Nunca pensé que volvería a bucear después de aquello, pero cuando entré por la puerta de la tienda y lo vi sentado en su ordenador, tecleando como siempre solía hacer, supongo que planeando un viaje, o mirando accesorios de buceo, supe que no me iba a quedar otro remedio que aceptar la primera oferta que me planteara.
A él era muy difícil decirle que no, era el comercial más pesado que había conocido en mi vida. Por ese motivo había tardado tanto en volver a la tienda. Me había mandado más de un e-mail por semana los primeros seis meses, algunos con ofertas de salidas a bucear y otros más personales, interesándose por mi salud; luego empecé a recibir uno cada mes, durante el año y medio siguiente, además de las llamadas perdidas al móvil. Sólo contesté a dos: en las Navidades. En la última me dijo que sabía que yo no tardaría en aparecer por la tienda y volver a bucear y que él me esperaría.
Así pues, en marzo por mi cumpleaños, me armé de valor, cogí el coche y me fui a verle. No sabía el turno que tendría ese día, pero siempre solía estar en la tienda, ya fuera por la mañana, como por la tarde. Supongo que un piso vacío no es atractivo para una persona tan activa como él. No me acerqué a su mesa directamente, sino que me entretuve un rato con lo que tenían expuesto detrás del cristal de una de las mesas de la tienda y le miraba por el rabillo del ojo de vez en cuando para ver qué hacía. Pero en una ocasión que me despisté, se acercó por detrás preguntando si podía ayudarme. Claro, pensé yo, ha visto a una mujer y se ha levantado de un salto. Le volvían loco unas faldas. Me volví sobresaltada y se me quedó mirando como si nada.
- ¿Te dije o no te dije que volveríamos a encontrarnos?
Y me plantó dos besos como si nos hubiéramos visto la semana pasada. Yo, que creí que se abalanzaría sobre mis brazos, o que me miraría como si hubiera visto a un fantasma, me quedé sin saber muy bien qué decir.
Había pasado todo el fin de semana ensayando un discurso sobre lo mucho que lo sentía por no haber contestado a sus cartas, por haber colgado el teléfono en todas las ocasiones que lo había hecho… en fin, que sentía mucho el haber sido tan desagradecida; pero en lugar de eso, allí estaba yo de pie, mirándole como una tonta. Había engordado, pero no me extrañó: con lo que le gustaba comer… Yo, en cambio, había adelgazado mucho, todo el mundo me lo había dicho, pero él, después de dos años sin verme, no me dijo nada.
Simplemente me llevó a su mesa y me propuso dos alternativas de viajes para las siguientes semanas. También me preguntó si necesitaba algo, Después de tanto tiempo sin bucear sería conveniente que revisaras tu traje, tu regulador… vamos, todo el equipo, ya sabes que deberías tenerlo en buenas condiciones para sumergirte en el mar.
Yo no podía creerlo. ¿Eso era todo? ¿Nada de cómo estás, qué es de tu vida? Por un momento me enfadé, y se me debió notar en la cara, porque enseguida me pasó una nota donde decía que en diez minutos nos tomaríamos una cerveza en el bar de la esquina. Bien, algo es algo, pensé y le seguí la corriente, como una clienta más.
Después de reservar el fin de semana en Murcia, o mejor dicho, de que él me lo reservara, me despedí y salí directa al bar. Llegó dos minutos más tarde que yo y me dio un abrazo como hacía mucho tiempo que nadie me lo daba. Seguido de un ¿cómo estás? ¿Todo bien? Le pregunté de cuánto tiempo disponíamos y me dijo que ya no volvería a la tienda hasta al día siguiente a las 10.30 de la mañana. Tenemos todo lo que queda de tarde y toda la noche para nosotros, Reina. Odiaba ese apelativo, que se supone cariñoso, pero que yo siempre lo había considerado muy cursi, aunque en su boca sonaba de manera completamente diferente.
Me gustaba, realmente me gustaba y comprendí lo mucho que lo había echado de menos.
Y en un momento volvieron a mi memoria todos los buenos recuerdos que guardaba de las inmersiones que había realizado, tanto con él como sin él. Es increíble cómo este deporte te cambia la vida de un modo tan radical.
No lo pude evitar y me eché a sus brazos llorando desconsoladamente, y así estuvimos unos cinco minutos: él acariciándome el pelo y meciéndome en sus brazos y yo sin decir palabra, mojándole la camiseta de buceo en Sharm-el-Sheik con mis lágrimas. Cuando ya me calmé, mientras me tomaba la cerveza, comencé a contarle mi vida desde la última vez que nos habíamos visto. Había estado de baja cuatro meses en el trabajo por depresión, tiempo que aproveché para organizar mi casa. Me sobraban cosas: toda la ropa que yo ya no iba a utilizar, la maquinilla de afeitar, arreglar los papeles de la casa, del coche, del seguro, del testamento… Mi marido me había dejado todo atado y bien atado, con lo que no tardé en ponerme al día. El resto de la baja la había pasado visitando al psicólogo dos veces por semana, hasta que decidí que no quería verlo más y me incorporé al trabajo. Parecía que llevaba una vida normal, pero los fines de semana me quedaba en casa sin salir ni siquiera a visitar a mis hermanos. Cuando me llamaban mis amigos, les decía que había quedado con los compañeros del trabajo y viceversa.
Aquella tarde era la primera que había cogido el coche para ir a un sitio que no era ni el trabajo ni el hiper.
Y eso era todo. ¿Cómo estás tú? ¿No me ves más delgada? No me has dicho nada.
Y entonces me contó. Nunca he dejado de verte. Averigüé tu dirección el día del entierro y te he visitado casi todas las semanas. Aparcaba el coche en tu puerta y esperaba que entraras. También lo hice algún fin de semana y te veía volver cargada con las bolsas de la compra. En más de una ocasión estuve tentado de acercarme y ayudarte, pero no lo hice. Por eso no te he dicho nada sobre tu tipo o tu corte de pelo. Te veía tan a menudo, que cuando entraste por la puerta enseguida te reconocí. No podía creer lo que estaba oyendo, cuando iba a preguntarle por qué, me puso su dedo en los labios y me contestó: Sólo estaba esperando el momento en que tú te decidieras a dar el primer paso. ¿Recuerdas que te dije que entendía por lo que estabas pasando? Nunca me creíste, pero sabía que volverías a mí, no sabía cuándo, pero estaba convencido. Lo de visitarte en silencio era para comprobar que estabas bien, no quería que te ocurriera nada. El mes pasado me preocupé por tu estado físico, te ví muy delgada, pero hoy estás aún más, ¿seguro que estás bien?
Así que empezamos a hablar de mi salud. Que no se preocupara, que estaba bien, que era el gimnasio… había dicho tantas veces lo mismo durante los dos últimos meses, que ya empezaba a agotarme. Terminamos cenando en un restaurante cercano. Durante la cena me pregunté cómo no había hecho esto antes.
Él era el único que hacía que me sintiera bien, ni psicólogos, ni amigos; sólo él. Un completo desconocido (apenas cinco inmersiones juntos), del que no sabía más que estaba divorciado y con un hijo, del cual nunca hablaba, pero no se por qué desde la primera palabra que pronunció en clase, no lograba quitármelo de la cabeza. Yo, tan felizmente casada, haciendo el curso y las inmersiones con mi marido, y él como acompañante; yo que jamás había pensado en otro hombre, tuve que enamorarme, o mejor dicho, encapricharme de él, seis años mayor que yo, sin pelo y tirando más bien a gordo. No me extraña que mi psicólogo pensara que no tenía remedio. Él era el único hombre por el cual había suspirado después de mi marido.
Y cuando ese fatídico fin de semana se me declaró, le eché la culpa al alcohol, aunque luego me juró que ese sentimiento era verdadero.
Habíamos bebido tanto todos, que nunca supe cómo nos atrevimos a sumergirnos el día siguiente. Supongo que por eso sucedió el accidente. Teníamos las inmersiones suficientes como para controlar la situación, pero en este deporte nunca se controla lo suficiente, nunca sabes qué te vas a encontrar bajo el agua o cómo va a responder tu cuerpo.
Para cuando me volví hacia mi marido la mirada la tenía ya ausente, y al subirle a la superficie ya no respiraba. Lo intentamos todo, desde el boca a boca al masaje cardíaco, pero nada dio resultado, ya entró cadáver al hospital. Un fallo cardíaco, nos dijeron. Pasamos toda la noche allí y él no se separó de mí ni un solo momento. Estuvo a mi lado hasta el día del entierro, cuando me arroparon mis hermanos y desapareció de mi vida, o sería mejor decir que desaparecí yo de la suya, porque como se ha visto anteriormente, él nunca se fue del todo. Yo no quise volver a verlo porque pensé que todo me recordaría a mi marido: el buceo, el momento en el que falleció…
No había ido al mar por temor a volver a recordar, ya tenía bastante con mi casa y las fotos, como para atormentarme más. Pero allí estaba, delante de un hombre que jamás me había abandonado, que parecía estar esperándome y que me conocía más de lo que yo imaginaba. Estuvimos en el restaurante hasta que cerraron y, como ninguno de los dos queríamos irnos, acabamos en su casa, bebiendo vino y charlando hasta las cinco de la mañana que caímos muertos de sueño. Cuando desperté me fui corriendo sin despedirme de él, que dormía en el otro sofá. Llegué tarde a la oficina, inevitablemente, y eché la culpa al tráfico, como de costumbre. Ese día estuve canturreando en todo momento y bostezando, pero de nada me sirvieron las ampollas que normalmente hacen milagros, porque después de comer no podía ni abrir los ojos.
Habíamos quedado en vernos el viernes para salir juntos hacia Murcia. Íbamos a hacer la misma inmersión para alejar todos mis miedos. Yo no iba muy convencida, pero con tal de pasar todo un fin de semana con él, estaba dispuesta a cualquier cosa.Tras una semana que parecía no acabar nunca, por fin llegó el tan ansiado viernes. Él vino hasta mi casa y cargamos los bultos en su coche. Durante el camino retomamos la conversación que habíamos dejado pendiente la noche del martes. Ya en la puerta del hotel me comentó que tendríamos que compartir habitación, porque había hecho la reserva muy tarde y era lo único que quedaba. Será mentiroso, pensé, porque yo ya sabía que el hotel estaba vacío en esa época del año. Pero no me molestó, al contrario, me agradó pensar que dormiríamos juntos por segunda vez esa semana. Al menos la habitación tenía dos camas independientes, no se había atrevido a reservar cama doble. Después de cenar nos fuimos a dormir y, sorprendentemente, no hablamos mucho ya que yo estaba aterrada ante la idea de volver a bucear y él se durmió enseguida.El sábado por la mañana madrugamos para desayunar y salir hacia el centro de buceo. Ninguno de los dos habló en todo el trayecto. Yo tenía mucho miedo pero intenté mantener el tipo, muy seria, recordando cómo había que ponerse el traje, ajustar la botella, el regulador, comprobar la presión… y subir al barco. Ese día éramos ocho los buceadores. Llegados a un cierto punto, el barco paró, nos dieron el briefing de la inmersión y fueron tirándose al agua uno a uno, hasta que llegó mi turno. Él me ayudó con la botella y caí al mar por primera vez en dos años. Ponte el regulador en la boca, me recordó. Así lo hice y comencé en la superficie a respirar el aire áspero y seco de la botella. Sentí un momento de pánico al comprobar que se me resecaba la boca y cuando él se tiró al agua y se acercó a mi, me quité el regulador y le dije que no podría sumergirme, no recordaba cómo se hacía, que me iba a ahogar. Pero él no se rió en ningún momento. Es más, se enfadó, me colocó el regulador en la boca, me llevó hasta el cabo del barco y muy serio me dijo Déjate de gilipolleces y empieza a bajar, recuerda ir compensado los oídos con la nariz y si tienes problemas me avisas, pero no pienses que te vas a perder esta inmersión, ni que me la voy a perder yo. Nunca le había visto tan enfadado, así que obedecí y comencé a bajar por el cabo, muy despacio, como siempre había hecho. Ahora comenzaba a recordar cómo se hacía. Volví a sentir la presión en los oídos y de nuevo la garganta reseca por culpa del aire que estaba respirando. Él estaba en todo momento conmigo. Se movía como pez en el agua, por lo que aunque yo no lo veía porque estaba muy ocupada preocupándome del equipo y de poder respirar, sabía que estaba a mi lado. Y empecé a sentirme segura. Miraba el ordenador que me indicaba la profundidad: 12, 16, 24 metros…. Aquel día la visibilidad era excelente, no como la última vez. El agua era cristalina, había gran variedad de peces y él, como siempre lo había hecho, iba indicándome qué es lo que tenía que mirar. Nos parábamos a menudo y cogía una concha, o un pulpo y jugaba con él. Fue maravilloso, como si nada hubiera sucedido, de repente nada existía más que él y yo en las profundidades del mar y algún que otro pez que pasaba por allí. No quería que aquel momento terminara nunca. Pero era consciente que debajo del mar pierdes la noción del tiempo y pasa más deprisa que en ningún sitio, así que cuando me dijo que mirara cuánto aire tenía y el manómetro me indicó que ya estaba por la mitad de la botella, maldije aquel aparato, porque significaba que debíamos dar la vuelta y volver hacia el barco. Antes de subir, le dije que paráramos y, como pude, le abracé. No había hecho esto nunca antes, ni siquiera sabía si se podría hacer o no. Como respuesta él se quitó su regulador, después el mío y me besó en la boca. Debo reconocer que fue el beso más emocionante que me habían dado jamás, por muchos motivos: porque fue debajo del agua, porque hacía mucho tiempo que nadie me besaba y, sobre todo, porque realmente lo necesitaba, necesitaba sentirme querida, sentirme deseada. Yo no lo supe hasta aquel día, pero era sencillamente eso lo que había estado esperando todo este tiempo, nada de médicos, ni pastillas; sólo amor. Y durante dos años lo había tenido en la puerta de mi casa (nunca mejor dicho) y no me había dado ni cuenta. Cómo se podía ser tan tonta, cómo tan ciega y no ver nada. Pero ahora que lo había encontrado, me dije que no lo dejaría escapar. Mi tiempo era demasiado precioso como para desperdiciarlo, me juré a mi misma aquel día bajo el mar que en ese momento empezaba una etapa. Había acabado trágicamente una vida pasada, llena de alegrías y pocas tristezas, en la que fui muy feliz y de la que guardaría los mejores momentos, y ahora mismo estaba empezando una nueva, no sabía si iba a ser a su lado o no, pero de lo que si estaba segura es la que ahora empezaba la iba a aprovechar al máximo. La vida es algo muy frágil y hay que vivirla intensamente. Todos estos pensamientos me vinieron en tres minutos, los que se necesitan en la parada de descompresión, y en los que él no apartaba su mirada de la mía. Su regulador era más pequeño que el mío y podía ver una sonrisa dibujada en sus labios. Cuando por fin nos encontramos en la superficie, ya no sonreía y me ayudó a subir al barco, donde nos encontramos con el resto del grupo. Nadie había visto nada y supongo que, aunque sospecharan que algo había entre nosotros dos, no se atrevieron a decir nada. Una vez arriba empezamos a comentar la inmersión y lo que nos había parecido a cada uno. Yo lo miraba como una colegiala, con una sonrisa estúpida en la cara. Es que es mi primera vez tras dos años de parón y con el agua tan clara ha sido muy emocionante, contesté yo intentando justificar mi mirada. Ya, claro, eso dicen todas, me respondió el patrón del barco, muy amigo suyo, por cierto.Ya en el centro de buceo y después de la rutina de quitarnos el traje, mojar todos los instrumentos en agua dulce y ducharnos, nos sentamos en la terraza a tomar una cerveza, momento éste que es uno más de dicha rutina. Fue él quien empezó a hablar, No me avergüenzo de estar contigo ni mucho menos, pero soy incapaz de demostrar mis sentimientos en público, especialmente cuando estoy enamorado porque me siento como un estúpido, pero en privado soy muy romántico. No dijimos nada más porque después apareció el grupo de buceadores y se unieron a nosotros. De vez en cuando nos cruzábamos unas miradas y alguna sonrisa, pero nada más. Por la tarde algunos hicieron una inmersión más y él se apuntó, pero yo me quedé para poder pasear por la orilla y mirar al horizonte. Siempre me ha gustado mirar al mar, sin ver nada, sólo el infinito y oír cómo mecen las olas. Aproveché para despedirme de mi marido aquella tarde. Hasta entonces todavía seguía pensando que podía aparecer por la puerta en cualquier momento, era por eso que aún mantenía algunas de sus cosas intactas. La mesa del ordenador, por ejemplo, estaba como la había dejado antes de marcharse para siempre. Pero esa tarde, sentada en una roca, intenté explicarle todo lo que había sentido por la mañana bajo el agua, aunque fue difícil. ¿Cómo se despide una de su otra mitad? ¿Es eso posible? Yo había tardado dos años en hacerlo y todavía me parecía increíble. Pero lo tenía que conseguir, así que empecé diciéndole lo mismo que había pensado bajo el agua por la mañana, que jamás olvidaría mi vida a su lado, que guardaría los momentos más especiales en mi pensamiento para siempre. El mar se había llevado lo que más había querido, pero ahora me ofrecía una segunda oportunidad. Aún hoy no se si fui o no muy convincente, pero hice lo que pude durante las tres horas que estuve allí. Supongo que lo importante en esos momentos era que me convenciera a mi misma de estar haciendo lo correcto, pero para eso sólo tenía que volver a recordar los momentos que había vivido esa misma mañana en el mar. Lo siguiente que hice, y lo más duro, fue quitarme la alianza del dedo y guardarla en un bolsillo. Pensé en tirarla al mar y que quedara en el fondo, pero por aquella zona hay muchos buceadores que podrían cogerlo y, para que lo tuviera un extraño, prefería guardármelo yo. Desde que practico el submarinismo lo de tirar cosas al fondo del mar para que permanezcan allí, como una idea romántica, es algo que no he vuelto a hacer. Tuve la sensación de tener desnudo el dedo, de que me faltaba algo durante toda la tarde, pero tendría que acostumbrarme por mucho que me costara. Por supuesto, cuando él me vio se percató de que me faltaba el anillo (¿había algo de lo que no se diera cuenta?), me apretó con fuerza la mano y me susurró al oído Eres muy valiente, estoy orgulloso de ti. Yo le contesté con una sonrisa, pero con los ojos aún un poco llorosos. Aquella noche me preparó una cena sorpresa en la habitación del hotel, con velas y rosas. Yo no podía creerlo, así que era verdad: era un romántico empedernido. Tras la primera inmersión que hicimos juntos en el mar, en una barbacoa tuvimos los típicos juegos de grupo y alguien se dedicó a preguntar a cada uno de nosotros cómo nos gustaría que nos conquistaran y yo respondí que de la forma tradicional: cena con velas y flores a la luz de la luna. Y así fue como me conquistó por segunda vez, lo que yo no sabía todavía es que quedara una tercera aún por llegar. Tardamos mucho en cenar, él porque hablaba bastante y yo porque tenía miedo de ir a la cama. Ninguno de los dos queríamos forzar la situación, pero ambos sabíamos que este momento tenía que llegar tarde o temprano. Por lo que empezamos como suelen comenzar estas cosas, con los labios pegados y besándonos hasta llegar a la cama, donde nos desnudamos mutuamente sin parar de besarnos. Yo era consciente de mis necesidades: desde lo de mi marido no había estado con hombre alguno, pero lo que no sabía es que él llevaba aún más tiempo que yo sin hacer el amor. Aunque yo deseaba que esto ocurriera, no pude continuar y le pedí perdón. Creí que se enfadaría, pero fue todo lo contrario. Me dijo que entendía que necesitaba tiempo y que él sabría esperar, lo había hecho durante dos años y podría esperar algo más. Me puse la camiseta y me tumbé mirando hacia la pared, comenzando a llorar de nuevo.Al día siguiente aún nos quedaban dos inmersiones más por realizar. Antes de que pudiera darme cuenta, ya estábamos en el agua de nuevo. Comenzamos a bajar, lentamente, y en un momento ya estábamos de rodillas en el fondo. Esta vez íbamos en grupo y nos meteríamos dentro de una cueva. Yo me guiaba por la linterna de él y procuraba no perderle de vista. Delante de nosotros avanzaban las dos parejas de buceadores que iban con nosotros. La cueva era lo bastante grande para que pudiéramos entrar los seis y además tenía una especie de cúpula por lo que podías quitarte el regulador y respirar aire puro. Justo en la mitad de la boca de entrada señaló algo con el dedo. Un pez, pensé, pero no, era una concha espectacular, casi de mentira de tan perfecta que era. Hizo señas para que la cogiera con mis manos, pero le indiqué que no, siempre he preferido dejar el fondo tal y como me lo he encontrado. Pero ante su insistencia, decidí cogerla. Miré sus manos y me decían que lo abriera, volví a negar con la cabeza, pero él me lo repetía una y otra vez. Lo abrí y entonces vi la cosa más romántica que nadie había hecho por mí: dentro había un anillo con un diamante incrustado. De la sorpresa, se me cayó el regulador y durante unos momentos tragué agua salada hasta que él me colocó de nuevo el aparato en la boca y continuamos hacia la cueva. Subimos a la superficie e inmediatamente me abalancé sobre él para comérmelo a besos. Los otros cuatro compañeros que descansaban sobre una roca comenzaron a aplaudir y a silbar con todas sus fuerzas, mientras nosotros flotábamos en el agua unidos en un abrazo. ¿No te daba vergüenza demostrar tus sentimientos en público?, le dije, Acabas de tirar tu imagen de macho ibérico y ligón por los suelos. No me contestó. Cuando nos acercamos a las rocas con los demás pude admirar la belleza de la cueva, se estaba bien allí. Los otros cuatro buceadores nos dieron la enhorabuena y nos dijeron que nos dejaban solos unos minutos para que pudiéramos hablar. Se sumergieron y cuando empezamos a ver sus burbujas subir a la superficie, me preguntó ¿Si o no? Puedes tomarte el tiempo que necesites, tampoco es necesario que me contestes ni negativa ni positivamente, con que aceptes el anillo y estés a mi lado, todo irá bien. Como no paraba de hablar le besé y le dije que aceptaba el anillo pero era un poco pronto para pensar en tener una relación más seria. Por ahora podríamos continuar así un tiempo, pero pensar en el futuro me daba miedo. Vale, me dijo, pero no me hagas devolver el anillo que me ha costado mucho ir a comprarlo y convencer a estos para que lo guardaran en la concha, la colocaran aquí… Volvía a hablar sin parar. Así que cuando está nervioso, habla más de lo que acostumbra, pensé. Creo que ya va siendo hora de que volvamos, ¿no crees? Nos metimos nuevamente en el agua y, antes de subir al barco, nos entretuvimos de nuevo con los peces. En esa zona del Mediterráneo se pueden ver congrios, nudibranquios, estrellas de mar y, uno de los peces que más gusta a los buceadores, la morena. Aquel día vimos al menos tres, creo que diferentes, pero no podría confirmarlo. Para mi es el pez más feo del mar, pero su visión es espectacular. En las inmersiones posteriores decidí comprar una cámara de fotos y los días en los que la visión es buena, bajo con ella al fondo y tomo unas instantáneas espectaculares, pero también las hay donde aparecemos alguno de los dos y, claro, la foto se estropea…Por la tarde teníamos que regresar a Madrid. Ese es generalmente el trago más amargo, pero, inevitablemente, hay que volver a la cruda realidad de la rutina diaria: la casa, el trabajo, los atascos… en fin, que hasta el mes siguiente no volveríamos a vivir algo así. Como digo, la despedida del mar, de los compañeros, del centro de buceo es lo peor del viaje, así que durante el mismo paramos en un restaurante de carretera a comer y de esta manera alargarlo lo más posible. Una vez en Madrid, le pregunté si quería subir a casa. Como vi que dudaba me apresuré a decirle que así me ayudaría a colgar el traje para que se secara bien, Es que pesa mucho, le expliqué. De acuerdo, pero me voy rápido que tengo que secar el mío también. Nos quedamos hasta la una de la madrugada bebiendo vino. Mañana no me voy a poder levantar, le dije. Pues no te levantes, no vayas a trabajar. Ya me gustaría, ya. Nos despedimos y quedamos en vernos entre semana.Me quedé una hora más en la cama pensando en lo que había sucedido el fin de semana, con el olor del neopreno impregnando toda la casa y mirando el anillo que llevaba en mi dedo.
El que me había quitado en el mar lo tenía metido en su caja original, la misma que había comprado hacía ahora seis años. De repente me surgieron las dudas: esto que iba a hacer ¿era lo correcto? ¿Y si me equivocaba con él? Apenas lo conocía, unas cuantas conversaciones anteriores sin importancia, pero en realidad no sabía nada de su vida, ni si tenía hermanos, no habíamos hablado de su hijo, ni de su ex… Mucho me temía que el lunes se me iba a hacer muy largo, por lo que me forcé a dormir.A la hora de comer del día siguiente se presentó en mi oficina a buscarme. Comprobó que llevaba el anillo y me dijo:
- He tenido una idea esta noche: vayamos a vivir a Murcia, dejemos esta vida de Madrid tan aburrida, empecemos desde cero. Trabajaremos en un centro de buceo, primero tienes que hacer el curso de instructor, claro está.
Yo sabía que ésa era su ilusión desde hacía unos años: dejar la ciudad y trabajar en la Costa, dedicarse a este deporte que puede llegar a convertirse en obsesión. Siempre me ha costado tomar decisiones arriesgadas en mi vida; he preferido recapacitar sobre las situaciones que he vivido, pero aquel día, delante de un hombre tan convencido como él, le dije que si, que dejaría todo para seguirle hasta el fin del mundo; que es lo que he deseado desde aquel día que crucé el umbral de la puerta y fui a verle a la tienda; que por eso entré; que estoy convencida, ahora lo se, de haber hecho el curso de buceo para pasar el resto de mi vida con él.
A él era muy difícil decirle que no, era el comercial más pesado que había conocido en mi vida. Por ese motivo había tardado tanto en volver a la tienda. Me había mandado más de un e-mail por semana los primeros seis meses, algunos con ofertas de salidas a bucear y otros más personales, interesándose por mi salud; luego empecé a recibir uno cada mes, durante el año y medio siguiente, además de las llamadas perdidas al móvil. Sólo contesté a dos: en las Navidades. En la última me dijo que sabía que yo no tardaría en aparecer por la tienda y volver a bucear y que él me esperaría.
Así pues, en marzo por mi cumpleaños, me armé de valor, cogí el coche y me fui a verle. No sabía el turno que tendría ese día, pero siempre solía estar en la tienda, ya fuera por la mañana, como por la tarde. Supongo que un piso vacío no es atractivo para una persona tan activa como él. No me acerqué a su mesa directamente, sino que me entretuve un rato con lo que tenían expuesto detrás del cristal de una de las mesas de la tienda y le miraba por el rabillo del ojo de vez en cuando para ver qué hacía. Pero en una ocasión que me despisté, se acercó por detrás preguntando si podía ayudarme. Claro, pensé yo, ha visto a una mujer y se ha levantado de un salto. Le volvían loco unas faldas. Me volví sobresaltada y se me quedó mirando como si nada.
- ¿Te dije o no te dije que volveríamos a encontrarnos?
Y me plantó dos besos como si nos hubiéramos visto la semana pasada. Yo, que creí que se abalanzaría sobre mis brazos, o que me miraría como si hubiera visto a un fantasma, me quedé sin saber muy bien qué decir.
Había pasado todo el fin de semana ensayando un discurso sobre lo mucho que lo sentía por no haber contestado a sus cartas, por haber colgado el teléfono en todas las ocasiones que lo había hecho… en fin, que sentía mucho el haber sido tan desagradecida; pero en lugar de eso, allí estaba yo de pie, mirándole como una tonta. Había engordado, pero no me extrañó: con lo que le gustaba comer… Yo, en cambio, había adelgazado mucho, todo el mundo me lo había dicho, pero él, después de dos años sin verme, no me dijo nada.
Simplemente me llevó a su mesa y me propuso dos alternativas de viajes para las siguientes semanas. También me preguntó si necesitaba algo, Después de tanto tiempo sin bucear sería conveniente que revisaras tu traje, tu regulador… vamos, todo el equipo, ya sabes que deberías tenerlo en buenas condiciones para sumergirte en el mar.
Yo no podía creerlo. ¿Eso era todo? ¿Nada de cómo estás, qué es de tu vida? Por un momento me enfadé, y se me debió notar en la cara, porque enseguida me pasó una nota donde decía que en diez minutos nos tomaríamos una cerveza en el bar de la esquina. Bien, algo es algo, pensé y le seguí la corriente, como una clienta más.
Después de reservar el fin de semana en Murcia, o mejor dicho, de que él me lo reservara, me despedí y salí directa al bar. Llegó dos minutos más tarde que yo y me dio un abrazo como hacía mucho tiempo que nadie me lo daba. Seguido de un ¿cómo estás? ¿Todo bien? Le pregunté de cuánto tiempo disponíamos y me dijo que ya no volvería a la tienda hasta al día siguiente a las 10.30 de la mañana. Tenemos todo lo que queda de tarde y toda la noche para nosotros, Reina. Odiaba ese apelativo, que se supone cariñoso, pero que yo siempre lo había considerado muy cursi, aunque en su boca sonaba de manera completamente diferente.
Me gustaba, realmente me gustaba y comprendí lo mucho que lo había echado de menos.
Y en un momento volvieron a mi memoria todos los buenos recuerdos que guardaba de las inmersiones que había realizado, tanto con él como sin él. Es increíble cómo este deporte te cambia la vida de un modo tan radical.
No lo pude evitar y me eché a sus brazos llorando desconsoladamente, y así estuvimos unos cinco minutos: él acariciándome el pelo y meciéndome en sus brazos y yo sin decir palabra, mojándole la camiseta de buceo en Sharm-el-Sheik con mis lágrimas. Cuando ya me calmé, mientras me tomaba la cerveza, comencé a contarle mi vida desde la última vez que nos habíamos visto. Había estado de baja cuatro meses en el trabajo por depresión, tiempo que aproveché para organizar mi casa. Me sobraban cosas: toda la ropa que yo ya no iba a utilizar, la maquinilla de afeitar, arreglar los papeles de la casa, del coche, del seguro, del testamento… Mi marido me había dejado todo atado y bien atado, con lo que no tardé en ponerme al día. El resto de la baja la había pasado visitando al psicólogo dos veces por semana, hasta que decidí que no quería verlo más y me incorporé al trabajo. Parecía que llevaba una vida normal, pero los fines de semana me quedaba en casa sin salir ni siquiera a visitar a mis hermanos. Cuando me llamaban mis amigos, les decía que había quedado con los compañeros del trabajo y viceversa.
Aquella tarde era la primera que había cogido el coche para ir a un sitio que no era ni el trabajo ni el hiper.
Y eso era todo. ¿Cómo estás tú? ¿No me ves más delgada? No me has dicho nada.
Y entonces me contó. Nunca he dejado de verte. Averigüé tu dirección el día del entierro y te he visitado casi todas las semanas. Aparcaba el coche en tu puerta y esperaba que entraras. También lo hice algún fin de semana y te veía volver cargada con las bolsas de la compra. En más de una ocasión estuve tentado de acercarme y ayudarte, pero no lo hice. Por eso no te he dicho nada sobre tu tipo o tu corte de pelo. Te veía tan a menudo, que cuando entraste por la puerta enseguida te reconocí. No podía creer lo que estaba oyendo, cuando iba a preguntarle por qué, me puso su dedo en los labios y me contestó: Sólo estaba esperando el momento en que tú te decidieras a dar el primer paso. ¿Recuerdas que te dije que entendía por lo que estabas pasando? Nunca me creíste, pero sabía que volverías a mí, no sabía cuándo, pero estaba convencido. Lo de visitarte en silencio era para comprobar que estabas bien, no quería que te ocurriera nada. El mes pasado me preocupé por tu estado físico, te ví muy delgada, pero hoy estás aún más, ¿seguro que estás bien?
Así que empezamos a hablar de mi salud. Que no se preocupara, que estaba bien, que era el gimnasio… había dicho tantas veces lo mismo durante los dos últimos meses, que ya empezaba a agotarme. Terminamos cenando en un restaurante cercano. Durante la cena me pregunté cómo no había hecho esto antes.
Él era el único que hacía que me sintiera bien, ni psicólogos, ni amigos; sólo él. Un completo desconocido (apenas cinco inmersiones juntos), del que no sabía más que estaba divorciado y con un hijo, del cual nunca hablaba, pero no se por qué desde la primera palabra que pronunció en clase, no lograba quitármelo de la cabeza. Yo, tan felizmente casada, haciendo el curso y las inmersiones con mi marido, y él como acompañante; yo que jamás había pensado en otro hombre, tuve que enamorarme, o mejor dicho, encapricharme de él, seis años mayor que yo, sin pelo y tirando más bien a gordo. No me extraña que mi psicólogo pensara que no tenía remedio. Él era el único hombre por el cual había suspirado después de mi marido.
Y cuando ese fatídico fin de semana se me declaró, le eché la culpa al alcohol, aunque luego me juró que ese sentimiento era verdadero.
Habíamos bebido tanto todos, que nunca supe cómo nos atrevimos a sumergirnos el día siguiente. Supongo que por eso sucedió el accidente. Teníamos las inmersiones suficientes como para controlar la situación, pero en este deporte nunca se controla lo suficiente, nunca sabes qué te vas a encontrar bajo el agua o cómo va a responder tu cuerpo.
Para cuando me volví hacia mi marido la mirada la tenía ya ausente, y al subirle a la superficie ya no respiraba. Lo intentamos todo, desde el boca a boca al masaje cardíaco, pero nada dio resultado, ya entró cadáver al hospital. Un fallo cardíaco, nos dijeron. Pasamos toda la noche allí y él no se separó de mí ni un solo momento. Estuvo a mi lado hasta el día del entierro, cuando me arroparon mis hermanos y desapareció de mi vida, o sería mejor decir que desaparecí yo de la suya, porque como se ha visto anteriormente, él nunca se fue del todo. Yo no quise volver a verlo porque pensé que todo me recordaría a mi marido: el buceo, el momento en el que falleció…
No había ido al mar por temor a volver a recordar, ya tenía bastante con mi casa y las fotos, como para atormentarme más. Pero allí estaba, delante de un hombre que jamás me había abandonado, que parecía estar esperándome y que me conocía más de lo que yo imaginaba. Estuvimos en el restaurante hasta que cerraron y, como ninguno de los dos queríamos irnos, acabamos en su casa, bebiendo vino y charlando hasta las cinco de la mañana que caímos muertos de sueño. Cuando desperté me fui corriendo sin despedirme de él, que dormía en el otro sofá. Llegué tarde a la oficina, inevitablemente, y eché la culpa al tráfico, como de costumbre. Ese día estuve canturreando en todo momento y bostezando, pero de nada me sirvieron las ampollas que normalmente hacen milagros, porque después de comer no podía ni abrir los ojos.
Habíamos quedado en vernos el viernes para salir juntos hacia Murcia. Íbamos a hacer la misma inmersión para alejar todos mis miedos. Yo no iba muy convencida, pero con tal de pasar todo un fin de semana con él, estaba dispuesta a cualquier cosa.Tras una semana que parecía no acabar nunca, por fin llegó el tan ansiado viernes. Él vino hasta mi casa y cargamos los bultos en su coche. Durante el camino retomamos la conversación que habíamos dejado pendiente la noche del martes. Ya en la puerta del hotel me comentó que tendríamos que compartir habitación, porque había hecho la reserva muy tarde y era lo único que quedaba. Será mentiroso, pensé, porque yo ya sabía que el hotel estaba vacío en esa época del año. Pero no me molestó, al contrario, me agradó pensar que dormiríamos juntos por segunda vez esa semana. Al menos la habitación tenía dos camas independientes, no se había atrevido a reservar cama doble. Después de cenar nos fuimos a dormir y, sorprendentemente, no hablamos mucho ya que yo estaba aterrada ante la idea de volver a bucear y él se durmió enseguida.El sábado por la mañana madrugamos para desayunar y salir hacia el centro de buceo. Ninguno de los dos habló en todo el trayecto. Yo tenía mucho miedo pero intenté mantener el tipo, muy seria, recordando cómo había que ponerse el traje, ajustar la botella, el regulador, comprobar la presión… y subir al barco. Ese día éramos ocho los buceadores. Llegados a un cierto punto, el barco paró, nos dieron el briefing de la inmersión y fueron tirándose al agua uno a uno, hasta que llegó mi turno. Él me ayudó con la botella y caí al mar por primera vez en dos años. Ponte el regulador en la boca, me recordó. Así lo hice y comencé en la superficie a respirar el aire áspero y seco de la botella. Sentí un momento de pánico al comprobar que se me resecaba la boca y cuando él se tiró al agua y se acercó a mi, me quité el regulador y le dije que no podría sumergirme, no recordaba cómo se hacía, que me iba a ahogar. Pero él no se rió en ningún momento. Es más, se enfadó, me colocó el regulador en la boca, me llevó hasta el cabo del barco y muy serio me dijo Déjate de gilipolleces y empieza a bajar, recuerda ir compensado los oídos con la nariz y si tienes problemas me avisas, pero no pienses que te vas a perder esta inmersión, ni que me la voy a perder yo. Nunca le había visto tan enfadado, así que obedecí y comencé a bajar por el cabo, muy despacio, como siempre había hecho. Ahora comenzaba a recordar cómo se hacía. Volví a sentir la presión en los oídos y de nuevo la garganta reseca por culpa del aire que estaba respirando. Él estaba en todo momento conmigo. Se movía como pez en el agua, por lo que aunque yo no lo veía porque estaba muy ocupada preocupándome del equipo y de poder respirar, sabía que estaba a mi lado. Y empecé a sentirme segura. Miraba el ordenador que me indicaba la profundidad: 12, 16, 24 metros…. Aquel día la visibilidad era excelente, no como la última vez. El agua era cristalina, había gran variedad de peces y él, como siempre lo había hecho, iba indicándome qué es lo que tenía que mirar. Nos parábamos a menudo y cogía una concha, o un pulpo y jugaba con él. Fue maravilloso, como si nada hubiera sucedido, de repente nada existía más que él y yo en las profundidades del mar y algún que otro pez que pasaba por allí. No quería que aquel momento terminara nunca. Pero era consciente que debajo del mar pierdes la noción del tiempo y pasa más deprisa que en ningún sitio, así que cuando me dijo que mirara cuánto aire tenía y el manómetro me indicó que ya estaba por la mitad de la botella, maldije aquel aparato, porque significaba que debíamos dar la vuelta y volver hacia el barco. Antes de subir, le dije que paráramos y, como pude, le abracé. No había hecho esto nunca antes, ni siquiera sabía si se podría hacer o no. Como respuesta él se quitó su regulador, después el mío y me besó en la boca. Debo reconocer que fue el beso más emocionante que me habían dado jamás, por muchos motivos: porque fue debajo del agua, porque hacía mucho tiempo que nadie me besaba y, sobre todo, porque realmente lo necesitaba, necesitaba sentirme querida, sentirme deseada. Yo no lo supe hasta aquel día, pero era sencillamente eso lo que había estado esperando todo este tiempo, nada de médicos, ni pastillas; sólo amor. Y durante dos años lo había tenido en la puerta de mi casa (nunca mejor dicho) y no me había dado ni cuenta. Cómo se podía ser tan tonta, cómo tan ciega y no ver nada. Pero ahora que lo había encontrado, me dije que no lo dejaría escapar. Mi tiempo era demasiado precioso como para desperdiciarlo, me juré a mi misma aquel día bajo el mar que en ese momento empezaba una etapa. Había acabado trágicamente una vida pasada, llena de alegrías y pocas tristezas, en la que fui muy feliz y de la que guardaría los mejores momentos, y ahora mismo estaba empezando una nueva, no sabía si iba a ser a su lado o no, pero de lo que si estaba segura es la que ahora empezaba la iba a aprovechar al máximo. La vida es algo muy frágil y hay que vivirla intensamente. Todos estos pensamientos me vinieron en tres minutos, los que se necesitan en la parada de descompresión, y en los que él no apartaba su mirada de la mía. Su regulador era más pequeño que el mío y podía ver una sonrisa dibujada en sus labios. Cuando por fin nos encontramos en la superficie, ya no sonreía y me ayudó a subir al barco, donde nos encontramos con el resto del grupo. Nadie había visto nada y supongo que, aunque sospecharan que algo había entre nosotros dos, no se atrevieron a decir nada. Una vez arriba empezamos a comentar la inmersión y lo que nos había parecido a cada uno. Yo lo miraba como una colegiala, con una sonrisa estúpida en la cara. Es que es mi primera vez tras dos años de parón y con el agua tan clara ha sido muy emocionante, contesté yo intentando justificar mi mirada. Ya, claro, eso dicen todas, me respondió el patrón del barco, muy amigo suyo, por cierto.Ya en el centro de buceo y después de la rutina de quitarnos el traje, mojar todos los instrumentos en agua dulce y ducharnos, nos sentamos en la terraza a tomar una cerveza, momento éste que es uno más de dicha rutina. Fue él quien empezó a hablar, No me avergüenzo de estar contigo ni mucho menos, pero soy incapaz de demostrar mis sentimientos en público, especialmente cuando estoy enamorado porque me siento como un estúpido, pero en privado soy muy romántico. No dijimos nada más porque después apareció el grupo de buceadores y se unieron a nosotros. De vez en cuando nos cruzábamos unas miradas y alguna sonrisa, pero nada más. Por la tarde algunos hicieron una inmersión más y él se apuntó, pero yo me quedé para poder pasear por la orilla y mirar al horizonte. Siempre me ha gustado mirar al mar, sin ver nada, sólo el infinito y oír cómo mecen las olas. Aproveché para despedirme de mi marido aquella tarde. Hasta entonces todavía seguía pensando que podía aparecer por la puerta en cualquier momento, era por eso que aún mantenía algunas de sus cosas intactas. La mesa del ordenador, por ejemplo, estaba como la había dejado antes de marcharse para siempre. Pero esa tarde, sentada en una roca, intenté explicarle todo lo que había sentido por la mañana bajo el agua, aunque fue difícil. ¿Cómo se despide una de su otra mitad? ¿Es eso posible? Yo había tardado dos años en hacerlo y todavía me parecía increíble. Pero lo tenía que conseguir, así que empecé diciéndole lo mismo que había pensado bajo el agua por la mañana, que jamás olvidaría mi vida a su lado, que guardaría los momentos más especiales en mi pensamiento para siempre. El mar se había llevado lo que más había querido, pero ahora me ofrecía una segunda oportunidad. Aún hoy no se si fui o no muy convincente, pero hice lo que pude durante las tres horas que estuve allí. Supongo que lo importante en esos momentos era que me convenciera a mi misma de estar haciendo lo correcto, pero para eso sólo tenía que volver a recordar los momentos que había vivido esa misma mañana en el mar. Lo siguiente que hice, y lo más duro, fue quitarme la alianza del dedo y guardarla en un bolsillo. Pensé en tirarla al mar y que quedara en el fondo, pero por aquella zona hay muchos buceadores que podrían cogerlo y, para que lo tuviera un extraño, prefería guardármelo yo. Desde que practico el submarinismo lo de tirar cosas al fondo del mar para que permanezcan allí, como una idea romántica, es algo que no he vuelto a hacer. Tuve la sensación de tener desnudo el dedo, de que me faltaba algo durante toda la tarde, pero tendría que acostumbrarme por mucho que me costara. Por supuesto, cuando él me vio se percató de que me faltaba el anillo (¿había algo de lo que no se diera cuenta?), me apretó con fuerza la mano y me susurró al oído Eres muy valiente, estoy orgulloso de ti. Yo le contesté con una sonrisa, pero con los ojos aún un poco llorosos. Aquella noche me preparó una cena sorpresa en la habitación del hotel, con velas y rosas. Yo no podía creerlo, así que era verdad: era un romántico empedernido. Tras la primera inmersión que hicimos juntos en el mar, en una barbacoa tuvimos los típicos juegos de grupo y alguien se dedicó a preguntar a cada uno de nosotros cómo nos gustaría que nos conquistaran y yo respondí que de la forma tradicional: cena con velas y flores a la luz de la luna. Y así fue como me conquistó por segunda vez, lo que yo no sabía todavía es que quedara una tercera aún por llegar. Tardamos mucho en cenar, él porque hablaba bastante y yo porque tenía miedo de ir a la cama. Ninguno de los dos queríamos forzar la situación, pero ambos sabíamos que este momento tenía que llegar tarde o temprano. Por lo que empezamos como suelen comenzar estas cosas, con los labios pegados y besándonos hasta llegar a la cama, donde nos desnudamos mutuamente sin parar de besarnos. Yo era consciente de mis necesidades: desde lo de mi marido no había estado con hombre alguno, pero lo que no sabía es que él llevaba aún más tiempo que yo sin hacer el amor. Aunque yo deseaba que esto ocurriera, no pude continuar y le pedí perdón. Creí que se enfadaría, pero fue todo lo contrario. Me dijo que entendía que necesitaba tiempo y que él sabría esperar, lo había hecho durante dos años y podría esperar algo más. Me puse la camiseta y me tumbé mirando hacia la pared, comenzando a llorar de nuevo.Al día siguiente aún nos quedaban dos inmersiones más por realizar. Antes de que pudiera darme cuenta, ya estábamos en el agua de nuevo. Comenzamos a bajar, lentamente, y en un momento ya estábamos de rodillas en el fondo. Esta vez íbamos en grupo y nos meteríamos dentro de una cueva. Yo me guiaba por la linterna de él y procuraba no perderle de vista. Delante de nosotros avanzaban las dos parejas de buceadores que iban con nosotros. La cueva era lo bastante grande para que pudiéramos entrar los seis y además tenía una especie de cúpula por lo que podías quitarte el regulador y respirar aire puro. Justo en la mitad de la boca de entrada señaló algo con el dedo. Un pez, pensé, pero no, era una concha espectacular, casi de mentira de tan perfecta que era. Hizo señas para que la cogiera con mis manos, pero le indiqué que no, siempre he preferido dejar el fondo tal y como me lo he encontrado. Pero ante su insistencia, decidí cogerla. Miré sus manos y me decían que lo abriera, volví a negar con la cabeza, pero él me lo repetía una y otra vez. Lo abrí y entonces vi la cosa más romántica que nadie había hecho por mí: dentro había un anillo con un diamante incrustado. De la sorpresa, se me cayó el regulador y durante unos momentos tragué agua salada hasta que él me colocó de nuevo el aparato en la boca y continuamos hacia la cueva. Subimos a la superficie e inmediatamente me abalancé sobre él para comérmelo a besos. Los otros cuatro compañeros que descansaban sobre una roca comenzaron a aplaudir y a silbar con todas sus fuerzas, mientras nosotros flotábamos en el agua unidos en un abrazo. ¿No te daba vergüenza demostrar tus sentimientos en público?, le dije, Acabas de tirar tu imagen de macho ibérico y ligón por los suelos. No me contestó. Cuando nos acercamos a las rocas con los demás pude admirar la belleza de la cueva, se estaba bien allí. Los otros cuatro buceadores nos dieron la enhorabuena y nos dijeron que nos dejaban solos unos minutos para que pudiéramos hablar. Se sumergieron y cuando empezamos a ver sus burbujas subir a la superficie, me preguntó ¿Si o no? Puedes tomarte el tiempo que necesites, tampoco es necesario que me contestes ni negativa ni positivamente, con que aceptes el anillo y estés a mi lado, todo irá bien. Como no paraba de hablar le besé y le dije que aceptaba el anillo pero era un poco pronto para pensar en tener una relación más seria. Por ahora podríamos continuar así un tiempo, pero pensar en el futuro me daba miedo. Vale, me dijo, pero no me hagas devolver el anillo que me ha costado mucho ir a comprarlo y convencer a estos para que lo guardaran en la concha, la colocaran aquí… Volvía a hablar sin parar. Así que cuando está nervioso, habla más de lo que acostumbra, pensé. Creo que ya va siendo hora de que volvamos, ¿no crees? Nos metimos nuevamente en el agua y, antes de subir al barco, nos entretuvimos de nuevo con los peces. En esa zona del Mediterráneo se pueden ver congrios, nudibranquios, estrellas de mar y, uno de los peces que más gusta a los buceadores, la morena. Aquel día vimos al menos tres, creo que diferentes, pero no podría confirmarlo. Para mi es el pez más feo del mar, pero su visión es espectacular. En las inmersiones posteriores decidí comprar una cámara de fotos y los días en los que la visión es buena, bajo con ella al fondo y tomo unas instantáneas espectaculares, pero también las hay donde aparecemos alguno de los dos y, claro, la foto se estropea…Por la tarde teníamos que regresar a Madrid. Ese es generalmente el trago más amargo, pero, inevitablemente, hay que volver a la cruda realidad de la rutina diaria: la casa, el trabajo, los atascos… en fin, que hasta el mes siguiente no volveríamos a vivir algo así. Como digo, la despedida del mar, de los compañeros, del centro de buceo es lo peor del viaje, así que durante el mismo paramos en un restaurante de carretera a comer y de esta manera alargarlo lo más posible. Una vez en Madrid, le pregunté si quería subir a casa. Como vi que dudaba me apresuré a decirle que así me ayudaría a colgar el traje para que se secara bien, Es que pesa mucho, le expliqué. De acuerdo, pero me voy rápido que tengo que secar el mío también. Nos quedamos hasta la una de la madrugada bebiendo vino. Mañana no me voy a poder levantar, le dije. Pues no te levantes, no vayas a trabajar. Ya me gustaría, ya. Nos despedimos y quedamos en vernos entre semana.Me quedé una hora más en la cama pensando en lo que había sucedido el fin de semana, con el olor del neopreno impregnando toda la casa y mirando el anillo que llevaba en mi dedo.
El que me había quitado en el mar lo tenía metido en su caja original, la misma que había comprado hacía ahora seis años. De repente me surgieron las dudas: esto que iba a hacer ¿era lo correcto? ¿Y si me equivocaba con él? Apenas lo conocía, unas cuantas conversaciones anteriores sin importancia, pero en realidad no sabía nada de su vida, ni si tenía hermanos, no habíamos hablado de su hijo, ni de su ex… Mucho me temía que el lunes se me iba a hacer muy largo, por lo que me forcé a dormir.A la hora de comer del día siguiente se presentó en mi oficina a buscarme. Comprobó que llevaba el anillo y me dijo:
- He tenido una idea esta noche: vayamos a vivir a Murcia, dejemos esta vida de Madrid tan aburrida, empecemos desde cero. Trabajaremos en un centro de buceo, primero tienes que hacer el curso de instructor, claro está.
Yo sabía que ésa era su ilusión desde hacía unos años: dejar la ciudad y trabajar en la Costa, dedicarse a este deporte que puede llegar a convertirse en obsesión. Siempre me ha costado tomar decisiones arriesgadas en mi vida; he preferido recapacitar sobre las situaciones que he vivido, pero aquel día, delante de un hombre tan convencido como él, le dije que si, que dejaría todo para seguirle hasta el fin del mundo; que es lo que he deseado desde aquel día que crucé el umbral de la puerta y fui a verle a la tienda; que por eso entré; que estoy convencida, ahora lo se, de haber hecho el curso de buceo para pasar el resto de mi vida con él.