lunes, 9 de marzo de 2009

1. EL AÑO QUE DECIDI BUCEAR (VIVIR DE NUEVO)

Cuando aquel año decidí morirme y la gente que me conocía estaban ya rebuscando en los armarios la ropa de luto, apareció mi amigo Juan y con su socarronería me preguntó que a que estaba esperando para preparar el equipo de buceo y largarme con la gente para Tarifa y volver a sumergirme en sus fondos.

Por muchos días no había sonreído, era mas vegetal que persona, mas una piedra de la orilla que es arrastrada por las olas, ahora en la arena al sol, ahora arrastrándome por la capa de conchas muertas que formaban parte de ese primer paso en el azul.
Y por primera vez en muchos meses tenía un motivo para salir de allí y recuperar las ganas de vivir. Volver a la mar y sumergirme en ella, sentirme seguro en el único lugar donde podía ser yo y que hacía que se me escapase una sonrisa.
Lo que no habían conseguido los fármacos, las interminables charlas con el médico, las noches de estar enganchado al teléfono hablando con la familia, lo había logrado una sola frase: volver a sumergirme.
A Tarifa la suelo llamar el lugar donde sopla el viento, cuando alguien me pregunta a donde voy siempre contesto que voy a “Donde sopla el viento”, a sumergirme en sus aguas siempre movidas y frías, a donde confluyen y se pelean el Atlántico y el Mediterráneo, a ese lugar donde bajo sus aguas todo parece haberse detenido muchos años atrás.
Bucear es volar, volar entre las aguas, por encima de los fondos de rocas o de arena, por encima de las praderas de Posidonia o de un bosque de laminarias, perderme entre las cuadernas herrubronsas de un vapor, recorrer los pasillos reventado de un manto amarillo, verde, gris, rojo, azul.

Cuando aquella semana salí del hospital estaba ya Juan esperándome para recogerme en mi casa, años después supe que mi familia le había encomendado encarecidamente que cuidase de mí esos días y que al menor atisbo de tristeza de vuelta para la ciudad. Y lo que ocurrió ese fin de semana es que volvía descubrir la mar, mi mar.
Cuando buceo preparo siempre el equipo con calma, repasando cada parte de el, comprobando que todo funciona, algunas veces desespero a los míos cuando tardo tanto tiempo en prepararlo.
Desde mitad de semana que se que voy a ir a bucear siento mariposas en el estómago, siento la excitación del momento, me llevo el resto de semana mirando el tiempo en la televisión o por Internet, buscando un atisbo de temporal que pueda echar por tierra los planes del fin de semana, aquel primer fin de semana después de tanto tiempo en la sala de un hospital sin mas mar que una foto que tenía en el móvil por fin iba a reencontrarme de nuevo con ella.
Engrasar la cremallera del semi estanco, probar los reguladores, hinchar el chaleco y comprobar que las tiras de las aletas y la máscara aún aguantan alguna inmersión mas, pelearme con la bolsa procurando que todo entre en ella y ponerle baterías nuevas a la linterna y luego cargar todo en la furgoneta del club y poner rumbo a la costa, a mi amada costa.
Detesto los veranos llenos de gente, las playas a reventar, las prisas siempre en el centro de buceo, el no encontrar un lugar donde aparcar en el puerto. Prefiero ese tiempo en el que el aire sopla mas fuerte, en el que la mar hace borreguitos, en el que el aire trae la espuma con olor a sal, a algas, a mar, en el que las olas golpean con fuerza el espigón del puerto.
Salir de la ciudad, cruzar el puente sobre el río y poner rumbo a Cádiz, a Granada, a Almería, a Murcia o a cualquier otro lugar que me aleje de las prisas, de los semáforos, de los pitidos de los claxon de los coches, salir de la rutina cotidiana y volver a mi sitio en el mundo, a ese lugar que me hace sentir bien, cómodo conmigo mismo, en paz con lo que me rodea.

Siempre el mismo ritual, la misma frase en las llamadas a la gente que nos reunimos para bucear: este fin de semana a meterse en el agua. Los días, hasta que marchamos, se hacen eternos y el viernes por la mañana solo hago que mirar el reloj para buscar la hora de salida, las manecillas van lentas, incluso diría que el reloj se ríe de mi de vez en cuando, cuando no lo miro, decide detenerse un poco y hacerme mas larga la espera.
Parar en la misma venta para desayunar o tomar un bocado que nos haga aguantar hasta llegar a la costa, el camarero que ya nos conoce nos da el parte del tiempo y siempre nos pide una fotografía del fondo para colgar en la pared de una venta llena de carteles taurinos y fotografías dedicadas de toreros. Y siempre olvidamos la promesa de traerle una, quizás en nuestro interior queremos sentirnos diferentes, sabernos diferentes y pensamos que la mar, una fotografía de la mar no cuadraría demasiado con tanto ambiente taurino o quizás somos egoístas y no queremos que otros descubran que debajo del agua hay todo un mundo inmenso que les aguarda.
Guardamos para nosotros nuestras sensaciones, nuestras impresiones, a veces pienso que somos como una hermandad, como una de esas extrañas reuniones, intentamos convencer a propios y extraños que se sumerjan, que vean con sus propios ojos lo que se esconde bajo la lámina de agua.
Vivir, es todo lo que pretendía y pretendo, es todo lo que querían y quieren los demás, simplemente vivir, sentirse vivo, sentir ese hormigueo que sube por las piernas y se aloja en el estómago cuando al enfilar la recta que nos saca del interior y nos conduce a la Isla bordeando la mar.
Cuando pasamos esa recta inmensa y dejamos atrás los campos, a veces verdes y frondosos, a veces amarillos y achicharrados por el sol y contemplamos la mar en el borde de la carretera por entre los pinos nos comportamos como niños que salen al patio de recreo de la escuela. El interior de la furgoneta se alborota y todos aplastamos nuestras narices en los cristales de las ventanas contemplando un Océano que cambia de color constantemente.
He visto el Océano azul intenso, verde, negro incluso cuando el cielo amenaza borrasca, he visto el Sol ocultarse tras el horizonte, allá donde la mar y el cielo se confunden y como cuando era un niño me preguntaba que habría detrás del Sol, que lugares se esconderían tras el horizonte, como serian sus gentes.
Cuando era un niño, sigo siendo un niño, pero un niño grande, e íbamos a veranear a la costa, siempre llevaba en mi equipaje unas gafas de bucear de esas redondas con el tubo acoplado a la mascara, era un tubo de aquellos con una bola en la punta que impedía que uno tragase mas agua de la necesaria y luego lo pagase en forma de retortijones de tripa.
Cuando enfilábamos la carretera que nos llevaba al pueblo donde veraneábamos y ya llevábamos sus buenas tres horas de viaje, mi hermano y yo andábamos a la greña, deseosos de salir de entre aquellas cuatro chapas y correr descalzos y desnudos por la arena de la playa, sentir la humedad de la arena de la playa y la brisa de la mar.
Pues cuando ya estábamos en ese plan al que todo niño tiene derecho cuando ya no aguanta mas horas encerrado, mi madre siempre nos hacía el mismo juego: ver quien era el primero que divisaba el faro que alumbraba a los barcos señalándoles la proximidad de los escollos de la costa. Entonces, mi hermano y yo nos calmábamos y dejábamos de pelearnos por ese trozo de asiento libre y olvidábamos que una raya imaginaria dividía su espacio del mío y nos aprestábamos a mirar por la ventanilla de la derecha buscando los destellos del gran faro, y así recorríamos los últimos kilómetros que nos llevaban a ese lugar donde la mar escondía barcos hundidos llenos de tesoros.
Esa misma sensación es la que conservo hoy en día cuando me aproximo a la costa, a la isla, la de pegar la nariz al cristal intentando buscar los destellos del faro que anuncian que la isla está ya a pocos kilómetros.
Y siempre desear llegar a la costa, a ver la mar, a ponerme aquellas aletas Nemrod gastadas, mis gafas de buceo y mi tubo para luego correr a los escollos de la costa Atlántica y sumergirme entre ellos para contemplar entre bocanada y bocanada las bogas navegar en grupos o el pulpo asomar sus sifones por entre las grietas de la roca que lo cobija.
Soy mas de Atlántico que del Mediterráneo, Mare Nostrum tal y como me enseñaron en la escuela, me gusta mas la frialdad de sus aguas cuando ya equipado me dejo caer de espaldas y siento esa sensación que recorre mi espalda, ese frío acerado que despeja y despierta mis sentidos y me hace sentir que estoy vivo, sus corrientes que me llevan y me empujan cuando buceo.
¿Os habéis fijado que en todos los puertos hay un bar que se llama El Ancla o el Besugo o la Isla, que tienen su estatua a los hombres de la mar, que su puerto está lleno de una flotilla de barcos blancos y azules, que tienen una lonja, unas casamatas para que los pescadores arreglen las artes de pesca o que cuando haga temporal se resguarden en ellas esperando que el tiempo les conceda unas horas para salir a buscar el sustento diario?
El olor, siento las cosas por el olor, y los puertos huelen diferente, es una mezcla de salitre, de pescado, de hielo, de algas puestas al sol en las redes, de barcos de gasoil, de tabaco negro de pescador, de esa brisa que lo inunda todo y trae desde el otro lado del estrecho olores de otras gentes, de otras tierras.
Todos los puertos pesqueros, no se porqué razón los puertos deportivos (con sus veleros bien arreglados, sus barcos a motor lustrosos), no me gustan, prefiero los puertos pesqueros, con su pequeño astillero donde reparan los barcos, su marina seca, sus pantalanes de hormigón, sus redes tapadas por lonas y sus suelos llenos de sedales y anzuelos, los carros donde transportan el pescado recién capturado o sus perros vagabundos que te olisquean cuando bajas del coche, son mas auténticos, tienen mas sabor a mar, mas sabor a mi niñez. El café sabe diferente e incluso los vasos son diferentes, esos vasos pequeños y cónicos lavados una y mil veces, donde el tipo que está detrás de la barra es el dueño del bar, un jubilado de la mar que cuenta una y mil historias que amenizan los momentos antes de entrar o después de salir de la inmersión.
Dicen que en la guerra cualquier agujero es trinchera, un poco como los centros de buceo, cualquier lugar se convierte en centro de buceo, un maremagnun de trajes acartonados que se mantienen de pie solos, un lío de latiguillos y de reguladores a medio estropear o medio arreglar dependiendo de las ganas del dueño del centro. Con un poco de suerte se puede ver desde aquellos Nemrod con bigotera, las harmónicas que les llamamos aquí, hasta un bitraquea que el dueño se empeña en decirte que aún funciona y que tienes que probarlo, y tu miras aquellos dos tubos nervados y piensas que ni loco te vas a meter en el agua con aquel trasto viejo y marcado el latón por el efecto del salitre.
A veces, de entre los chalecos que un día fueron azules o verdes y negro y que con el paso del tiempo se han vuelto celestes y negros con incrustaciones blancas de sal, uno se asombra al ver un collarín o una simple botella cogida con la espaldera y recuerda los episodios de Cousteau que amenizaban las tardes de los domingos cuando niño y uno se pregunta ¿Cómo era posible bucear sin un sistema de inflado que empuje el chaleco o sin las válvulas de purgas para vaciarlo, los tiempos heroicos del buceo eran aquellos.
La semana, siendo niño, transcurría en una ciudad apartada de la costa y mi único contacto con la mar eran los reportajes de Cousteau que programaban en la televisión, descubrir que había otros lugares sumergidos bajo la mar, soñar con embarcar en el Calypso y bucear en medio de las focas o los delfines, y sin embargo tenerme que contentar solo con mis viejas gafas y soñar con el próximo verano en la costa para volver a ver a esa fauna oculta que tanto me atraía.

Siempre, desde pequeño, soñé con bucear, con ir más allá de donde el aire de mis pulmones me permitían, con estar mas tiempo, un rato mas mamá, solo un poco mas en el agua y salgo ya. Y salir con la piel arrugada, con la sensación de haber hecho algo que otros no hacían, de ver cosas que otros no veían, salir con la espalda tostada por el sol, la piel brillante y con escamas de sal, deseando que amaneciera el nuevo día para recorrer otro trozo de la costa apenas a un par de metros bajo el agua y por breves instantes.
Recuerdo a un amigo de mi padre que hacia submarinismo allá por los 70, su equipo y como yo lo miraba con reverencia, como pasaba mis pequeñas manos por la botella, como tocaba el tirador de la reserva, como me imaginaba dentro de aquel traje de neopreno.
Aquella fue la primera vez que tuve un regulador en la boca, como sentí el sabor a goma, a aire seco y frío, aquel equipo apoyado en la columna de una nave donde el amigo de mi padre tenía su neumática y sus artilugios de buceo, como cada vez que iba a aquel lugar me apartaba de la vista de todos para colocarme el regulador y respirar y soñar que era yo el que se sumergía, el que encontraba tesoros ocultos bajo las aguas, el que nadaba al lado de los peces y hacía carreras con ellos
Quizás cuando la siguiente generación, cuando nuestros hijos o sobrinos o nietos, se sientan atraídos por la llamada de la mar y vean las fotos de nuestros equipos, pensaran que estábamos locos al bucear con elementos tan precarios, quizás para entonces se bucee con la misma ropa que uno usa en la calle, o alguien haya inventado un respirador que extraiga el aire del agua y que sea tan diminuto que vaya acoplado en la nariz.
Me pregunto, si al ritmo que llevamos, la siguiente generación, conocerán la mar tal y como la conocemos hoy en día, o la mar simplemente será el vertedero donde depositamos nuestros desechos urbanos.
En invierno, cuando uno va abrigado con su polar, sus pantalones gruesos y las botas de montaña, la bruma se deja caer en la costa y la isla no es mas que un algo fantasmagórico que se deja adivinar por entre la densa bruma, cuando uno escucha las sirenas de los barcos indicando que entran o salen del puerto, los nuevos preguntan si vamos a bucear y por toda respuesta nos ven quitarnos la ropa de calle y empezar a equiparnos con los semi estancos, y asombrados escuchan como los jaleamos diciéndoles que el reparo no nos va a esperar y que hay que darse un poco de prisa.
La diferencia entre la gente que lleva tiempo buceando y los nuevos se ve en esos instantes de preparación del equipo, mientras los mas veteranos se toman las cosas con calma pero revisando cada parte del equipo, los novatos se empeñan en colocar el estribo justo al lado contrario de la grifería, entre risas cómplices le preguntas si lo tienen clareo y les dices que abra la botella para comprobar la presión de la botella y asustados dan un paso atrás cuando el aire sale a borbotones de la grifería.
Despacio les vuelves a enseñar como se monta todo, a ajustar las cinchas del chaleco, a abrir la grifería y sentir el “plop” que hace el aire al entrar en los latiguillos y darles presión, a comprobar el sabor del aire y para mi, en ese momento, volver a aquella nave, a aquella bibotella y a aquel Nemrod que me hizo desear usarlo, sentir tal como entonces el sabor seco y frío de la primera bocanada de aire a través del regulador y saber que en breves momentos la embarcación me transportaría a bucear a mi mar, a la mar.
Sentarme en la proa de la embarcación mirando el avance de la neumática, saltar con las olas que se cruzan, mojarme con la espuma que salpica dentro, volver la cara atrás y ver a mis amigos y sonreírles con cara cómplice mientras repaso los lugares de la inmersión y compruebo las corrientes para dejarme llevar por ellas al volver.
No uso trajes secos, tengo la sensación que si no me mojo no he buceado, que bucear es mojarse, es sentir ese frío sano, es envolverme luego en la toalla, es abrigarme con el jersey y los pantalones, es caer de espaldas y sentir la mar, sentir como me llena, como contrae mi cuerpo con un espasmo.
Bucear es meter la cara cuando aún floto en superficie y ver lo que me aguarda allá abajo, mas que verlo, intuirlo y sacar la cara con una sonrisa de oreja a oreja y decir: vámonos abajo, desinflar el chaleco y dar un golpe de riñón y de repente abrir manos y pies y dejarme caer como si estuviese volando, sentirme tridimensional, sentirme ligero, ver en el profundímetro pasar los metros: -5, -10, -15, -20… estabilizarme y dar aletas y volar, volar por el fondo, sobre el fondo.
Descubrir un gobio que te mira con esos ojillos que parecen tener pestañas, como se asoma un poco para verte mejor, contemplar los restos de aquel barco, sus calderas llenas de vida, sus chapas retorcidas por efecto del naufragio, de las rocas, de los años.
Recorrer sin prisas, voltearme y mirar arriba y contemplar como los rayos de luz se quiebran al atravesar el espejo de agua, como el sol brilla arriba dándole a todo un carácter irreal, meter la cabeza en un agujero y contemplar las paredes tapizadas, esa estrella que parece marrón recupera el intenso color rojo sangre al ser alumbrada.
Una explosión de vida, una orgía de colores, un lugar donde el tiempo transcurre despacio, donde mi mente se aleja de mis preocupaciones, donde impera el silencio y la calma, donde la realidad se confunde con mis sueños de niño, donde la vida empieza y no acaba nunca, donde no existen primeros ni segundos, donde no hay carreras ni prisas, donde el estrés queda abandonado en la orilla, donde mis ganas de estar vivo, de sentirme vivo, se elevan hasta el infinito.
Para luego contemplar el manómetro y hacerme volver a una realidad que sigue en la superficie y no querer subir, ascender lentamente por el cabo de fondeo mientras miro abajo esperando que esa imagen del fondo que se aleja quede en mi retina, en mi memoria, se grabe a sol y agua para soportar el resto de una semana de trabajo y preocupaciones mientras espero la llegada del próximo fin de semana.
Es el agua de la vida, de mi vida, mezclado con la brisa, con la sal, con las imágenes, mientras emprendemos el retorno al puerto y yo, de nuevo en la proa, contemplo como la mar se aleja y los barcos se ven en el puerto y Mario me dice aquello de: ¿te acuerdas cuando estabas en el hospital?, mientras yo lo miro con mis ojos verdes mar y le digo que si, que me acuerdo del día que apareció por la habitación y me llevó de nuevo a la mar, a lo profundo, a donde sopla el viento y doy gracias a ese mar por hacer que aquel año decidiera no morirme.
Entre mi ciudad y mi costa, allá donde la gran duna avanza al mar, donde los pinos crecen cerca de la línea de la costa, donde el mar toma mil formas y colores, donde la isla se hace grande y me hace sentir pequeño, donde el fondo me aguarda una vez mas.
Tarifa, la Isla, 20 de Diciembre de un año cualquiera.