miércoles, 30 de septiembre de 2009

50. RESPIRAR

Respirar era lo más importante. De hecho, lo único importante Y, al menos, de momento continuaba respirando. Envuelto en las tinieblas, desorientado y sin saber de cuánto tiempo disponía, debía tratar de tranquilizarse y empezar a pensar.
Su vida dependía de ello.
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El sol languidecía tras el horizonte y el cielo iba dejando entrever las primeras estrellas en una atmósfera limpia y sin nubes en la que ya brillaba el cuarto menguante. La temperatura del aíre había descendido un par de grados y una suave brisa apenas ondulaba la superficie del mar. La inmersión comenzaba con su habitual rutina, un minucioso preparativo del equipo de buceo en la penumbra del claro de luna.
Se enfundó el traje de neopreno sin prisa, disfrutando de la quietud nocturna de la bahía. La respiración del mar, ese rítmico murmullo del oleaje al romper contra la costa, le arrullaba con su aliento de espuma y salitre. Le gustaba bucear solo, y ahora más que nunca necesitaba estar solo. A pesar de que las normas de seguridad en el buceo insistían en que nunca se debe bucear en solitario.
Sumergirse en el mar tras el ocaso puede llegar a ser una experiencia casi mística. Uno se funde con el negro firmamento subacuático tachonado de plancton bioluminiscente donde sólo parece existir lo que el haz de la linterna araña a la penumbra del lecho marino. El resto del cosmos puede resumirse en colosal agujero negro del que tan sólo escapa el incesante rumor del océano que envuelve al buceador, acunándole con sus mil voces.
A los diecisiete metros de profundidad tocó fondo junto al farallón rocoso de la cala en la que se había sumergido. Era la segunda vez que buceaba en aquel paraje, y sabía que no era demasiado profundo y que el oleaje no batía con fuerza contra el irregular acantilado de piedra caliza. Su plan era sencillo, iniciar la inmersión con la pared de roca a mano izquierda y antes de que la presión del aire en su botella llegase a la mitad dar media vuelta y deshacer el camino navegado con la pared a mano derecha.
Pero en realidad lo único que deseaba era zambullirse en las negras aguas de la bahía y dejar atrás el mundo de la superficie. Olvidarse de todo, escuchando su propia respiración, el siseo del aire saliendo del regulador a su boca y el borboteo de su aliento resbalando por sus mejillas de regreso a la superficie. Bajo el agua, la respiración adquiría la consistencia rítmica de un mantra vital, que llegaba a dislocar su mente de la vida tierra adentro.
Pero no esta noche.
Los crinoideos habían salido por docenas de sus madrigueras diurnas y danzaban con sus incontables brazos en busca de las partículas de alimento en suspensión, oponiéndose a la suave corriente del fondo. Un par de sepias, se comunicaban entre sí con destellos azulados mientras no perdían de vista al buceador con sus enormes ojos de pupila en W. Pero su mente estaba muy lejos de allí. Continuaba anclada en aquella amarga tarde de hacía poco menos de un mes. En su apartamento patas arriba, en el armario revuelto, los cajones vacíos, y la nota manuscrita pegada con un imán en la puerta de la nevera.
Una escueta despedida tras poco más de cuatro años de convivencia, y en la que Sofía justificaba, además, el haberse llevado a Miss Lorelei, la gata tricolor que encontraron, la misma semana que comenzaron a vivir juntos, en un contenedor de basura cuando era una cría recién nacida. Sofía siempre decía que aquella gatita era la encarnación viviente de su relación. Y parecía ser cierto, después de todo. Lorelei llevaba tristona una buena temporada, sin apetito apenas y llenando el sofá de pelo. Más que la nota de la nevera, o los cajones vacíos o revueltos, era la ausencia de la gata lo que terminó por convencerle de que aquello se había acabado.
Las cosas en la vida son así, empiezan y acaban. Pero él aún no estaba preparado para que lo suyo con Sofía terminase. Ni siquiera tras la última discusión en la que ella le dijo que ya no aguantaba más, que se estaba asfixiando y que tenía que salir de allí. No la creyó. Sofía nunca había sabido aguantar la respiración, por eso nunca quiso aprender a bucear. Y en la vida, a veces, uno también ha de saber contener la respiración, precisamente para no asfixiarse. ¿No es cierto?
Hacía ya casi un mes de todo aquello. Cuatro semanas en las que además de un par de inevitables borracheras y de una lamentable espantada de un club de alterne -al que le llevaron casi a rastras unos de esa clase de amigos-, se había dedicado a buscar cualquier rastro de Sofía en el naufragio en que se había convertido su apartamento, o quizá su propia vida. La buscaba en cada escorzo femenino a la vuelta de cualquier esquina, tras el timbre del teléfono, o tras el velo de sus ojos cerrados en las innumerables noches de insomnio. Pero ella ya no estaba. Y ahora era él quien sentía la opresión en su pecho, una opresiva asfixia que se resistía a abandonarle y que atenazaba su garganta.
Por eso decidió buscar refugio en el fondo del mar. Allí, todo es extraordinariamente sencillo, tal y como sentenció con pompa su instructor militar de buceo en una de las primeras clases de teoría del curso. “Bajo el agua, la vida se rige por las leyes físicas de la hidrostática y por la ecuación general de los gases ideales. Las cumples y vives, las infringes y seguramente morirás. Hermoso de puro simple. No digáis que no. Ahora la pregunta es ésta: ¿estáis dispuestos a morir o bien preferiréis seguir con vida?”
Sin duda, el buceo más especial es el buceo a gran profundidad, casi en el límite al que pueden penetrar los rayos del sol. En esa indescriptible penumbra de tintes ocres donde el buceador se encuentra de frente, más allá de su miedo, con su propia alma. Allí abajo uno se ve a sí mismo y se interroga, ¿por qué?, ¿hasta dónde?, ¿hasta cuándo? Y únicamente si es capaz de resolver el misterio de aquellos tres acertijos podrá regresar con vida y memoria a la superficie para contarlo, una vez más. Él solo, sólo él, renacido, con el alma pura y la mente despejada de cualquier sombra de duda o de temor.
Pero a falta de eso, el buceo nocturno es una buena alternativa. Una especie de refresco light que casi, casi, sabe igual que el original, y que habitualmente produce unas sensaciones similares, en especial para aquellos que jamás se han adentrado en las tripas de algún pecio profundo y de siniestro contorno, en la gruta de hielo de un lago glaciar, o por las galerías calcáreas de un cenote.
El ordenador de buceo indicaba que ya habían transcurrido treinta y cuatro minutos de inmersión. Se había distraído arrastrado a la deriva por sus pensamientos y había perdido la noción del tiempo. Hacía rato que debería haber iniciado el regreso. Con la linterna hizo un barrido a su alrededor mientras aleteaba para girar sobre sí mismo. De pronto, el haz de luz reveló a un par de metros otra pared de roca. ¿Se había adentrado en un cañón submarino? Cualquier cosa era posible, tan absorto había estado en sus preocupaciones que bien podía haber penetrado en una grieta del irregular paisaje calcáreo del fondo. Pero lo que el haz de su linterna descubrió a continuación, mientras trataba de orientarse, le hizo saber que se encontraba en apuros. En verdaderos apuros.
Sobre su cabeza se cernía un techo de roca, con el lóbrego aspecto de la losa de un gigantesco sarcófago. Se encontraba atrapado en el interior de una gruta submarina en la que no sabía cuándo había entrado, y por lo tanto no tenía ni la menor idea de a qué distancia se encontraba de la salida. A su izquierda un enorme congrio le observaba desde una grieta con ojos redondos e inexpresivos. Ignorando al animal, iluminó sucesivamente ambos extremos tratando de ver algo que le indicase el principio o el fin de la galería y el regreso a mar abierto. En ambos casos la respuesta fue idéntica: el haz de luz se perdía en la negrura de un recodo rocoso tapizado de esponjas incrustantes anaranjadas. La escasez de vida en las paredes de la galería parecía confirmarle que se encontraba lejos de la luz que durante el día se cuela desde el mar abierto. En otras palabras, lejos de la salida.
Los buceadores de cuevas saben que sólo hay un entorno de buceo más comprometido que una cueva, y ése es una cueva en la que no sabes tu posición o en qué dirección se encuentra la boca de entrada. Por eso, siempre entran en ellas con un hilo guía, que denominan por un buen motivo hilo de Ariadna, y que como a Teseo les une físicamente a la entrada de la cueva subacuática. Sin hilo guía, y con buena parte del aire de la botella consumido, el pánico – el principal peligro de la profundidades - parecía acechar como el temible minotauro tras cada sombra que el foco de la linterna arrancaba de las paredes de la cueva.
Su corazón comenzó a latir desbocado dentro de su caja torácica, y un escalofrío pareció congelar el agua de su espalda dentro del traje de neopreno. Sin previo aviso, el asa del foco subacuático se le escurrió de los dedos agarrotados. La linterna golpeó contra el fondo, levantando el sedimento como una explosión volcánica a cámara lenta. Parpadeó un par de veces y todo quedó a oscuras.
Bajo el agua, la oscuridad no tiene la textura evanescente de la superficie. Ahí abajo, las tinieblas tienen la consistencia pegajosa de la brea, y se agarra a la máscara de buceo, al neopreno y a cada poro de la piel con morbosa tenacidad. Penetra en el torrente sanguíneo como la tinta china, rellenando las entrañas, colmando los globos oculares y el propio entendimiento, hasta dejar a su víctima sometida a la más claustrofóbica indefensión. Es un pánico primigenio, que supura desde la médula espinal con desgarro. Así es la oscuridad en las profundidades marinas, y nadie que la haya experimentado aunque sea unos instantes, es capaz de llegar a olvidarla.
Los latidos del corazón retumbaban en sus sienes y en su garganta, y parecían querer huir de su pecho haciéndolo estallar. A tientas, escarbó febrilmente en el lodo del fondo hasta dar con la linterna. Pero no había nada que hacer. Estaba muerta, el filamento de la bombilla halógena se debía de haber partido con el impacto. En su muñeca apenas podía adivinar el difuso resplandor de la pantalla fosforescente del ordenador de buceo, a través del fango que enturbiaba el agua. Ya ni siquiera podía leer los parámetros de inmersión ni saber la presión del aire comprimido de la botella. Estaba absolutamente perdido a su suerte.
La única certeza parecía reducirse a la muerte. Moriría ahogado, y temía que ocurriese en cuestión de minutos, pues su respiración agitada no era de ninguna ayuda. Había leído sobre ello y, aunque era lo que menos deseaba, su cerebro se empeñaba en recordar aquellas lecturas con la indiferencia propia de un informe forense.
Cuando el agua penetra en las vías respiratorias la epiglotis se cierra para proteger los pulmones. Esto se denomina apnea refleja, tan persistente a veces que puede impedir la respiración del ahogado incluso aunque tenga la cabeza fuera del agua. Es esta apnea junto a la eventual presencia de agua en los pulmones lo que provoca un edema pulmonar traumático, que mantiene el déficit de oxígeno en el sistema respiratorio e interfiere en el intercambio gaseoso de los alvéolos pulmonares. Esto causa la disminución anormal del oxígeno en la sangre arterial. En un par de minutos, la falta de oxígeno se traslada a todos los órganos del cuerpo, especialmente al tejido neuronal, provocando su colapso y, en pocos instantes, la muerte.
Permanecía inmóvil en medio de la opresiva oscuridad. No. Lo cierto era que se había quedado absolutamente petrificado. Un nuevo escalofrío le paralizó. Y tuvo que contener un golpe de nausea que le amenazaba con llenar de vómito su regulador. Había perdido cualquier punto de referencia, y debía tratar por todos los medios de serenarse y pensar. Después de respirar, lo más importante era pensar con lucidez, y no dejarse llevar por el pánico, que acechaba agazapado al final de cada pensamiento, de cada inspiración, de cada estímulo que llegaba a su cerebro.
Privado de la vista, decidió cerrar los ojos y concentrarse en sus demás sentidos. Debía reconstruir sus últimos movimientos antes de quedarse a oscuras para tratar de averiguar su posición en el interior de la galería. El corazón continuaba latiéndole en las sienes y en la garganta. Sabía que si tomaba la dirección equivocada, se adentraría más y más en la caverna del acantilado calcáreo alejándose de la salida, hasta agotar su reserva de aire y encontrarse frente a frente con los ojos del minotauro.
Debía tranquilizarse y tratar de recordar. Pero, sobre todo, debía convencerse de que mientras siguiese respirando le quedaban esperanzas de dar con la salida de aquel laberinto, antes de que fuese demasiado tarde. Inspiró profundamente mientras sus pensamientos se ordenaban en su mente. Si no estaba equivocado, a sus espaldas estaba la pared que le había cerrado el paso transformando su inmersión en aquel infierno. Y, por lo tanto, frente a él se encontraba la pared que había sido su referencia durante la inmersión. Ése era su objetivo.
Alargó la mano cuanto pudo. Nada. Se estiró un poco más. Sus dedos continuaban arañando el vacío. Tímidamente batió las palas de sus aletas y avanzó, tratando por todos los medios de no perder su orientación y de moverse en línea recta. Aunque aquello era más un acto de fe que una certeza. Instintivamente abrió los ojos y la oscuridad volvió a acelerarle el pulso, por lo que volvió a cerrar los párpados de inmediato. Alargó el brazo una vez más y, cuando casi había renunciado, las yemas de sus dedos rozaron algo con un tacto parecido a hígado crudo. Una esponja incrustante. Avanzó un poco más y sus dedos le confirmaron que había dado con la pared. Si su sentido de la orientación no le había fallado, quizá tuviese una oportunidad de salir con bien de aquello. Pero si se había equivocado…
Apoyó las dos manos contra la roca, invisible en la oscuridad, y se tomó unos instantes. No era tanto el efecto narcótico del nitrógeno el que le estaba impidiendo pensar con claridad y rapidez, no a esa profundidad. La borrachera de las profundidades suele atacar al buceador a partir de la cota de los treinta metros, y no creía que se encontrase tan profundo. Su parálisis mental era fruto del miedo y del desamparo que sentía y que le hacía tiritar. El frío que estaba empezando a sentir también contribuía a ello. Tras una pausa que se le antojó eterna, llegó a la conclusión de que debía deshacer el camino andado a tientas, teniendo la pared de referencia a mano derecha. Sólo así tenía alguna posibilidad de llegar a la boca de la cueva.
Comenzó a aletear lentamente mientras su mano se deslizaba sobre el tapiz orgánico que recubría la irregular pared calcárea. Sus dedos notaban el tacto viscoso de las esponjas, las algas rojas y todos aquellos organismos bentónicos que habitan las tinieblas perpetuas de las grutas submarinas. El tiempo parecía transcurrir con desesperante lentitud y no había nada, absolutamente nada, en aquella oscuridad que le indicase si se estaba aproximando al mar abierto. Lo único que parecía separarle de la muerte en vida era el burbujeo del aire que exhalaba cada vez con mayor prevención y el tacto de la roca en sus dedos. Pero, sobre todo, esa recurrente imagen mental de la aguja del manómetro entrando en la zona roja del dial, indicándole que su reserva de aire se agotaba. Por más que lo intentaba no podía quitársela de la cabeza.
Trató de pensar en recuerdos agradables, aquella película mental que su instructor de apnea le dijo que debía usar para no pensar que estaba aguantando la respiración. Con aquella técnica había logrado en sus buenos tiempos de apneista subacuático estar sin respirar casi cuatro minutos. Muy lejos del record mundial de algo más de once increibles minutos, pero un tiempo más que considerable para la mayor parte de la gente. Hacía mucho que había dejado de entrenar y practicar el buceo en apnea, y su película mental casi se había diluido en el olvido. No obstante, trató de recuperar fragmentos, como un ejercicio mental que le alejase de los pensamientos nocivos que trataban de asaltar su mente a cada segundo.
Pero era inútil. Todo se mezclaba en su cabeza como una pesadilla incoherente y siniestra. Comenzó a pedir perdón por el mal que hubiese causado a los demás a lo largo de su vida. Imaginó cuál sería la reacción de Sofía cuando se enterase de que él había muerto. Se descubrió suplicando a Dios, ese dios en el que nunca había creído, misericordia y una segunda oportunidad para enmendarse y hacer las cosas mejor. Se juró que, si salía de aquello, jamás volvería a lamentarse de su suerte o de los reveses de la vida, porque ahora entendía que vivir, el mero hecho de respirar y saberse vivo era en sí un regalo de un valor incalculable. Y no estaba seguro, pero juraría que estaba llorando. Parpadeaba sin parar y no sabía si la humedad de sus ojos era la condensación del interior de la máscara de buceo o sus propias lágrimas.
Un chispazo azulado desgarró aquella impenetrable negrura que se extendía frente a él. Pero tan pronto como apareció, se consumió en la nada. En otras circunstancias le hubiese parecido una metáfora submarina de un relámpago nocturno, pero no en esos momentos. Ahora lo único que deseaba era volver a verlo, y que esa visión se tradujese en alguna esperanza. El tiempo parecía transcurrir con una lentitud insoportable cuando, sin previo aviso, se produjo un segundo chispazo azulado, y casi al instante otro chispazo en un lugar diferente. Bioluminiscencia. Algún organismo marino producía aquellos destellos, quizá una sepia, o un calamar, aunque estos cefalópodos no suelen internarse en las cavernas. Pero aquello le indicaba, al menos, que había abandonado la zona de turbidez y que delante de él el agua era más transparente.
¡El manómetro! Ahora podía intentar consultar el manómetro y saber de cuánta reserva de aire disponía todavía. Pero… ¿era eso lo que realmente quería? Dudó un instante y finalmente retiró su mano del manómetro. Sus dedos continuaban deslizándose por la superficie caliza mientras proseguía su aleteo a lo desconocido. Poco a poco en su mente se fue abriendo camino con fuerza un pensamiento que llevaba merodeando por las circunvoluciones cerebrales desde hacía ya un buen rato. Y por mucho que trataba de desterrarlo iba cobrando forma hasta que finalmente no pudo evitarlo más. ¡Se había confundido de pared! Después de todo, aquella había sido una cuestión de cara o cruz, rojo o negro, pares o nones… Y a él nunca se le dieron bien los juegos de azar. Se sintió flaquear. En los primeros instantes de oscuridad, mientras buscaba la linterna a tientas, quizá había girado sobre sí mismo más de la cuenta y se había desorientado. Y aquella no era la pared que le conducía hacia la salida, sino la que le hundía cada vez más en las entrañas de la tierra.
Se detuvo, y trató de calmarse. Si sus temores eran ciertos estaba condenado sin remisión. A no ser que…
¡A no ser que pudiese encontrar una cámara de aire en la cueva! Era una posibilidad remota, casi absurda, pero en su desesperada situación aquella mínima probabilidad era lo único que le podía dar esperanzas para no dejarse llevar por la locura. Había leído sobre aquello. En Mallorca, no hacía mucho tiempo, un buceador perdido en una cueva salvó la vida, permaneciendo veinticinco horas en una cámara de aire hasta que un grupo de rescate de la Guardia Civil le localizó y le llevó de regreso a la superficie.
Pero las cámaras de aire sólo se dan cuando la cueva submarina asciende hasta la cota del nivel del mar. Allí es donde puede quedar embolsado el aire. Debía, por tanto, saber a qué profundidad se encontraba y si la caverna ascendía o descendía. Eso significaba mirar el profundímetro de su ordenador de buceo. Pero si lo hacía, inevitablemente vería el tiempo que llevaba de inmersión y, con eso, fácilmente podría estimar el aire que podría haber consumido ya de su botella.
Sus ojos se posaron sobre la esfera luminosa de su ordenador de buceo, abrochado en su muñeca. Ahí estaban los datos, contestando con su frialdad digital sus preguntas y sus temores. Dieciséis metros de profundidad. Cincuenta y un minutos de inmersión.
Estaba seco. Estaba condenado sin remedio.
Estaba muerto.
¿O no? Frente a él algo parecía rasgar el telón de oscuridad en el que estaba atrapado. Una claridad lechosa muy tenue, casi fantasmal, parecía filtrarse de un recodo de la galería. Si era producto de su imaginación no podía saberlo, pero ya no le quedaban más esperanzas. Si era la salida tenía que intentar llegar hasta allí. Tensó los músculos de las piernas y comenzó a nadar a toda velocidad sin dejar que sus dedos perdiesen el contacto de la pared de roca. Aunque temía que no le quedase ya tiempo.
La claridad se iba haciendo más evidente. Allí había algo. Aspiró de su regulador y notó como el flujo de aire comenzaba a disminuir. La botella se estaba agotando. Cada nueva inspiración le costaba más esfuerzo, y el caudal de aire iba disminuyendo con velocidad. Aquella era una sensación conocida. Había entrenado más de una vez en la piscina hasta agotar completamente el aire de una botella de buceo. Porque, ¿qué buceador no lo ha hecho? Se trataba al fin y al cabo de conjurar los fantasmas del buceo, de enfrentarse sin peligro a la botella seca, al último soplo de aire bajo el agua, y saber lo que se siente. Por eso, ahora sabía que no le quedaban más de tres o cuatro inspiraciones antes de que la botella dejase de suministrarle gas.
Aspiró por vez primera.
Mientras avanzaba sus dedos iban lijando la roca. Sentía las yemas en carne viva, pero no podía permitirse ceder ante el dolor. Ahora no. Su corazón comenzó a bombear desenfrenado para hacer frente al esfuerzo. El anhídrido carbónico se acumulaba en su torrente sanguíneo disparando sus ganas de respirar. Aguantó todo lo que pudo.
Aspiró por segunda vez.
La sensación era ya decididamente angustiosa. Tenía que forzar la musculatura de su diafragma para extraer un mínimo hilo de aire de la botella de buceo. De pronto, como si se corriese una gigantesca cortina negra, el paisaje nocturno se abrió frente a él. Había desaparecido el techo de roca sobre su cabeza, y desde la superficie se filtraba con timidez el claro de luna.
Aspiró por tercera y última vez.
El hilo de aire que a duras penas se filtraba del regulador fue disminuyendo hasta que se extinguió. La botella estaba vacía, y no había tenido aire suficiente para llenar sus pulmones. Eso era todo. El final de aquella partida contra el tiempo y las profundidades.
Bajo el agua, la vida se rige por las leyes físicas de la hidrostática y por la ecuación general de los gases ideales. Las cumples y vives, las infringes y seguramente morirás.
Sólo le quedaba una única opción. La última. Un verdadero acto de fe en una de aquellas formulas físicas que su instructor escribió en la pizarra mucho tiempo atrás:
P1 x V1 = P2 x V2
Escupió la boquilla del regulador y comenzó a desabrochar las trabillas de su botella de buceo que ahora era tan sólo una carga inútil. Se liberó de su escafandra de buceo y la dejó perderse entre las sombras, rumbo al fondo. Con aquel gesto desesperado se había transformado en un apneista, un buceador que únicamente cuenta con sus pulmones, su entrenamiento y su control mental para sobrevivir en las profundidades. Y ya no le quedaba apenas tiempo. Empezaba a notar como el anhídrido carbónico se acumulaba punzante y su cerebro reaccionaba con sed de aire. Una dolorosa ansia por respirar.
Miró hacia la superficie, unos dieciséis metros más arriba, y vislumbró el resplandor de la luna. Comenzó a aletear en aquella dirección mientras tragaba saliva, tratando de controlar su desesperado impulso de respirar.
Conforme ascendía, la presión hidrostática sobre su cuerpo fue disminuyendo gradualmente y el escaso aire de sus pulmones se fue descomprimiendo, llenándolos poco a poco y calmando milagrosamente su sed de aire. Continuó su ascenso forzándose a no acelerar en exceso para evitar un accidente fatal, mientras notaba que el aire ya había llenado sus pulmones y pedía salir al exterior. Comenzó a soplar con un silbido mudo y, en la penumbra del claro de luna, dejó que las burbujas ascendieran a la superficie por delante de él.
Envuelto en sus propias burbujas rompió la superficie, y con un último y desesperado soplido vació sus pulmones, se arrancó la máscara de buceo y aspiró con avidez el fresco aire nocturno. A su alrededor, las luces de la costa y los reflejos de la luna en el suave oleaje titilaban en la quietud nocturna como estrellas desmoronadas contra el mar.
Estaba a salvo. Estaba vivo.
Volvía a respirar.