martes, 5 de enero de 2010

130. EN EL FONDO DEL MAR

Ana contemplaba con admiración a los nadadores. Le habría gustado nadar como ellos, sin miedo, con velocidad, sin cansancio y sin calambres en los pies. El mar la aterraba y la atraía al mismo tiempo. Su abuela le había contado cientos de historias de barcos naufragados, de delfines salvadores de hombres, de pulpos gigantescos que arrastran los barcos hasta el fondo del mar, de cadáveres de monstruos escupidos sobre la arena, de antiguas columnas sumergidas de una antiquísima civilización y de barcos hundidos con sus tesoros.
Una barca se balanceaba muy cerca de la orilla y su baile era una invitación a la aventura, una insinuación para subir y navegar por esos mares de Dios, pero se le adelantó el dueño, un pescador descalzo con los pantalones arremangados hasta la rodilla. El hombre, en un difícil equilibrio, intentaba hacer arrancar el motor fueraborda y éste se hacía el remolón con gruñidos furiosos. No lo pensó. Sin que el pescador se percatara de ello, la niña se agarró a la cuerda pendiente de la popa, la oportuna cuerda que estaba esperándola y que decía agárrame. Por fin la barca arrancó dando resoplidos, a dúo con las palabrotas del pescador y con Ana detrás, bien sujeta a la soga ¡Fantástico! ¡Esto es nadar! Y qué fácil, qué suave, sin esfuerzo, vaya, como un pez.

En el fondo del mar
matarilerilerile,
en el fondo del mar
matarilerilerán.

Ana cantaba alegremente, pues como iba agarrada a la cuerda no tenía que hacer esfuerzo alguno para nadar y ni siquiera el pescador se dio cuenta
de que llevaba una rémora. Volvió la cabeza para decir “¡Papá, mamá, abuela, mirad qué bien lo hago!”. Lo que vio la dejó paralizada: la arena era sólo una línea ocre en la lejanía y los bañistas sólo eran puntitos multicolores sobre ella. Nadó, sí, nadó como un pez…de plomo, con el susto soltó la cuerda, se hundió en la profundidad azul del mar y el agua intentaba entrar en su nariz para ahogarla. La superficie del agua iba quedando arriba, más arriba, más arriba, mientras se iban formando círculos concéntricos sobre los que brillaba la luz ya mortecina del Sol y sus pies buscaban el fondo que nunca llegaba.
No podía comprender por qué no se había ahogado aún, qué fuerza le hacía mantener la boca cerrada, no respirar, agarrarse a la vida, pero al mismo tiempo el pánico cedía y daba paso a una extraña ensoñación. Allí había belleza, colores, burbujas bailarinas moviéndose al compás de la música, peces de colores observándola con atención, algas semejantes a flecos de mantones de Manila, odaliscas, murmullos y roces sobre su piel. Ana se dejó ir en aquella lasitud placentera. Ah, esto debe de ser la muerte. Pues no es tan mala como dicen, pero me da pena de papá y mamá, y de la abuela, y de mis hermanos. Van a llorar por mí y sufrirán mucho. No, no debo morir, tengo que luchar, vivir, nadar hasta la orilla.
Un golpe terrible. Oscuridad. Silencio. Primero fue un débil sonido creciendo en intensidad, después dolor en el pecho, la cara, las rodillas, toses espasmódicas y por último el calor del Sol en su espalda. Sensaciones concretas. Gritos de voces conocidas. El calor del sol en su espalda.
Una ola caritativa la había arrastrado sobre los guijarros y los restos de caracoles y cristalillos de la arena, le había arrancado el bikini, le había despellejado el cuerpo para luego dejarla en la arena como una barquita varada.
Maltrecha, pero viva.