favor auxilio! volvió a escuchar, Marina nadó a la velocidad de un rayo bordeando la isla.
Al cabo de unos minutos divisó a un niño que parecía tener su misma edad, luchando briosamente contra las olas.
- ¡Tranquilo, yo te salvaré! gritó eufóricamente Marina a medida que se acercaba, pero el niño no pudo resistir más y se dejó vender por el malvado oleaje. Marina asustada se sumergió en el agua y lo asió por la cintura para sacarlo a la superficie.
Una vez que logró acercarlo a la orilla, le realizó la respiración artificial y de esta manera, el niño abatido por el esfuerzo de intentar salvarse expulsó el agua que había tragado.
Cuando éste hubo recobrado la respiración, Marina le preguntó sobre lo ocurrido.
- Mi sueño es poder convertirme en un excelente nadador y decidí probar en estas aguas, pero como sabes son bastante peligrosas, dijo el niño todavía un poco aturdido.
- Me parece buena idea, pero deberás comenzar tus entrenamientos en otras aguas más tranquilas.
- ¿ Vives cerca de esta isla? Preguntó el niño con curiosidad.
- En realidad no, vivo en un pueblecito llamado Malpica a bastantes kilómetros de aquí.
- ¡ Qué raros son tus cabellos y tus manos! Exclamó el niño asombrado.
- Lo sé, mi abuela dice que me parezco a las sirenas de las antiguas leyendas, por cierto me llamo Marina.
- Yo soy Xurso, vivo cerca de la isla ¿te apetece venir a almorzar a mi casa?
- No gracias, debo regresar a mi casa, dijo Marina tímidamente.
- Supongo que volveremos a vernos un día de estos, dijo el chico esperanzado
- Quizás……
Xurso arrancó el motor de su lancha y comenzó a navegar mientras se despedía de Marina con la mano.
Cuando Marina regresó a Malpica, su abuela la esperaba impaciente en el muelle
- ¡Dónde demonios estabas Marina! Exclamó Uxía enfadada y a la vez nerviosa.
- Lo siento mucho abuela, necesitaba salir ¡No comprendes que no puedo vivir prisionera entre cuatro paredes! Exclamó Marina con tono vehemente.
- ¡Pero niña! ¿ No tienes idea de lo preocupada que estaba? No olvides nunca que eres un secreto y las personas pueden hacerte daño, ya perdí a tu padre y por nada del mundo desearía perderte a ti también.
Marina corrió hacia los brazos de su abuela y con lágrimas en los ojos le prometió que jamás volvería a desobedecerla.
Pasaron diez dulces veranos y Marina se transformó en una hermosa jovencita que contaba dieciocho años, lucía una cabellera larga y ensortijada de algas verdosas y brillantes.
Fue una tarde aburrida de otoño, cuando Marina subió al desván y tropezó con una caja de cartón polvorienta, decidió abrirla con cuidado y en el fondo halló un equipo de buceo sin estrenar.
- ¡ Abuela! gritó Marina entusiasmada
- ¿ Qué ocurre cariño? Preguntó ésta mientras se disponía a subir las escaleras.
- ¡mira lo que he encontrado!
- Recuerdo que tu padre tenía tu edad cuando le regalé este equipo por su cumpleaños, pero murió antes de que pudiera estrenarlo
- Abuela, lo siento mucho.
- No te preocupes niña, ahora podrás estrenarlo tú, pero siempre y cuando lo utilices a las horas permitidas.
Cuando comenzó a ocultarse el sol, Marina decidió estrenar su equipo, las aguas permanecían tranquilas y podía observar con claridad el maravilloso mundo submarino, Marina se acercó a un arrecife de corales para contemplarlo de cerca cuando se topó con un par de submarinistas que a través de gestos se saludaron cortésmente, cuando hubieron terminado de inspeccionar la zona, ascendieron lentamente hacia el barco y Marina les acompañó.
- Hola, yo soy Manuel y este es mi hermano Moncho, dijo mientras se despojaba del traje de neopreno
- Mucho gusto, me llamo Marina.
Se entretuvieron un rato, pero Marina era consciente de que debía regresar a casa, pues no deseaba volver a disgustar a su abuela, Marina hizo amago de despedirse, pero Moncho, uno de los hermanos la tomó del brazo para observar detenidamente su mano.
- Lo siento Marina pero debes acompañarnos.
- ¡No puedo! exclamó ésta con voz temblorosa.
Marina se dispuso a saltar del barco, pero Manuel se lo impidió, mientras Moncho le intentaba inyectar un calmante, la pobre Marina comenzó a perder el conocimiento y se desvaneció.
A la mañana siguiente Marina despertó convaleciente, rápidamente se incorporó e intentó levantarse pero notó que apenas podía moverse puesto que se encontraba atada a la cama. De pronto escuchó unos pasos cerca de la habitación donde se hallaba.
- ¿Cómo está nuestra especie exótica? preguntó una voz seria y ronca.
-Continúa dormida, recuerda que le inyectamos un calmante para delfines
-Muy bien, hemos de analizar lo antes posible la composición de sus cabellos, desconozco ese tipo de algas, aunque lo más importante son esas aletas que tiene por manos, si conseguimos que la chica respire bajo el agua como si fuera una sirena, nuestro parque se llenará de curiosos que pagarán por ver esta única especie.
- No se hable más, avisa a Xurso para que comience a realizar las pruebas.
Marina al escuchar esas palabras sintió cómo el miedo se apoderaba de ella, aquel fue el momento en el que comprendió que la excesiva preocupación de su abuela por protegerla era necesaria. Unos minutos después un joven desaliñado y ataviado con una bata blanca entró en la habitación, se acercó a la cama para examinar a la paciente e involuntariamente se fijó en ese cabello que le resultaba tan familiar.
- ¡ Marina! pero….¿qué haces aquí?, preguntó el joven balbuceando por el inesperado encuentro
- Perdone, pero no lo conozco, contestó Marina con un hilo de voz.
- Soy Xurso ¿no me recuerdas? Cuando tenía ocho años me salvaste la vida
- Claro que te recuerdo, has cambiado mucho. Ahora te toca a ti salvarme la vida, has de sacarme de este lugar, creen que soy un extraño animal marino y planean convertirme en su fuente de ingresos.
- Lo sé, mi padre y mi tío son los dueños de este parque, estudiaron biología marina y decidieron montar este negocio, pero tranquilízate porque esta noche le diré a mi tío Moncho que vendré a vigilar a los delfines, ya que últimamente se comportan de un modo extraño. Te recogeré a eso de las cuatro de la madrugada y te llevaré de regreso a tu hogar.
- Gracias, musitó Marina con lágrimas en los ojos.
Xurso se acercó a ella y le susurró al oído: “gracias a ti bella sirena por salvarme la vida” y acto seguido le regaló un cariñoso beso en la mejilla.
Marina permaneció toda la tarde en aquella sórdida habitación esperando impaciente la llegada de Xurso, aún se ruborizaba al recordar las palabras que el joven le había susurrado al marcharse.
El sol se ocultó para dejar el protagonismo a la luna y unas horas más tardes Xurso se dirigía a la habitación de Marina.
- Es tarde, debemos apresurarnos musitó Xurso nada más entrar en la habitación.
La desató con cuidado y la llevó en sus brazos hasta el barco tal como habían planeado.
Durante el largo trayecto , ambos se intercambiaban intensas miradas de complicidad, Marina por una parte deseaba finalizar el viaje lo antes posible para ver a su abuela, pero por la otra estaba tan feliz al lado de Xurso que a veces sentía impulsos de tomar el timón y cambiar de rumbo.
Una vez que el barco ancló en el muelle, Marina corrió agitadamente hacia la casa de su abuela.
- ¡ Abuela! gritaba sin cesar
- ¡Mi niña! exclamó la abuela sin aliento que se encontraba recostada en el sofá.
- Abuela, este es Xurso, él me liberó, su padre y su tío poseen un parque acuático y aquella tarde en la que salí para estrenar el equipo de buceo de papá me capturaron creyendo que era una especie marina exótica, he pasado mucho miedo, pero esta experiencia me ha hecho abrir los ojos y he descubierto que realmente debo ser un secreto.
- Pues yo creo que ya no debes continuar ocultándote Marina, afirmó Xurso con tono protector.
- ¿ Por qué? preguntó la joven impresionada por sus palabras
- Me gustaría permanecer a tu lado el resto de mi vida para poder protegerte siempre y cuando estés de acuerdo.
Marina radiante de felicidad se acercó al joven y lo besó apasionadamente.
Desde aquél maravilloso día, los habitantes de Malpica supieron de la existencia de Marina y le organizaron una fiesta en su honor, Xurso y Marina vivieron felizmente en una casita que la abuela Uxía les había comprado como regalo de boda, con el paso del tiempo, ambos decidieron crear un Club de natación para niños en el que Marina se encargaba de las clases.
Así pues, Marina fue una mujer conocida y respetada por el resto de sus días y no sólo por la protección de su esposo, sino por el coraje con el que la joven se enfrentó a la vida.

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47.VERANO DEL 80

A sus 39 años Gastón hoy día, ya no era aquel niño que disfrutaba y corría por las playas del Mediterráneo, jugaba fútbol con su amigos, con aquel balón de fútbol que ahora llamaban “retro” todo el hecho de pentágonos y hexágonos blancos y negros.

Aun recordaba aquel día en el espolón del puerto en esa reñida tanda de penaltis por saber quien había sido el mejor equipo aquel verano del 80.

A el le toco tirar el ultimo de los penaltis, cojio el balón, lo miro y beso aquel pentágono negro, desgastado y algo roto, despegado en donde ponía México 70. Lo planto con firmeza serenidad, cojio carrerilla y le pego con toda su alma, fue gol, un golazo pego en el poste y entro en la portería.


El, y el resto de chavales olvidaron del esférico y este rodó sin que se dieran cuenta espolón abajo directo al mar. Nunca más lo vieron.

Tras la alegría de la victoria que les proclamaba como mejor equipo del verano vino la desilusión por no encontrar el balón y mas tarde por la despedida el verano se acababa y cada uno marcharía a su casa, a sus ciudades y a empezar el colegio.

Gastón era muy amigo de Damián, en portero de su equipo este ultimo era de una ciudad del interior como Gastón algo regordete y muy simpático, siempre estaban juntos y hacían planes en un futuro que ninguno sabia que les depararía, pero tenían algo en común les encantaba el mar y pensaban algún día poder estar en aquel lugar no los meses de verano sino toda la vida, tener su barco, navegar etc.
Se dieron un largo y fuerte apretón de manos bajo el faro siempre vigilante del espolón y partieron con el recuerdo que les dejaban aquellas vacaciones y que les había coronado junto a aquel balón los reyes del verano del 80.

-¡Damián!, ¿Dónde estas, no habíamos quedado a las 08.30 A.M.?, le decía por el teléfono móvil Gastón a su amigo.
-Vamos a perder los rayos de sol de la mañana, venga dormilón y no te olvides de todo el aparejo.
-Que si, que si le decía al otro lado de la línea haciendo esfuerzos que por el ruido parecían sobre humanos por levantarse.

Ante todo Damián para Gastón era su mejor amigo y lo era desde hacia mucho tiempo, la vida les había sonreído y habían conseguido lo que querían, estar cerca del mar.

-¡Como te estas poniendo!, le dijo a Damián, que venia comiéndose unos Donuts.
-Dentro de poco vamos a tener que comprar un carguero…, como te estas poniendo.

La verdad es que Gastón tenia razón, Damián engordaba cada año mas y mas, le llamaban “Luciano” los chavales jóvenes del pueblo, por su parecido a Luciano Pavarotti, con esa gran panza y la densa barba, aunque Gastón decía que parecía mas bien un pizzero de los del sur de Italia, de los que ellos habían visto en los atraques en Nápoles, Capri y demás.

Por fin enfilaron la bocana del puerto y salieron a la mar, hoy no se alejarían mucho era un inmersión rutinaria de mantenimiento.
Damián y Gastón, habían conseguido complementarse y así obtener todos los requisitos que necesitaban para tener así una pequeña empresilla de excursiones de submarinismo y alguna que otra chapucilla durante los meses de invierno que no había tanto trabajo.

Así hoy tocaba mantenimiento en el mismo puerto, en los alrededores del espolón al lado del faro. Era una inmersión rutinaria de mantenimiento pero no por ello peligrosa como todas, por ello a Damián le gustaba tenerlo todo bien controlado en sus útiles, botellas, plomos, cyalume, escafandras, jackeds (estabilizadores), aletas, relojes etc que todo estuviera listo, ordenado para que no ocurriera nada inesperado, lo preparaba todo mientras Damián gobernaba el barco.

-¿Cómo te va? le preguntaba con la boca llena a Gastón.
-Bien, Bien, ya esta casi todo listo, cuando vayamos a parar avísame.
Damián soltó un largo ok!.

El motor del barco se puso en ralenti, lo cual quería decir que ya habían llegado al punto de destino y Damián se había terminado la caja de donuts.

-Vamos, vamos que no tenemos todo el día vociferaba entre risas Damián
-Lo que tengo que aguantar, decía Gastón moviendo la cabeza, si no es por mi aun estas horizontal, anda cuida y no te vayas a caer por la borda, aunque, psssssss ibas a flotar.


-¡Nooooooooooo!, cuantas veces te tengo que el ancla no se echa por la popa, que podemos volcar
-Bueno, bueno perdone usted Comandante Cousteau, yo solo soy un grumete.
-Venga al tajo, ayúdame a ponerme el neopreno.

Y así todos los días, siempre estaban de broma, metiéndose el uno con el otro y el otro con el uno, pero eran grandes amigos.

Por fin Gastón inicio la inmersión, y con su pulgar dio el ok a Damián que hoy se quedaría en el barco, acabando de amarrarlo y marcar la posición del buzo.

Al iniciar el descenso a Gastón le gustaba siempre comprobar otra vez todos sus utensilios mientras pensaba lo que se encontraría ahí en el fondo, que como decía el nunca se sabe.

La inmersión era poco profunda unos 35 pies y se trataba simplemente de revisar el cableado de las balizas del puerto, algo que solían hacer un par de veces al año al acabar el verano y antes del inicio de temporada.

Gastón no observo nada extraño y todo parecía en orden, el pesado cableado estaba bien y no estaba deteriorado ni se había movido por las mareas tan abundantes en esa zona de la anterior inspección. Aparto algo de suciedad y lodo del fondo para encontrar la caja metálica en donde realizaba la marca de inspección.
Una vez hecho esto y dado que le sobraba algo de aire se dedico ha “ir de compras”, expresión que utilizaban ambos para rebuscar entre la basura del fondo marino
A veces subían tristes de la cantidad de suciedad que encontraba, como podíamos tirar tal cantidad de basura, latas de lubricante, aceite, útiles de mar. En muchas ocasiones la propia naturaleza había reciclado algunas cosas y en otras la propia fauna marina las hacia suyas convirtiéndoles en muchos casos en su hogar.

La verdad es que el fondo marino de dejaba de sorprenderlos cada día y hoy no iba a ser menos, estaba apunto de producirse un encuentro inesperado.

Gastón seguía inspeccionando cuando de pronto al llegar al extremo del espolón, ya a punto de entrar en la zona del puerto vio algo redondeado, cubierto de algas, bamboleándose de un lado al otro siguiendo la corriente marina. Le atrajo porque tenía unos puntos blancos que destacaban en el oscuro de las algas.

¡No podía ser¡, ¡Era el!, el balón del verano del verano del 80, en un principio Gastón dudo de que fuera el, permaneció inmóvil, respirando por la boquilla y mirándolo fijamente, solo había mirado así a las langostas en el caribe en sus nichos de cría de las paredes, siempre pensaba ¿quién observa a quien?, pues ellas también parecían mirarnos como si fuéramos un animal mas , diferentes eso si, de su entorno, se le humedecieron hasta los ojos, a todos nos gustan los reencuentros y este era tan inesperado…., fue como reencontrarse con un viejo amigo que no ves desde hace tiempo, para el, el dia que desapareció en el puerto tras la alegría de ganar, supuso una gran tristeza, pues le habría gustado guardarlo.

Pero si, si era el, el mismo, el balón “retro”, todo el, con sus hexágonos blanco y pentágonos negros, el mismo que un día chuto y les corono como los reyes de ese verano, con el mismo pentágono negro donde todavía se podía leer México 70, entre las conchas que se habían adherido a el.

Gastón de la emoción inhalo aire e inicio el ascenso con el entre sus brazos, jamos imagino ese reencuentro. Arriba en la superficie, Damián ya estaba algo intranquilo pues sabia que le quedaba poco aire para estar ahí abajo, pero enseguida vio las burbujas y aparecer tras ellas a Gastón que como pudo se quito la escafandra y con una gran sonrisa levanto con las dos manos cual trofeo conseguido en algún campeonato, el balón.

-¡Mira Luciano!, Gastón, nunca lo llamaba así salvo caso de estar entre bromas o contento por algo.
-Anda vete por ahí, tu también le expeto Damián
-¡Mira, mira!, mientras no paraba de levantar, mover y exhibir el balón, ¡el balón del verano del 80!.
-Que dices, no puede ser, contesto Damián, se perdió el día que metiste el penalti.
-Ya, ya pero ha vuelto, lo he encontrado, estaba ahí abajo, dios que emoción, pensaban que era basura como todo lo demás, pero no, es el, mira lo que pone aquí en este pentágono negro, México 70.
-Anda pásamelo, le contesto Damián, Gastón se lo lanzo y lo agarro con algo de precaución y cara de asco, pero un vez en sus manos pudo comprobar que si era el, su pasión por el buceo y el mar les había devuelto tan grato recuerdo, que emoción.

Era increíble la cara de alegría que Gastón observaba desde el agua de su amigo Damián, era increíble como un objeto de tan poco valor podía hacer saltar y correr a un tipo tan gordo sobre la cubierta de un barco,.
-¡Ahí esta, dispara Gastón y ………..¡, decía mientras corría por la cubierta
-¡Paro, paro Damián!, decía a la vez que salta desde la cubierta del barco al agua.

Fue tremendo en abrazo ente ambos una vez en el agua, la amistad, su pasión por el mar, el buceo y aquel balón todo unido en ese momento, los dos gritaron a la vez entre carcajadas

-¡Vivan los reyes del verano del 80!.

Desde ese día el balón siempre iba con ellos en sus salidas, ahí presidiendo el cuadro de mandos del puente de su nuevo barco al que llamaron

Verano del 80.

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jueves, 17 de septiembre de 2009

46. EL PEZ

“Los espartanos no se preguntaban cuántos eran o cómo eran sus enemigos, sino dónde se encontraban”. Aegis II.
Estaba en cubierta, dejando que el sol de la tarde secara un poco el neopreno mientras esperaba la llegada de los últimos clientes para la que iba a ser la última inmersión del día. Gruesas nubes, de puro algodón y preñadas de agua después de atravesar el mar provenzal, cruzaban perezosas el cielo y se perdían sobre mi querido Empordà, reflejando un Sol de septiembre, ya en retirada…
Los vi llegar por el muelle, tres jóvenes sonrientes y con ademanes nerviosos, que hablaban y alborotaban más de la cuenta mientras cargaban sus equipos y se acomodaban en la bancada de estribor, intentando ahuyentar a sus fantasmas como podían. Quedaba claro que era una pareja más un acompañante. Me presenté, les comenté que iba a ser su guía en esa su primera inmersión con nosotros y me interesé por su nivel de buceo:

-“¿Cuántas veces, hijos míos?”-les solté de improviso. Una breve y nerviosa mirada cruzada entre la pareja evidenció que se había malinterpretado mi pregunta.
-“Inmersiones”-aclaré rápidamente- “que cuántas inmersiones lleváis”
-“Ufff”- me respondió el acompañante, lo que rápidamente le valió el sobrenombre de Ufo- “no lo recuerdo bien pero serán unas treinta”. Como si cuando uno empieza no recordara exactamente cuántos buceos lleva…
-“Si” - confirmaron Romeo y Julieta -“alrededor de una treintena”.
¡Qué bonito es el amor!
El buceo previsto era una visita totalmente exterior a un pecio de la zona que cobijaba a una gran cantidad de vida que atraía a más, lo que justificaba su visita. Me fijé cómo montaban los equipos y en aquellos otros detalles que suelen dar una idea del nivel de nuestros futuros acompañantes. Y lo que vi me tranquilizó. Podían tener poca experiencia, pero denotaban una sólida base. Agradecí mentalmente el buen trabajo de su instructor y me dispuse a preparar mi propio equipo y la botella auxiliar que dejaríamos colgando. Añadí un par de kilos de plomo y dos mosquetones al “kit”, por si las moscas de Arquímedes, revisé otra vez mi propio equipo y me acomodé a su lado, relajado y esperando la llegada al punto de inmersión.
Una vez amarrados a una de las boyas de fondeo y antes de disponer la botella de seguridad y el lastre adicional, empecé el “briefing” de la inmersión, haciéndoles notar como nuestra embarcación se había situado casi perpendicular a las olas, evidenciando así la corriente del lugar. Abriendo muy ligeramente uno de los grifos de la botella de seguridad, la sumergí y les señalé el fino chorro de burbujas que escapaban, cuya deriva denunciaba claramente el sentido y la intensidad de la corriente, que no era mucha. Recuperé el tanque, cerré la válvula y volví a dejarlo colgado. A continuación dibujé un croquis del pecio, lo enmarqué dentro de dos puntos cardinales, anotando las diferentes cotas y punteé el futuro recorrido, recordando las señales y procedimientos en caso de surgir alguna de las incidencias habituales. Una vez establecidas las parejas saltamos al agua y nos reunimos en la boya.
Precedí el descenso del grupo. A unos -6m comprobé que estábamos bastante compactados y, según lo acordado, hicimos un último chequeo de los equipos. A una señal, proseguimos el descenso hasta llegar a la cubierta principal, a unos -20m de profundidad. Opté por el costado opuesto a la corriente para disponer de un recorrido tranquilo y me fijé en las columnas de burbujas que expelía cada uno. Era evidente que uno de los integrantes respiraba más deprisa que los demás. Su posición, tipo caballito de mar, explicaba sobradamente el porqué: iba sobre lastrado. Por señas le indiqué lo que me disponía a hacer, le quité un par de pastillas de lastre y le deshinché un poco el chaleco, con lo que consiguió adoptar una postura más horizontal, más hidrodinámica, lo que optimizó su avance y redujo el ritmo respiratorio. Así y todo, decidí quedarme cerca de él, ligeramente adelantado para quedar dentro de su campo de visión, procurando así transmitirle seguridad y, de pasada, tenerlo al alcance si surgía la necesidad.
Los potentes haces de nuestros focos se empeñaban en arrancar colores ahí donde la ya escasa luz ambiental tintaba todo de un color gris-azulado uniforme. De vez en cuando, alguna flecha plateada escapaba de nuestras luces; cientos de pececillos se apartaban ligeramente de nuestro camino, enmarcado bajo una “sky-line” formada por las formas retorcidas y torturadas de las planchas de metal. Nada hacía presagiar lo que se avecinaba…
La primera vez que lo vi, ni siquiera me percaté conscientemente de su presencia. Fue más tarde, encadenando los recuerdos cuando rememoré ese momento. Un sutil cambio en la poca luz ambiental hizo que forzara la vista en cierta dirección. Me pareció adivinar, más que ver, una gran sombra, pero una ráfaga de luz procedente del foco de Ufo desvió mi atención. Mi amigo me indicaba que su tanque estaba a la mitad. Interrogué mecánicamente a la pareja y comprobé mi propia autonomía, retomando el regreso al punto de fondeo. Antes de iniciar el ascenso, les indiqué por señas que aún no habíamos entrado en descompresión aunque respetaríamos la parada de seguridad, empezando a subir, mano sobre mano, a un ritmo lento pero constante. Seis minutos más, una pequeña eternidad de 360 segundos y ya podría secarme, calentado en cubierta por la caricia de los débiles rayos del Sol poniente… Ascendí el último y cuando me disponía a subir por la escalera, mi querido e inefable Ufo, con la cara desencajada, me gritó:
-“¡El foco!¡Mi foco! Se ha caído!”-exclamaba mi cliente-“¡joer, tío, y no tenía ni un mes! ¡y me ha costado una pasta gansa! Por favor, por favor, ¿puedes bajar a buscarlo? A mi ya no me queda aire!
Adiós a las esperadas caricias de mi toalla Mimosín. Adiós al solecito. Adiós al descanso reparador. Bienvenido a la fría, húmeda, obligada y tiritante cara oscura del mundo del buceo (Jo, tío, que suerte tienes, bribón, todo el día buceando…Y la “peña” en pelotas a tu alrededor…Y encima cobrando, tú!)
A esta hora de la tarde nuestra embarcación se encontraba ya dentro del sombrío abrazo de la costa cercana. La zona de inmersión está dominada por los altos acantilados característicos del lugar, que hunden sus espectaculares paredes verticales en las azules aguas y que tienen el inconveniente añadido de sumir en sombra a la zona litoral cuando el Sol está bajo.
Me encomendé mentalmente a santa Crisálida, patrona de los capullos, para que me facilitase la recuperación del dichoso foco mientras empezaba la cuarta inmersión del día. O la tercera continuada, qué más daba… Comprobé que aún conservaba una buena provisión de aire en el tanque; ojeé la pantalla de los 2 ordenadores (si, llevo dos; la electrónica y el agua de mar no hacen buenas migas) para cerciorarme de que todo marchaba bien, vacié pulmones y me dejé caer cabeza abajo, escudriñando la nada…
Tuve suerte. Bueno, “suerte” es un decir. Unos veinte minutos más tarde el haz de mi propio foco arrancó un destello cobalto que resultó ser el preciado “gusilus” de Ufo. Colgué el mío del cinturón y comprobé el nuevo foco, casi por acto reflejo. Un potente haz de luz fría rompió la creciente oscuridad. Cerré el interruptor y entonces percibí claramente un cambio en los claroscuros de las aguas que me rodeaban. Una sombra enorme, más densa y opaca que el fondo, acababa de desviarse hacia mi izquierda, como preparándose para rodearme.
La adrenalina sacudió mi espinazo como una descarga eléctrica. La oscuridad creciente y la turbiedad del agua me impedían ver con claridad más allá de unos 5-6 m. Conecté nuevamente el foco para taladrar las aguas y descubrir la amenaza. Giraba constantemente la cabeza en un intento de ver algo cuando la enorme sombra surgió de repente a mi derecha y se abalanzó sobre mí, en una trayectoria circular que me llevaría directamente a sus fauces. Por puro miedo, en un intento de pasar desapercibido, apagué la luz.
Funcionó.
Haciendo gala de una extraordinaria acuaticidad, el enorme pez cambió su trayectoria en un santiamén, desvaneciéndose en el límite de mi visibilidad, para materializarse de nuevo, esta vez a mi izquierda, rodeándome. Sin prisas. Parecía sopesar fríamente la situación antes de pasar al ataque final.
Mi cerebro, híper excitado, intentaba identificar a la bestia que se mantenía a cierta distancia, indecisa o jugando claramente conmigo, segura de su superioridad… Intentaba identificarlo para poder prever sus reacciones, al tiempo que quería saber su posición para defender la mía. Escenas de grandes tiburones blancos jugueteando con crías de foca u orcas divirtiéndose con sus presas antes de destrozarlas a dentelladas acudieron a mi mente. Fauces, mandíbulas trituradoras, enormes dientes afilados…Es fantástico lo que puede ayudar el cerebro en casos así. Parece como si se tomara su propia venganza, el mamonazo.
¿Pero QUÉ diantre era ese enorme monstruo? Sus rapidísimos cambios de dirección denotaban la posesión de unas grandes aletas pectorales, como un enorme tiburón. Pero los tiburones no se mueven ni atacan así, por las buenas. Y menos a un buceador perfectamente equipado, a pesar de las películas y falsos documentales que pretenden vendernos esa imagen. Había buceado cientos de veces con tiburones de muchas especies diferentes y nunca me había sucedido ni un solo amago… Incluso con un blanco. Nunca… bueno, una vez con un par de tigres, la hembra venía por detrás, inadvertida, y nos pegó un buen susto a mi compañero y a mi…
Pero ese pez no era un tiburón. Era demasiado grueso por el centro y en su avance no cabeceaba hacia los lados, sino que se movía recto, como un atún. Pero tampoco existen los atunes de más de 6 metros…
¿Una orca? En cierta ocasión, un pescador local me contó que vio a un grupo de ellas, hace ya muchos años… Pero tampoco. Esos cetáceos tienen un movimiento vertical de su aleta caudal. Y eso, ese pez, fuera lo que fuese, no movía nada y, sin embargo, se desplazaba rápidamente y sin movimiento aparente, como un Nazgûl, los demoníacos caballeros que perseguían al Hobbit… Otra imagen de autoayuda mental. Gracias, cerebro. Prometí trasplantarlo en un futuro, si llegaba a contarlo…
Una ojeada al ordenador me indicó que tenía un techo de descompresión. Al cuerno con él. Si conseguía salir del agua con vida, ya me llevarían a la cámara hiperbárica. Habían transcurrido pocos minutos desde el encuentro, pero ya se me antojaban siglos. La cabeza me daba vueltas mientras miraba en todas direcciones intentando descubrir al monstruo. Mi respiración se había acelerado y la reserva de aire se estaba agotando por segundos. Tenía que pensar. Y rápido. Pedí perdón a las neuronas por la amenaza del trasplante y supliqué su ayuda. Esta vez, conmovidas, me dieron un plan. Incluso parecía lo suficiente bueno como para que funcionase: llegar hasta la botella de seguridad, que colgaba allá arriba, desamarrarla y descender de nuevo. Imposible pretender subir al barco mientras la bestia estuviese cerca. Si lo intentaba, tenía todos los números para hacerlo por partes. Así que sólo podía hacer lo siguiente: pillar la reserva de aire, descender por enésima vez procurando no dar nunca la espalda al bicho (¿dónde diantres estaba?), arrastrarme por el fondo panza arriba con la botella delante como escudo hasta alcanzar la base del acantilado cercano y luego subir de espaldas, con la retaguardia protegida y teniendo que ocuparme sólo de lo que viniese de frente. O de abajo. De ese modo y con suerte (Señor, un detalle, que me la merezco) intentaría llegar a una brecha que conocía y que continuaba por el acantilado, sobre la superficie, lo suficientemente ancha para guarecerme y lo suficientemente estrecha para protegerme del Diablo hasta poder pedir auxilio. No se me ocurría nada mejor y sí muchas cosas peores. No había plan B.
Llegué hasta la botella, cambié de regulador y me disponía a bajar cuando vi que el pez se movía, modificando su posición, lo que indicaba sin lugar a dudas que se disponía a descargar su golpe final. El juego había terminado. Esta vez iba en serio. No temo a la muerte, sólo que nunca me ha gustado estar allí cuando se presenta.
Observé su silueta confundirse con la sombra de la embarcación, situándose bajo la misma, como queriendo cortar todo intento de aproximación a ella. En este momento yo me encontraba más abajo, iniciando el descenso, con una botella en la espalda y la otra sujeta delante, sin poder verle bien, así que decidí encender los dos focos para iluminar bajo la quilla. Encender las dos potentes luces y provocar su ataque fue todo uno. La gran masa oscura se arrojó sobre mí. Mi inconsciente me impelía a cerrar los ojos al horror pero mi curiosidad de naturalista aficionado me impedía hacerlo, manteniéndolos abiertos, en un último intento de identificar a mi agresor. Saber quién era mi asesino, triste consuelo de despedida…
Y así pude ver a la diabólica criatura como traspasaba finalmente el límite y se me echaba encima. El ataque definitivo del Leviatán, del gigante, del maldito pez. Mejor dicho: de miles de ellos. Un gran cardumen de pequeños pescados azules se movía al unísono, como uno sólo, estimulados por los haces de luz fría. Segundos antes habían buscado refugio bajo la sombra protectora de nuestra embarcación, asustados por ese extraño ser que venía del fondo, haciendo ruido y amedrentándoles con sus burbujas, y al tiempo, atrayéndolos con los destellos de sus focos…
La última estocada de ese órgano cachondo que en otros reconozco y denomino cerebro, no tardó en aparecer, destellando como un flash:
“Los espartanos se equivocaban: lo más importante es conocer bien a tu enemigo”.
Sólo le faltaba añadir: -“¡Gilipollas!”
Y hablando del tema,
-“¡Mi foco! Osti, gracias, mil gracias, tío! Oye… ¿te debo algo?”
Enmarcado por la silueta kárstica del acantilado, el cielo asomaba teñido con toda la gama de rosas, rojos, y púrpuras. La sangre de los dioses se había derramado una vez más en una exhibición de belleza como sólo la fina luz ampurdanesa nos tiene acostumbrados a despedir algunas tardes de final de verano.
Una ojeada al norte me confirmó lo que ya suponía: empezaba a formarse un claro entre las nubes bajas, como un ojo. El ojo de la tramontana, la puerta fronteriza por donde se cuela Boreas, el viento del Norte en estado puro. Frío, seco y cortante como una navaja. Un viento que conforma paisajes y forja caracteres, encrespando las aguas con la fuerza de su hálito.
Con un poco de suerte, mañana descansaría…

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45. EXPERIENCIAS DE BUCEO DE ENRIQUE STEFFENS

Estando en Nápoles (Italia), salía un barco cargado de armamento y tropas y fue bombardeado y luego hundido por los ingleses, entonces había que sacar lo que había quedado del barco, para repararlo y recuperar el armamento y los cuerpos, que los encontró atascados en los ojos de buey, fue un triste trabajo, porque hubo que empujarlos para que salieran y sellar los ojos de buey para poder reflotar el buque.

Algunos relatos son sorprendentes como éste; en el puerto de de Le Havre, en Francia se encontraba un enorme barco de pasajeros que había sido hundido por los bombardeos, cerca de la orilla, como se encontraba de costado, había que pasar las cuerdas por debajo, para poder darlo vuelta y oh! sorpresa, se encontró con una enorme cantidad de vino y piezas enteras de telas que no se habían mojado, que no habían sido destruidas por el agua.

La empresa lo manda trabajar a Grecia, ha sacar de un barco alemán que se encontraba hundido en la costa, lingotes de oro, pero cuando baja, también una gran sorpresa, el oro no estaba, los griegos habían sido mas rápidos que los alemanes, es su lugar había ladrillos, esto fue fácil para los griegos, porque estaba en aguas pocos profundas y ellos saben bucear, solamente aguantando la respiración, este trabajo, le trajo consecuencias, nadie le creyó, creían que él se había robado el oro, pero otra vez tuvo suerte, terminaron creyéndole.

En Hamburgo, estaba trabajando colocando pilotes para el amarradero de los barcos, cuando suena la sirena de alarma de bombardeo y toda la tripulación del barco que estaba arriba se olvidan de él, y corren al refugio para salvarse, quedando el solo abajo y casi sin aire, recurre a unos tubitos de aire que llevaban como repuesto, pero el buzo que había usado anteriormente, los había gastado, porque eran 2 buzos con un solo traje, siente que se estaba hundiendo en el barro y con mucho esfuerzo logra zafarse, perdiendo un zapato, pero el traje era muy pesado, tenia 180 Kg. le costaba moverse, como pudo fue llegando a la orilla.
En el momento que logra salir un poco a la superficie, vuelven a bombardear y el refugio donde estaba toda la tripulación se hunde con todos ellos adentro, se siente impotente, hasta que logra sacarse la escafandra, pero no el traje, para eso siempre necesitaba ayuda, se encuentra solo tirado en la playa, hasta que alguien lo ve tirado en arena creyéndolo muerto; lo ayuda a sacarse el traje, cuando comienzan a bombardear de nuevo, las bombas caen a su alrededor y otra vez ese ángel que lo acompañó desde niño, vuelve a salvarlo.

En Alemania tenían que arreglar la tubería de una represa y había 35 grados bajo cero, ¿cómo entraban al agua? hicieron un agujero con una sierra para poder cortar el hielo y bajar a 60 metros de profundidad, y acá tuvo uno de los accidentes mas peligrosos de su vida,
La manguera que le proveía el aire se congelaba y de arriba le echaban agua caliente, para que no se congelara, pero llegó un momento que este sistema de agua caliente no resultaba, el hielo era mas fuerte y congeló toda la manguera, no pudiendo salir a la superficie , ve que los pequeños tanques de oxigeno estaban vacíos y en ese momento ve que su fin estaba cerca, se despide de sus compañero por teléfono, pero ello logran mandarle aire y el traje se infla y logra subir, pero estaba perdiendo el conocimiento y cuenta que vio un túnel de muchos colores con un fuerte zumbido que lo va absorbiendo y ya sin conocimiento sube como un torpedo, porque tenía el traje inflado de aire y con la fuerza que llevaba, perfora la gruesa capa de hielo de 85 cm. rompiendo la escafandra y también su cabeza, sus compañeros lo suben y estaba ya morado por la falta de oxígeno, pero logran revivirlo, hasta que consiguieron un médico que le colocó una inyecciones y así salvó nuevamente su vida y al otro día a trabajar de nuevo, porque no había tiempo para enfermarse, todavía hoy, a pesar que estos relatos los he escuchado muchas veces, me hacen llorar, porque veo ese niño; porque era un niño, trabajar tan duro, creo que por ser tan duro ha llegado a vivir hasta esta edad.

En el año 1951 es contratado para trabajar en Argentina, no sabiendo donde se encontraba este país, se embarca con un equipo de 8 buzos, porque se hablaba de otra guerra con Corea y había sufrido tanto, que prefirió alejarse de su patria, a volver otra vez a pasar semejante experiencia.
Llegan a Tierra del Fuego, o sea el fin del mundo para algunos, sin embargo yo le llamo el principio del mundo; para reflotar un barco alemán de pasajeros llamado “Monte Cervantes”, que se había hundido en el Canal Beagle, el canal que une los dos océanos; el Atlántico y el Pacífico, en el sur de Argentina.
El gobierno argentino quiere reflotarlo, para agregarlo a su flota, pero no consiguen hacerlo, tratando de reflotarlo y encontrándose a 60 metros de profundidad, trabajando dentro del barco, cortando con soplete, porque es especialista es soplete submarino y soldadura submarina y experto en explosivos; tiene que entrar dentro del barco para cortar el mástil y cuando había casi había terminado, después de trabajar 9 horas, el barco comienza ha hundirse, porque le faltaba el sostén del mástil y en esos segundos piensa en volver arriba a buscar los explosivos, porque con este sistema la tarea se hacía mas fácil, así él no tenía que estar dentro del barco. Este ascenso debe hacerse muy despacio, porque había estado muchas horas bajo el agua, trae los explosivos, los coloca y se va arriba, pero los cartuchos no explotan, seguramente era pólvora vencida, baja nuevamente a buscarlos para colocar otros nuevamente, la explosión resultó como esperaba, pero tenía que bajar a verificar si la explosión era como esperaba, todo había salido bien, menos él que tenía que subir lentamente y faltándole 20 metros para llegar a la superficie, siente los efectos de la llamada enfermedad del buzo, que es la falta de oxígeno en la sangre, no pudiendo subir porque lo atacaron fuertes dolores y casi sin vida logra llegar a la superficie, teniendo que pasar 15 horas en la cámara de descompresión y luego a 3 metros de profundidad, haciendo ejercicios. Cuenta que era tan grande el dolor de cabeza, que la apretaba y en sus manos quedaron sus cabellos, logrando gracias a ese ángel, quedar sin ninguna secuela, porque muchas veces sus miembros inferiores quedan paralizados o pierden la vida.

Dentro de ese mismo barco, cuando estaba soldando los remaches, lo aprisionó un pulpo gigante, porque ese era su hábitat, teniendo que regresar para que sus compañeros lo libraran de ese fuerte abrazo, cosa que fue muy difícil, porque tuvieron que cortarlo de a pedazos.

En la ciudad de Caleta Olivia, Provincia de Chubut, siempre en Argentina, cuando estaban colocando la cañería de petróleo, porque él fue el primero en iniciar este trabajo y tratando de nivelar un bloque de cemento de 150 toneladas que cerraba la cañería y como había mucho oleaje, este bloque cayó aprisionando la manguera de oxígeno, en esa época los trajes de buzo no tenían teléfono, solamente podían tirar de una soga, al ver que no subía, baja uno de sus compañeros, logra cortar el resto de la manguera y llevarlo arriba, prácticamente muerto y él recuerda que ve un círculo de colores como un túnel que lo va absorbiendo con un fuerte zumbido, cree que eso es la muerte.
Lo tiran en la playa creyéndolo muerto, y otro compañero no se da por vencido y comienza con los primeros auxilios, a pesar que ya estaba morado por la falta de aire, hasta que consigue revivirlo, otra vez su ángel guardián no lo abandonó, además hay una anécdota; este buzo que lo salvó era un italiano que había estado en la guerra con él trabajando en Italia, así volvieron a verse después de tantos años.

En la ciudad de Puerto Madryn, en la Provincia de Chubut, se encontraba realizando reparaciones en un muelle viejo, teniendo que limpiarlo porque estaba lleno de mejillones y algas y encontró un ayudante, poco convencional, un poco grande, pero muy bueno para limpiar los pilotes del muelle, una hermosa ballena franca, que venía a saludarlo todos los días y ha rascarse los parásitos de su piel, se rascaba con tanta fuerza que en un momento todo quedaba limpio, ahorrándole horas de trabajo y él en recompensa todos los días le traía peces y se los daba en la boca, entonces ella se acercaba a su escafandra, y parecía que le daba un beso y con un canto muy fuerte se alejaba hasta el otro día.
Siempre me dice que fue la experiencia mas hermosa que tuvo en todos los años de trabajo, que ese hermoso e inteligente animal conviviera con él.
Pero también tenía otros amigos que no ayudaban tanto, los lobos marinos, se divertían robándole las herramientas, aunque al rato se las devolvían, acercando sus hocicos a la escafandra como riéndose.

Trabajando en la Usina de Calchines, ubicada en la ciudad de Santa Fé, que proveía de luz a toda la ciudad, tuvo un accidente, el mas grande en toda su historia de buzo.
Estaba cortando con soplete el hierro de las cámaras, para poder entrar a limpiar y ena de las 4 turbinas estaba trabajando, éstas no se pueden parar, porque sino dejan sin luz a toda la ciudad y están trabajando con 3.000 litros de agua por segundo, pueden imaginarse la fuerza que tiene y en un momento dado esta turbina lo absorbió y lo fue llevando hacia adentro; era un caño de 15 metros y en el fondo estaba la turbina trabajando con sus paletas a una velocidad increíble, entonces piensa que ese era su fin y que va a morir cortado en pedazos y esconde las manos atrás, porque si se las corta iba a sufrir mas, mejor era que le cortara la cabeza así no sentía nada, pero ahí otra vez estaba su ángel guardián: encuentra una chapa atascada y logra aferrarse a ella, mientras tanto en la boca del año, en el río, estaban los compañeros en una balsa con flotadores, cuando todo se da vuelta y se dan cuenta que algo grave pasaba adentro y logran avisar que paren la turbina y enciendan otra: así logran sacarlo casi muerto, porque no tenía aire. Logran colocarlo arriba de un bote y comienzan a sacarle el traje y se dan cuenta que tenía el brazo derecho sacado de su lugar, lo tenía casi sobre la espalda, eso fue de tanta fuerza que hizo aferrado a la chapa, para que no lo absorbiera la turbina, esto le provocaba un terrible dolor: y se produce otro mal momento, en el bote en que lo llevaban a la playa, se da vuelta debido a fuerte correntada del río Paraná y para poder llegar tuvieron que nadar, pueden imaginarse el terrible dolor.
Llegan al hospital con tanta mala suerte, que había paro de médicos, un enfermera se compadeció de él, le dio un calmante y le colocó una almohada bajo el brazo hasta que llegara algún médico, a las horas consiguen uno, tienen que dormirlo para colocárselo en su lugar, pero había perdido mucho líquido y tuvo una larga recuperación, que por mucho tiempo no pudo volver a bucear, hasta el día de hoy, ese brazo le duele hasta para afeitarse.

En la Ciudad de Paraná, se construye el primer túnel subfluvial de América que une las ciudades de Paraná y Santa Fé, bajo el caudaloso río Paraná, ésta grandiosa obra fue construida por las empresas Hochtieff, alemana y Vianini, italiana y allí trabajó Enrique Steffens, como contratista teniendo bajo su mando 18 buzos, que sin este equipo de valerosos hombres, esta obra no hubiera sido posible.
Como jefe que era, tenía que hacer la última inspección para la colocación del tubo, tenía que ver que toda la zanja que se había hecho a 30 metros del lecho del río, estuviera limpia. Estaban colocando el tubo Nº 13, son 36 y éste se encuentra justo en la mitad del río, este tubo les tocó 3 meses de arduo trabajo colocarlo, no podían lograrlo, les dio mucho trabajo: que cosa rara no, el Nº 13, no creen Uds que es para pensar?.
Sigo con mi relato, en el momento que está abajo, la pared de arena que servía para contener el tubo cuando llega abajo, se desmorona y lo aplasta esa enorme cantidad de arena, permanece 20 horas bajo el agua, mientras los buzos con paciencia van abriendo un hueco en esa enormidad de arena y consiguen sacarlo, esta vez con mas suerte que en los anteriores accidentes tenía aire, para permanecer tantas horas en esas condiciones, éste fue uno de los grandes accidentes, fue en el año 1968, el año siguiente esta maravillosa obra fue inaugurada y hasta el día de hoy, nos presta un incalculable servicio y se encuentra en perfecto estado de circulación.

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