viernes, 1 de enero de 2010

128. UN MAR DE SORPRESAS

Me encontraba en casa, terminado de abrir los ojos recién despertado, un día normal de primavera. Los rayos del sol entraban por la ventana, calentando y llenando de claridad la habitación. Buen presagio del día que empezaba, cosa que me llenaba de ánimos y ganas de saltar de la cama. Eolo se había calmado después de soplar como pocos los últimos días, una mañana soleada ofrecía buenas expectativas. No eran inusuales los temporales de poniente por estas fechas, aunque no con la violencia e intensidad de días atrás.

Como un autómata, después de salir del baño, me preparaba el desayuno, fantaseaba con la inmersión que iba ha hacer. Sentado, mientras me tomaba mi tazón de leche caliente con cacao, miraba por la ventana de la cocina, desde la cual veía la costa y las islas de poniente, no muy lejanas. Se apreciaban las olas y como estas batían contra las islas, salpicándolas de blanco. Una detrás de otra, sincronizadas, sin pausas. No eran las condiciones perfectas para bucear, pues no tenía ninguna gana de salir con la barca a ese sin fin de montaña rusa. Todavía recordaba la ultima vez que al terminar de bucear no muy lejos de allí, se había levantado mal tiempo, con olas como hoy, dando saltos durante todo el camino de vuelta, tardé el triple de tiempo de lo normal en llegar a la playa, cansado como si hubiera corrido una carrera de obstáculos. Este último pensamiento terminó por decidirme. – Hoy iría a Cala Rotja, que esta resguardada de la mala mar y puedo dejar el coche cerca de las piedras por donde entrar cómodamente al agua-- pensé yo. Conocía muy bien esa playa, había buceado cientos de veces. Era una zona de arena con posidonia y alguna piedra aislada. A partir de los treinta metros de profundidad, en un claro de arena se alzaba una piedra desde el fondo hasta la superficie del agua, con paredes verticales, que conocíamos como el “bajo de dentro” en la que se podía ver algún mero, morenas, sargos, cabrachos, doncellas, castañuelas… una pequeña, pero variada fauna típica, revoloteando y dándole vueltas. Más de una vez hasta barracudas había visto patrullando y controlando esos pececillos pequeños que corrían a refugiarse entre las posidonias o entre los muchos agujeros que ofrecía la roca, nada más verlas. Unido a la claridad del agua, hacia de esta inmersión un lugar tranquilo, que solía utilizar para llevar a mis amigos “novatos” y también muy a menudo cuando tenía que probar algo de mi equipo para asegurarme que funcionaba correctamente.
No tardé nada en cargar en el coche con todo el material y llegar al lado de la playa. Una hora después me encontraba equipado y preparado para saltar al agua. Una vez en el liquido preciado, última revisión y ya estaba buceando.
Quería probar el regulador que había modificado, mi inseparable Apex tx-100, siempre se comportaba, hasta en las condiciones mas exigentes, pero pensaba que todavía se le podían sacar mejores prestaciones y le había aumentado la presión de trabajo un poco más, hasta las 12 atmósferas. Así que me dedicaría a probarlo y verificar que la modificación funcionaba bien, disfrutando de una tranquila inmersión.
Desde la superficie hasta los 10 metros, el fondo era un continuo mar de dunas pequeñas, como a escala, y a partir de ahí empezaban las plantas de posidonia, con sus raíces tupidas que las anclan al fondo, comiéndole poco a poco terreno a la arena. Sus ramas o hojas llenas de pececillos, nudibranquios y algún que otro cangrejo con un casi perfecto camuflaje, se difuminaban con el azul intenso del agua. A partir de ahí, el fondo iba ganando profundidad hasta llegar a los treinta metros, en una pendiente continua pero suave, alternando algún claro de arena con la posidonia, hasta solo quedar arena en los cuarenta metros, estabilizándose en esa profundidad en toda la pequeña bahía que forma la resguardada cala.
Llevaba media hora buceando. En el fondo se apreciaban los estragos que había hecho el temporal en las zonas más expuestas, la arena estaba removida, algas y posidonia arrancadas flotaban sobre la arena, al compás de las olas. Había probado el regulador y estaba satisfecho. Funcionaba bien, no había fugas, tenia suficiente caudal para el jacket y las dos segundas etapas funcionando a la vez, hasta notaba más aire cuando aceleraba mi respiración. Miré el manómetro, ya solo me quedaban 80 Bares, suficientes para volver. Estaba flotando a pocos metros del fondo y del bajo, miraba una morena que igual que una serpiente se deslizaba entre las piedras, entrando por un agujero y saliendo por otro, camino del siguiente escondrijo en busca de su ansiada comida. Un extraño ruido capto mi atención junto a un rápido pero profundo escalofrío, no sabía de donde venía, pero este se repetía. Extrañado ya que no veía nada por más que mirara en todas las direcciones. Me pareció ver una sombra, si, detrás del bajo debía haber algo, se veía, donde acababa la pared de piedra y empezaba la arena del fondo, a cierta distancia y oculto por este, una gran nube de arena, igual que la que producen las turbulencias del aletazo de un buceador. ¡Qué extraño! ¿Qué pez podría hacer eso? Y el extraño ruido continuaba. De golpe, disparada hacia la superficie, una mancha gris, apenas a diez o quince metros de mí, a una velocidad increíble, en un acto reflejo me paré en seco, mientras me recorría un nuevo estremecimiento, como un calambrazo. Parecían torpedos, saliendo del fondo, decenas de veloces sombras seguían a la primera, paralizado por la sorpresa, seguía los movimientos alocados, desesperados diría yo, hasta que desaparecieron, en dirección a la superficie, tan rápido como habían aparecido. Me di cuenta, después de descartar el alubión de ideas que intentaban explicar lo que acababa de suceder, que lo que veía, ¡eran delfínes! Unos pacíficos y simpáticos ¡delfines!. Me tranquilice al comprender que no pasaba nada, solo una pandilla de veloces delfines. En el agua donde habían estado, flotaban pequeñas partículas que brillaban. Al acercarme más, vi que eran escamas de peces que reflejaban la luz del sol que llegaba hasta el fondo. ¡Menudo festín se debían estar dando!. Seguramente los delfines al verme, mas asustados que yo, habían salido disparados, desapareciendo hacia la superficie, huyendo de un “pez” muy raro y torpe, expulsando burbujas, que al ascender hacían un ruido ensordecedor. Tampoco se oían los ruidos que me habían llamado la atención, seguramente producidos por sus sonares naturales que utilizan para detectar y aturdir a sus presas. Al mirar el manómetro solo me quedaban 70 Bares. Empezaba a nadar para volver a la playa cuando de nuevo, sin previo aviso, una vez más, una extraña sensación, recorría mi cuerpo, esta vez no parecía ocurrir nada fuera de lo normal, no oía ruido alguno, ni veía nada extraño… Me quedé nuevamente parado a media agua, mirando de reojo al bajo y lo que se extendía detrás de él, todo uniforme, arena sin ningún relieve ni mancha de diferente color que delatara algo que no fuera arena. Hasta que llegué a la superficie, perdiendo de vista el fondo.
Que inmersión mas extraña, iba pensando mientras regresaba a la orilla. Después de salir del agua y colocar todos los ”trastos” de buceo me tumbé en las rocas, al sol de primavera que tanto se agradece después de los fríos y oscuros inviernos, pensando en la comida que me esperaba al regresar.
Una semana más tarde. Llegaba a casa con la compra del supermercado. Tenía invitados a cenar, y me tocaba cocinar a mí. Para el menú lo tenía todo comprado y listo, no me llevaría mucho tiempo prepararla, una hora a lo sumo. Ahora solo me quedaba conseguir algo fundamental para hacer un magnífico mero al horno ¡el mero! Era pronto, y hasta las nueve de la noche no empezarían a venir los invitados, eso me daban seis horas para ir a pescar, ducharme y preparar la cena.
Recogí mis trastos de pesca y me fui en moto hasta la playa. Después de ponerme el traje con agua y jabón en la orilla acabe de equiparme dentro del agua. La pesca en apnea es más cómoda que el buceo ya que no llevas tanto peso, ni botella, ni jacket. Llevaba hora y media nadando y lo único que había visto era un erizo negro y pequeño. Decidí cambiar de zona, buscar un poco mas de profundidad por donde esta el bajo de “dentro” que suele haber algún mero, pensé. Al llegar y hacer las primeras bajadas mirando todos los agujeros que conocía, no se veía ni un pez, día raro, de esos que parece que el mar no tiene casi vida. Bueno, si no encuentro ningún agujero con pescado, probaremos a cambiar de técnica. Empecé a hacer esperas a unos 25m de fondo, escondiendo todo mi cuerpo entre la posidonia, asomando solo la cabeza y teniendo el fusil apoyado en una piedra listo para disparar al pez que mostrase curiosidad por mí entrando en el campo de tiro. No aparecía ninguna presa, seguía sin tener suerte. El tiempo iba pasando, y empezaba a pensar que tendría que volver al supermercado a comprar el pescado, cuando estando a media apnea, por un lateral de mi campo de visión apareció un bonito dentón, al principio se mantuvo fuera del campo de tiro, pero poco a poco, fue nadando hacia mí, vencido seguramente por la curiosidad. Estaba apuntándole, sin moverme un milímetro, sin pestañear si quiera, ya sin casi aire, al límite de la apnea, un metro más, medio metro, y como si hubiera sido a mí al que dispararan, me entró un escalofrio, de punta a punta del cuerpo. Me quede paralizado, con los pelos de punta, viendo como el dentón seguía nadando cada vez más lejos de mí, hasta desaparecer en el azul. En superficie, casi asfixiado, no me explicaba lo que había pasado. Volví a bajar, una vez en el fondo sentía una extraña sensación, como de malestar, estaba intranquilo. Una nueva bajada, seguía estando incómodo, mi ritmo cardiaco se aceleraba en exceso, las apneas se acortaban por el frio que empezaba a sentir también. La ultima bajada, cerca del bajo de “dentro”, miraba debajo de una piedra apoyada en otra, cuando vi de refilón algo que llamo mi atención, separado una veintena de metros, en la arena y casi en el limite de la visibilidad, algo mas oscuro que la arena, algo borroso, y alrededor pequeños brillos, intermitentes, alternativos. Primero en un extremo y luego en otro, por mas que intentara centrar la vista, no lograba verlo claro. Una sensación de agobio me inundaba, el aire se iba consumiendo y las ganas por respirar iban creciendo. Empecé a subir sin despegar la vista de la mancha oscura. Seguía sin ver nada y, a medida que iba ascendiendo desaparecía. En superficie respiraba intentando relajar mi ritmo cardiaco, empezaba a tener frío de verdad, casi a tiritar. Y como si no fuera poco, se había hecho tarde y no llevaba pescado para la cena, sin pensar siquiera en lo que había visto. Con esos pensamientos me dirigí nadando a buen ritmo a la playa. Al llegar y cambiarme, me marché con la moto refunfuñando yo solo y pensando en el viaje que me quedaba todavía hasta el supermercado a comprar un pescado que había sido incapaz de capturar, habiéndolo tenido tan cerca.
Esa misma noche, en la cama, después de que se hubieran marchado los hambrientos invitados no podía dejar de pensar en lo que había pasado con el dentón, esas extrañas sensaciones y ver una mancha oscura, borrosa, con unos brillos no menos extraños en la arena, donde solo debería haber arena. Algo no me cuadraba. No me había pasado otras veces, o si. Me acorde de la inmersión de la pasada semana, también en Cala Rotja, y cerca del bajo. También esas raras percepciones. Y lo de los delfines, ¿casualidad?. Más bien extraña causalidad. Tantos delfines en esa zona. La verdad es que no había visto nunca un solo delfín cerca, sin pensar en la decena que había esa mañana, y con ese comportamiento tan atípico. Pero lo que mas me intrigaba, era lo que había visto o, pensaba haber visto en la arena. Sin conseguir llegar a ninguna explicación, pensé que lo mejor seria volver por la mañana con las botellas y explorar con calma la zona. Con esa idea me fui quedando dormido.
Por la mañana me despertó una intensa claridad. Al mirar el reloj, me di cuenta que eran mas de las doce del mediodía. Se me habían pegado las sabanas. Cosa habitual después de la copiosa cena, con sus postres y sus chupitos hasta altas horas de la noche. De un salto me incorporé, como un muelle y, después de desayunar y meter en el coche todo el equipo de buceo me dirigí a la playa.
Al llegar, con ganas de aclarar mis dudas, me equipe y sin perder un segundo, fui entrando en las tranquilas y claras aguas. En superficie nadaba en dirección al bajo, que me servia de referencia para no perder tiempo en rodeos por el fondo. Mientras bajaba por la pared rocosa del bajo, vertical, como si estuviera cortada a cuchillo. Descendía hasta los treinta metros, donde empezaba la arena. Me decía a mi mismo que me relajara. Estaba ansioso, torpe. A medida que ganaba profundidad y como si la presión del agua me sirviese de bálsamo, mi respiración se relajaba y me iba sosegando más y más. Al llegar al fondo comprobé que todo funcionaba bien y estaba en su sitio. Mirando para orientarme me percaté que algo inusual sucedía. No se veía ningún pez, ¡que raro!. En dirección a la arena no se veía nada. Con el bajo a mi espalda calculé que tendría que ir nadando hacia el norte unos cincuenta metros para llegar donde creí ver el día anterior la mancha borrosa con los brillos. Estaba a veinticinco metros de profundidad y empecé a nadar en la dirección calculada. No veía nada anormal, solo arena y agua, ni un pececillo. Tampoco oía nada inusual. Empezaba a sentir en el estómago como si me diera vueltas. Concentrado en la inmersión y en lo que tenía delante seguía nadando. La respiración cada vez se me hacia más audible, más intensa. Arena y más arena. Cuando de súbito, un fugaz brillo capto mi atención, y luego otro, y otro. Veo claramente la arena, ya no es uniforme, el rizado de dunas pequeñas típico, ha desaparecido y, estas son más grandes. Pienso que también a esta profundidad los últimos temporales han removido la arena. Y sobre esta, en el limite de la visibilidad, un intermitente reflejo plateado. A su derecha otro. A medida que avanzo, aparecen más y más brillos. Desde aquí percibo que tienen tamaños diferentes, son alargados, de formas rectangulares, sin cantos ni bordes, unas grandes y otros pequeños. ¿Qué será?. Sigo nadando. Ahora ya los tengo en todo mi campo de visión. De golpe me detengo, veo lo que es, pero no puedo creerlo, me niego a aceptarlo. Cientos, quizás más. Inertes sobre la arena se encuentran peces de todos los tipos. Silvias, sargos, raones, doradas, rayas boca arriba…. ¿Qué habrá pasado aquí?. Todos muertos, sin movimiento, tendidos en la arena. Sigo nadando, mirando detenidamente el fondo, como si de un cementerio se tratase, intentando buscar una explicación. Paso por encima de un gran mero, con la boca abierta, y al lado otro más pequeño junto con un par de corvinas. Ahora ya me rodean, mire donde mire, hasta el límite de visibilidad, todo son peces muertos. Increíble, todavía no me lo creo. Cansado ya de tan triste visión, mientras me daba la vuelta, regreso a la playa, a mi izquierda veo un montón de arena más alto, sobresaliendo del fondo. Extrañado y movido por la curiosidad, me voy acercando a la vez que asciendo sobre el fondo para conseguir ver lo que es, con mejor perspectiva. La respiración se me vuelve a disparar, a medida que me acerco la imagen se va haciendo mas clara. Las piezas van encajando en el puzzle. Ahora ya no tengo dudas. Ya no me parece tan raro el comportamiento de los delfines. Ni las escamas en suspensión que dejaron estos al huir. Tampoco mis extrañas sensaciones, como si un sexto sentido me quisiera avisar. Ni la falta de vida por los alrededores. Dentro del agujero, en la arena, a treinta y cinco metros de profundidad, desenterrado seguramente por algún temporal. Como si de la columna vertebral de una persona se tratase, sobresaliendo de la arena del fondo, terminando en el oscuro agujero, destapado por casualidad. ¿Tendría algo que ver la reciente urbanización que habían construido al lado de la playa, en su lado leste?. Vomitando por su agujero negro, como si fuera una cascada sin fin, transportado por la leve corriente, viajaba su asesino silencioso. Esa era la causa de la matanza en esta bella Cala Mediterránea. Como huracán que arrasa y luego desaparece, dejando en su camino solo destrucción.