martes, 17 de marzo de 2009

6. LÁGRIMAS

Marina estaba sentada en el alféizar de la ventana mirando ese bosque infinito que estaba justo después. Ella quería salir de aquella casa donde sus padres no hacían más que gritar. A sus diez años Marina ya sabía que recordaría aquel día el resto de su vida. Las lágrimas salían de sus ojos formando ríos de tristeza en sus mejillas. De pronto un ruido atronador le paralizó el corazón, un ruido que casi le hace caer al vacío por aquella ventana hacia aquel bosque que sentía tan suyo pero que ya no querría volver a ver.
Todavía hoy se pregunta por qué su padre mató a su madre. Justo después otro trallazo atronador le dejó un pitido en los oídos. Si su padre decidió volarse la cabeza con la escopeta de caza, Marina nunca entendió por qué primero destrozó literalmente el corazón de su madre con un disparo en el pecho, y el suyo propio destruyendo su infancia.
Tan solo el sonido repetitivo de las vías del tren sostenía la unión entre la realidad y la enajenación de una niña despojada de todo su mundo. Marina levantó la cabeza cuando un giro brusco del vagón le hizo golpearse la frente contra el cristal, y de pronto vio que el cielo tomaba un color demasiado azul, y que llegaba demasiado entre la tierra. Comprendió que era el mar. Las lágrimas le salieron de los ojos aún con más fuerza. Su madre le puso Marina porque decía que el azul de sus ojos le recordaba al Mediterráneo donde ella había crecido. Su madre le había prometido que la llevaría hasta ese mar algún día y que la enseñaría a nadar, y que jugarían en los lugares donde ella lo hacía de niña. Ahora Marina iba hacia ese lugar precisamente, a esa casa, a esa playa, a la casa de su madre… pero sin su madre. Sus abuelos la esperaban en la estación con el corazón roto por la pérdida de una hija, pero la esperanza de tener otra en el seno de su hogar.
La abuela vestía de negro y había engordado desde la última visita que les hizo. El abuelo estaba allí erguido sobre su bastón, igual que en las fotos. Con semblante serio y arrugas de preocupación que se distinguían entre las propias de sus setenta y cinco años. Marina no le conocía, o al menos no se acordaba de él, pues desde que ella tenía uso de razón él nunca les había visitado. Ella después pensó que debiera haberlo hecho, pero un hombre duro y justo como él prefirió no entrometerse en la vida de su hija para no destrozar su matrimonio. ¡Qué ciego estuvo todo el mundo! si el abuelo hubiera sabido el desenlace final, de seguro que hubiera dado su vida por su madre. Pero nadie lo supo. Un yerno al que no soportabas no tenía por qué ser un yerno asesino.

La situación para Marina cambió mucho en sus primeros cuatro meses allí. Su abuela la amaba con locura y se convirtió pronto en la persona más importante de su vida. Su abuelo la quería a su manera. Pocos besos o abrazos salían de él. Casi siempre órdenes del quehacer diario o consejos. Nunca prohibiciones pues él decía que eso era cosa de la abuela. Sobre todo Marina recuerda a su abuelo por ser la persona que mayor protección le brindaba y eso le hacía sentirse muy bien. Sus brazos anchos y peludos terminaban en unas manos poderosas que la protegerían de cualquier mal. Pero al atardecer ella no podía evitar pasear por la orilla de la playa y pensar en su madre y tener miedo… aunque sobre todo lo que Marina tenía era pena. Ahora dormía en su habitación, veía fotos de cuando era niña y hasta se abrazaba a su vieja muñeca. Los ojos se le deshacían en lágrimas igual que su propia alma mientras las olas del mar azul intenso le mojaban los pies. En un impulso irracional Marina comenzó a adentrarse en el agua.

El agua estaba fría y el primer contacto hizo que se estremeciera, pero no paró. Cuando el agua le llegaba al pecho miró al horizonte y se dio cuenta de todo el camino que la separaba aún de llegar a alguna parte. De pronto un desnivel en el suelo la hizo caer a una zona donde tanto el firme como el aire estaban fuera de su alcance. La sensación de falta de aire no la puso nerviosa. El sonido de las olas ahora sonaba distinto, desde dentro. Los guijarros del suelo hacían sonidos constantes al vaivén de las corrientes y bajo el agua, sus ojos eran incapaces de llorar. Marina los abrió de par en par y vio un azul difuminado pero profundo, un azul que lo invadía todo. Reconoció varios peces volando como pájaros más cerca de lo que ningún gorrión en su bosque favorito jamás lo hubiera hecho. Marina miró hacia arriba y reconoció el brillo del sol del atardecer fuera, en otro mundo. Simplemente decidió volver a ese otro mundo y sin saber nadar, Marina avanzó en el agua con lentitud pero con facilidad. Su cuerpo no pesaba y podía controlar el movimiento también con sus brazos. Sacó la cabeza fuera del agua y respiró, pero el mundo del que ella venía sí daba peso a los cuerpos y eso la hizo hundirse. Marina tragó agua, tosió y se retorció de dolor y miedo. El mundo del aire la empuja de manera cruel hacia el fondo, mientras el agua más benévola la llevaba en brazos hacia la superficie. Fui yo quien pudo rescatarla y sacarla estrechándola entre mis brazos. Marina parecía un ser indefenso desde que llegó a nuestra cala. Yo la conocía como vecina y sabía de la dura historia de su vida. Cuando casi la vi ahogarse supe que era un niña valiente pues Marina no lloró ni durante ni después del incidente, tan solo los temblores en su pequeño cuerpo provocados por el frío parecían hacerla sufrir ya sobre la arena. No sé ni cuantas veces sus abuelos me lo agradecieron, y Marina también, claro, era muy madura para tener solo diez años.

El verano se acercaba y cuando la primavera brilló mostrando que pronto estaría la estación más calurosa salté al agua a por unos pulpos. En un fondo de cinco metros con bajadas bastante fáciles estuve más de una hora ojeando las huecas de las piedras. El fondo estaba exultante de colores, un tono azulado lo inundaba todo mezclándose con los colores verdes de las algas. Los bancos de peces revoloteaban alrededor mía a veces, pero cuando los movimientos bruscos para realizar la inmersión movían el agua salían todos hacia lugares más calmados. Al final hubo suerte, tras varios arañazos en las manos contra las piedras y un susto al encontrarme de cerca con la boca de una morena que casi me ignoró, conseguí sacar un pulpo de buen tamaño con la mano y salí a la orilla intentando despegarme las ventosas del brazo. Marina estaba allí mirándome con los ojos azules abiertos de par en par mirando toda la escena impresionada.
-Enséñame a entrar en el mar.

Se puso el traje de baño y se colocó la máscara y el tubo. Las aletas que le quedaban grandes se quedaron en la orilla y la llevé de la mano hacia donde no hacía pié. Marina tenía ocho años menos que yo pero de toda la zona yo era la persona más joven que vivía cerca de su casa así que se sentía segura conmigo por verme como un adulto que la salvó, y por verme como un niño que podía jugar con ella. Fui con pies de plomo pues iba a enseñar a bucear, aunque solo fuera en la orilla, a una niña que no sabía ni siquiera nadar. Coloqué mis brazos extendidos y Marina se tumbo sobre ellos mientras ojeaba el fondo con sus ojos azules y despiertos. Al ver esos ojos ese día bajo el agua me sorprendí cuando de verdad comprobé que el color de su iris era del mismo tono exacto del mar. Su respiración era calmada a pesar de ser la primera vez que respiraba a través de un snorkel. Sus piernas empezaron a agitarse y Marina se me escapó de mis brazos y se fue directamente al fondo. La dejé bajar sola pues la encontraba muy tranquila y al instante me sumergí con ella. Aunque sin mi máscara no pude enfocar demasiado bien la visión me di cuenta que estaba investigando todo cuanto había a su paso. Se movía con movimientos suaves que la hacían avanzar a gran velocidad e incluso se atrevió a intentar tocar algún pez confiado. Aunque yo llevara toda mi vida nadando y buceando, he de admitir que Marina en aquella inmersión aguantó más tiempo que yo debajo de agua. Fue el momento en que descubrimos el don que tenía, pero hubo que guardarlo como secreto para no preocupar a su abuela.
Al intentar salir del agua volvió a tener problemas y de nuevo la saqué. Su cara de felicidad me hizo en ese instante tener que comprometerme a enseñarle todo lo que yo sabía sobre la natación… sus ojos brillantes eran el mismo horizonte. Su alma pura e inocente de niña de diez años había encontrado el único lugar del mundo donde poder estar a solas con sus pensamientos, y sobre todo sin su pena. Ese lugar era el mar. Y no era un lugar de este mundo exactamente pues el mar, constituye su propio universo en sí mismo. Marina pertenecía a ese universo mismo del que nacen las olas, pues si no nadie podría jamás explicarse como una niña de tan solo diez años que no sabía nadar, era capaz de bucear con tanta soltura. Pero aún así no era un pez y lo primero fue enseñarla a nadar para que no corriera ningún peligro. Al principio fue difícil pues venía de un mundo que la oprimía demasiado y había encontrado otro en el que estaba feliz. El contraste de los dos en la superficie constituía una lucha de fuerzas que no sabía controlar y hasta que no supo relajarse en la superficie no se consiguió ningún avance. Hasta la vi llorar un día y ya no sé si era de frustración o era de la misma pena que corrompía su corazón. Sin embargo ese día, poco después de haber empezado las lecciones pude robarle una sonrisa. No era gran cosa pero para Marina significó mucho que yo le regalase la máscara de buceo y el tubo. Les tenía mucho cariño pues no había tenido otros desde niño, pero bueno ahorré un poco para comprarme unas gafas de mayor tamaño y que no me apretaran. Marina escondía las gafas en el jardín para que sus abuelos no supieran que estaba buceando.
Y sus ganas de superarse la hicieron capaz de nadar, y una vez que yo no tenía que sacarla a flote fuimos a bucear los dos juntos por vez primera. Decidí no llevarme las aletas para estar en igualdad de condiciones con ella. Reconozco que debería haberlas llevado porque Marina buceando era algo espectacular. Hay quien posteriormente la describió como un pez, un delfín y un sinfín de preciosos animales marinos… pero Marina no era como ellos, ella era como el agua, formaba parte de las corrientes, de las olas, de las mareas… Marina y el agua parecían la misma cosa cuando estaban en contacto. Nunca temió en adentrarse en pasadizos de roca nada más ver un atisbo de luz del otro lado. Desde ese primer día parecía no preocuparse por el oxígeno, como si pudiera elegir cuando respirar sin problemas. Su inocencia y su calma mostraban una gran sonrisa que no solo surcaba su cara, si no los mares. Fue ese mismo día cuando Marina me contó que debajo del agua no podía llorar y que por eso quería estar allí siempre. Me lo dijo en la misma orilla nada más salir y aún a sabiendas de quedar como un blando reconozco que se me hizo un nudo en el estómago, me dio un vuelco el corazón y de mis ojos brotaron lágrimas. Fue cuando Marina me cogió de la mano y se adentró en el agua conmigo y nos sumergimos. Al salir dijo un expresivo: “¡Ves cómo no se puede llorar!”

Ella misma reconoció que nunca había sido ni sería una buena nadadora. Admiraba a aquellos atletas que nadaban en esas largas piscinas para ver quien era el más rápido pero Marina no encontraba el sentido de tal actividad. Ella no quería ser la más rápida ni nada por el estilo, solo quería estar feliz en su medio. Casi tiene que dejar de entrar en el agua cuando sus abuelos se enteraron de todo, pero no se puede detener el avance del agua cuando decide ir en una dirección, eso es algo que quien no sepa tendrá que aprender. Su abuelo vino a hablar conmigo. Él me tenía por un buen chico aunque desconfiaba del mar. Le conté la historia de cómo ella misma se tiró al agua y de cómo pensé que sería preferible enseñarla a nadar antes que verla ahogada. Aunque todo el mundo lo comprendió, la abuela era demasiado aprensiva como para ver a su nieta sumergirse en el agua. Se creó como esa especie de unión secreta que hay entre las madres de los toreros y sus hijos en el ruedo: aceptación, resignación y sobre todo ojos cerrados y rezos en vez de disfrutar con la faena.
Pero fue la propia abuela quien al ver a su nieta por fin feliz le regaló unas aletas, un tubo y unas gafas nuevas. La pasión de Marina fue tan grande que pronto tuvieron que comprarle un traje de neopreno, lastre y todo lo necesario para practicar el buceo durante todo el año. Yo iba siempre con ella. Fue gratificante tener un compañero de buceo por primera vez, los amigos estaban escasos por aquellos años en la cala, cosa que hoy el turismo parece haber cambiado, pero esa es otra historia. Pero tampoco teníamos la playa para nosotros todo el año, pues a parte de las trajinas que merodeaban buscando pescado, a veces venían buceadores de otros lugares a pescar. Sobre todo los domingos. Marina tenía ya catorce años y gastaba su segundo traje de buceo cuando saltó a la fama en todos los periódicos. David Martin, un reconocido submarinista Australiano estaba haciendo de manera secreta unas fotografías sobre los maravillosos fondos de nuestra costa. Se encontraba a diecisiete metros en calma total. Su mujer, la bióloga marina Karen Martin estaba justo detrás de él sosteniendo el incómodo flash. Marina que nunca había visto un equipo de submarinismo no supo relacionar las burbujas que vio con nada que conociera de su mar y decidió bajar más y más para investigar. En una pared vertical de roca llena de nudibranquios de diversos colores, el matrimonio Martin se encontró con una niña de ojos azules que les saludaba con alegría y al mismo tiempo con sorpresa al ver tan pesados equipos. La cámara se dirigió hacia ella, el flash la asustó y la hizo salir fuera del agua. Desde entonces todo cambió. Hasta yo fui entrevistado en la radio por haberla enseñado a bucear, al menos eso decían ellos. La niña delfín la llegó a llamar un periodista sensacionalista de esos que solo buscan crear la noticia más que contarla. Marina lejos de usar la fama y la expectación que medio mundo puso en ella para fines lucrativos decidió usar todo eso para seguir buceando. Su curiosidad ahora la embarcaba hacia nuevos horizontes, ni siquiera ella misma sabía que podía bajar tantos metros sin respirar, aunque ya hacía mucho que me había dejado atrás, y quiso saber cuánto aguantaría. Pero ella nunca fue demasiado amiga de las competiciones y lo que de verdad la entusiasmó fue el sistema autónomo de buceo. El propio David Martin la entrenó y la organización para la que trabajaba le otorgó un equipo completo de submarinismo. Marina solo sabía de esas cosas de oídas pero pronto se convirtió en una experta.

Fueron sus momentos de fama, su gran muestra ante todo el mundo y su educación en submarinismo que la tuvo casi un año viajando y ocupada. Sus abuelos la echaban mucho de menos pero claro, no había forma de negarle nada a su nieta. Por ese tiempo yo me quedé en la cala trabajando y casi no buceaba. Marina volvió justo cuando yo disfrutaba de unas vacaciones. Una mañana salí a coger navajas del fondo. Era un domingo caluroso pero sin sol, el cielo estaba gris como para vaticinar desgracias y el agua revuelta con mar de fondo y una resaca invisible que todo lo atraía hacia el corazón de las aguas. La probabilidad es reducida pero existe y a veces ocurre que hasta los que más cuidado tenemos pisamos un pez araña. Aún hoy me retuerzo de dolor por dentro cuando pienso en aquel momento. Sin embargo lo peor vino después, aún después de soltar la red con las navajas y el cinturón de lastre no podía alcanzar la orilla. Las fuerzas se me agotaban y el dolor se incrementaba con cada brazada que daba hacia fuera. Pensé una y mil veces que me había quitado las aletas demasiado pronto al salir del agua, y ahora no sabía donde estaban, mis gafas estaban llenas de agua hasta la mitad y el resto del cristal empañado. A ciegas y atemorizado me saqué el tubo de la boca para pedir socorro gritando y el agua entró en mis pulmones incrementando el miedo y el dolor que sentía ya en todo mi cuerpo. Sacaba fuerzas de donde no las había y nadaba con toda mi alma, aunque no sabía hacia donde. Lo único que conseguían mis espasmódicos movimientos era que me hundiera más y estuviera más perdido. Sentía la resaca llevándome lentamente hacia el fondo pero los nervios me impedían buscar la dirección opuesta hacia la orilla. La vista se me nubló y me di por muerto.
Un brazo delgado con los músculos tensos me agarró y me elevó. Marina me devolvió la que según ella me debía cuando me sacó del agua impidiendo que me ahogara. Perdí el conocimiento al salir del agua y no recuerdo nada más. Marina vestida con un traje azul y zapatos de tacón había saltado al agua a por mí. Tan solo hacía un día y medio que ella había regresado y ni siquiera había tenido tiempo de ir a bucear. Mi rescate fue su primer contacto con el agua que la vio bucear por primera vez. Pero no la reconfortó pues estaba bastante preocupada por mi salud. Tuvo que practicarme los primeros auxilios hasta que desperté vomitando agua salada. Recuerdo el dolor en el pecho, las punzadas en mi pie por la picadura del pez araña y el miedo que me hacía agarrar los brazos de Marina todavía en tensión. El pelo mojado le caía por la cara y las gotas de agua Mediterránea surcaban los contornos de sus pómulos cayendo hasta su cuello delgado y fibroso.
Una ambulancia vino a por mí, los médicos me estabilizaron y me inyectaron un antídoto para el veneno del pez. Una vez ya recuperado Marina insistía en que saliéramos a bucear. Ella iba todos los días con su infinita sonrisa pero mi ánimo no estaba para tal cosa. Juré no volver a entrar en el agua. Pude haber sido algo exagerado pero la picadura de aquel pez araña y todo lo que desencadenó me creó un trauma que tardé demasiado en superar. Decidí pensar que el mar era una actividad de juventud y pensé en dedicarme a cosas serias. Hasta llegué a pensar que a Marina se le pasaría con los años ese juego de niños que es el buceo. En verdad es un juego de niños, aunque no importa la edad que estos niños tengan para disfrutarlo. Marina me comentó que me había dejado un regalo en una cueva que ella sola había descubierto. Me dijo que había que entrar a nadar a la altura del pino que estaba más cerca del agua. Luego tendría que pasar sobre el manto de algas y llegar hasta la zona donde empezaban las piedras. Yo conocía bien el sitio porque justo ahí era donde más pulpos encontraba. Pero nunca me había adentrado hasta donde Marina me dijo. Si continuaba nadando llegaría a un escalón de unos dos metros de bajada donde empieza el fondo de arena de nuevo. Marina me dijo que tenía que seguir dirección poniente hasta ver un agujero en plena roca aunque la entrada estaba tan llena de sedimentos que parecía una excavación en la arena. Recordé la dirección sobre todo porque Marina dijo que dejó allí un regalo para mí, para animarme a volver al mar. El miedo ni siquiera me permitió replicar nada o dar las gracias.

Los días se tornaron cada vez más grises y la lluvia apareció con tormenta eléctrica en el cielo, viento de las montañas y un mar embravecido que rompía contra la costa recordándonos a todos que él era quien gobernaba y que su furia era mucho mayor que su inmensa bondad cuando sus aguas entraban en movimiento. El mar siempre fue un personaje más en la historia de nuestras vidas. Marina se volvió gris porque el mar que ahora no la dejaba bucear se mostraba impasible ante ella. En esos momentos Marina necesitaba el agua más que el aire para respirar. Su abuelo enfermó gravemente y en medio de esa tormenta Marina esperaba la muerte del único hombre al que pudo llamar familia. Un día mucho más tarde me reconoció que yo era el único hombre al que pudo llamar amigo, y eso es un honor para mí. Pero volviendo a aquella tormenta, Marina lloraba desconsolada viendo como su abuelo lanzaba su último aliento. Ya no podía hablar, difícilmente respiraba y tenía la mirada perdida en un punto inconcluso del techo. Su abuela resistía con entereza aunque estaba destrozada, tan solo por no deprimir más a su nieta. Las palabras sobraban. El día que el toque de campanas señaló las exequias y la caja de madera salió de la casa después de un día y toda una noche de velatorio y muestra de respetos llegó la misa y el duro momento de dejar el ataúd sólo en el frío cementerio. Cuando acompañé a Marina a su casa los zapatos con las suelas mojadas chirriaban al pisar la cera de las velas esparcida por todos lados. Algunas flores que sobraron estaban allí abandonadas a su suerte esperando también a marchitarse. Por lo que sé Marina estuvo toda la noche mirando al mar y escuchando su furia. La misma furia que ella sentía por dentro.
Al día siguiente la visité y me encontré a una Marina con el semblante más serio que nunca, con el paso no solo de los años si no del dolor en su cara. Tenía dieciocho años pero en su corazón los acontecimientos de su vida la habían hecho tener más años que cualquier sabio anciano. Poca gente había visto morir a casi todos los suyos. De su familia solo quedaba su abuela, ya mayor y no con demasiada buena salud. Marina habló suavemente.
-Saca tu equipo de buceo que pronto iremos juntos otra vez.
-Pero… -titubeé mientras me sentía nervioso por no saber como salir de aquella situación- si hace tres años que no toco el agua.
-Pues ya va siendo hora, ¿no crees?
Me hubiera gustado ser más valiente pero no pude. Mucho menos viendo el mar tal y como estaba. Mi corazón palpitaba más y más fuerte al pensar en verme metido en el agua como hacía antes, sin embargo mostraba un aire de indiferencia para engañarme incluso a mí mismo, como si ya no me importara el mar y solo me dedicara a cuestiones de tierra seca. Marina se levantó y fue al armario a buscar su bolsa con el equipo de buceo cuando su abuela se levantó, la agarró de la mano y la llevó al sofá. Marina lloró toda la tarde abrazada a su abuela. Yo salí a pasear por la playa. El rugido de las olas casi no me dejaba pensar. Los espumarajos blancos parecían formar monstruosas caras que me miraban burlonas. Rostros retorcidos y siempre cambiantes que escupían maldades que a veces me salpicaban en mi tez, quemada por el frío viento.

Fue una noche del año siguiente, aunque tan solo unos meses habían pasado, que me puse a pensar qué pensaría Marina de mi. Seguramente que yo era un cobarde. Ella había estado a punto de morir ahogada de no ser por mí, y ella solo quiso superarse a sí misma y volver a entrar al agua. Yo sin embargo no tenía las agallas de tocar el agua. La sola idea de estar en aguas donde no pudiera tocar un seguro fondo de arena me sobrecogía el alma. Pensé en todos los momentos que viví buceando y lloré. Supongo que los problemas personales que también acarreaba se unieron a los pensamientos de vencido y no pude más que llorar. Las gaviotas parecían reírse de mí alrededor. Ahora veía la playa como las viejas, como una inmensa vía arenosa para pasear. Y también recordé que bajo el agua no se puede llorar, aunque por alguna razón yo quería llorar y quería seguir siendo un perdedor. Hay momentos en que sin razón alguna las fuerzas simplemente se acaban.
Me llegaron noticias de Marina y por lo visto andaba en los mares de la isla del Hierro contratada por un equipo de biólogos marinos para hacer un estudio sobre sus fondos. Había conseguido una beca para trabajar en el mar desde la universidad donde estudiaba. Me alegró por ella, y me apenó un poco más por mí. Pero el tiempo va dejando las cosas en calma, igual que caen los sedimentos sobre las huecas de piedra, tapándolas por completo y dejando un liso fondo de arena donde antes había un complicado relieve rocoso. En esa circunstancia yo vivía mi vida como todos los demás. Tenía un buen trabajo que me permitía alimentar a mi familia. Fui el primero del pueblo en poder comprarme un coche, un trasto oxidado que arrancaba una vez de cada tres intentos, pero que era la envidia de todos. La gente me llamaba de señor y eso me gustaba. Yo como buen ciudadano y cabal persona aconsejaba a mis hijos y a sus amigos que tuvieran mucho cuidado con el mar. Les contaba mi historia y les dejaba boquiabiertos. Yo era un héroe, pero Marina lo era aún más para ellos y eso que no la conocían más que de vista.
Su abuela vivía aún y seguía gozando de la misma y delicada salud desde hacía años. Ahora estaba sola pues Marina rara vez podía venir de visita, y cuando lo hacía era de forma fugaz. La mujer se levantaba muy temprano por la mañana para comprar el pan. Cuando no iba la panadera mandaba a su hija pequeña a su casa a llevárselo pues suponía que no se encontraba demasiado bien. Las ancianas se visitaban las unas a las otras y se sentaban al fresco en sillas de mimbre. A parte de esos momentos la abuela de Marina no era más que otra de esas viudas que no tenía a nadie. Un día mientras yo pasaba por su puerta ella me llamó con su voz débil y rota. Tenía una carta en la mano y me pidió que se la leyera en voz alta para ver que decía. Llevaba dos días buscando a que alguien que supiera leer pasara por su puerta. Mientras yo abría el sobre ella me comentó que creía que era de su nieta pero que algo iba mal. Su deducción era de lo más lógica, la única persona que le escribía era Marina, pero esta vez el sobre era de más calidad y la dirección estaba mecanografiada. El sobre tenía un sello de la Guardia Civil, cosa que no le dije por no preocuparla. Abrí el sobre trémulo y lo leí primero en voz baja. La Comandancia de la Benemérita Guardia Civil afirmaba que durante un temporal Marina había caído al mar desde el barco hacía nueve días. Su cuerpo no había sido encontrado aún y que las esperanzas de encontrarla con vida eran prácticamente nulas. El Océano Atlántico fue su última expedición. Los periódicos se hicieron eco de la noticia. Una joven pionera en el estudio marino y adelantada submarinista había muerto. Salieron a la luz las entrevistas que le hicieron de niña y ya se hablaba de ella como un hito feminista por destacar en un mundo, como todos, lleno de hombres.
Marina no fue nada de eso. Ella era la corriente misma del mar que un día decidió volver a su hogar donde no pudiera llorar más. Creo que lo hizo para no tener que pasar por el trago de ver morir a su abuela también. Nadie sabe si ella sabía que su abuela moriría una semana después, o si la noticia mató a la abuela. Intenté suavizarle la información a esa señora tan débil que sin embargo desfalleció con un infarto. Los médicos en el hospital dicen que estuvo viva una semana más. Yo sé que aunque su corazón latiese ochos días más ella había muerto cuando yo le di la noticia.

Tras muchos años volví a llorar. A llorar de forma desconsolada. Bajé llorando los escalones del almacén y empecé a apartar cosas. Llorando quité herramientas y miles de trastos viejos hasta llegar a un macuto militar donde guardaba mis aletas, mi máscara y tubo y mi neopreno. El lastre de plomo estaba repartido por varios lugares de la casa, bien aguantando una puerta de las sacudidas del viento, o bien oxidándose por el suelo. Llorando me fui a la orilla. El agua me esperaba en una fría quietud. Tras ponerme el equipo, el primer contacto con el agua fría me hizo recordar momentos duros… fantasmas del pasado. Vi de nuevo como los espumarajos se burlaban de mí, vi como el pez araña clavaba su aguijón en la planta de mi pié, me vi morir en el agua de nuevo. Pero no me detuve como tantas otras veces. Llevaba ocho años sin bucear y cuando me dejé caer y sentí la ingravidez las lágrimas cesaron. Con la mente en blanco empecé a nadar. Solo miré hacia atrás una vez, para ver si estaba a la altura del pino más grande de la playa. Alineado con sus enormes ramas pasé por encima de la pradera de algas. Seguían estando allí aunque infinitamente diferentes. El mar en su constante evolución hace que cada imagen de él sea única e irrepetible. Pasé por encima de las piedras viendo el contorno de mi sombra contonearse sobre ellas. Llegué al desnivel, nadé más y más en dirección a poniente hasta que vi una oquedad en la pared casi vertical de un tamaño tal que cabía un buceador sin problemas. Años atrás Marina había dejado allí un regalo para mí. La bajada era peligrosa. La gruta no tenía salida y ni siquiera podía afirmar que hubiera algo allí dentro. Después de tantos años nada tiene por qué estar en el mismo sitio.

Me empezó a invadir un miedo irracional que pronto acabó. A veces, las tormentas traen olas y corrientes tan fuertes que mueven toneladas de arena en el fondo del mar, y lo que antes era un liso fondo arenoso puede dejar al descubierto grietas de roca viva y estridentes formas que parecen cortar a la mar misma. Cogí una bocanada de aire y bajé a ese agujero. Llegué a su entrada enorme y vi restos de conchas. Allí debía de haber o de haber habido un pulpo de tamaño considerable. Dentro de la cueva, a unos ocho metros de profundidad la luz del sol entraba muy débil. Los colores entre verde y grises lo inundaban todo. Mis ojos bien abiertos miraban una formación rocosa de increíble belleza. Mi metro ochenta de estatura entró en el agujero en toda su longitud, con lentitud para no levantar los sedimentos del fondo y arruinar el pequeño mundo en equilibrio, a refugio de todas las corrientes. Ya no aleteaba, me movía con las manos puestas en ambos flancos de la gruta y penetraba en el mundo secreto de Marina. Yo estaba allí gracias a ella, y ella estuvo allí gracias a mí. Al final, donde la pared terminaba bajando más y más el nivel distinguí la forma de una cinta de goma. Muy despacio la cogí y tirando de ella hacia arriba y desenterrando mi primera máscara de buceo. La misma que yo le regalé a Marina las primeras veces que buceamos. Estaban allí para recordarme que yo también pertenecía al mar, y a su propia historia. Delicadamente las dejé en su sitio, donde pertenecían, y las visité de forma continuada. No dejé de bucear nunca más. Tampoco lo hice solo, mis hijos me acompañaron durante unos años. Luego se fueron de casa y aunque yo ya era mayor, la playa estaba llena de turistas y mi mujer se asustaba si yo iba solo no dejé de hacer inmersiones. Yo sé que Marina, la hija del Mediterráneo me guiaba y cuidaba en mis inmersiones. La seguridad de una sirena de la guarda me reconfortó desde aquel momento. Aprendí a usar equipos autónomos de buceo y continué aprendiendo. Nunca conté a nadie donde estaba la máscara que compartí con la mar misma. Hoy escribo esto porque sé que la mar, después de todo, desea firmemente ser la protagonista de leyendas de los hombres. Por eso nos envió a Marina.