viernes, 3 de abril de 2009

7. EL HOMBRE DE SAL

Mi lugar preferido era la zona de Ses Salines, con estanques de diferentes colores, las montañas de sal, los flamencos, la playa, la torre... Al salir de la playa des Cavallet hay una ruta de alto valor paisajístico pasando por la torre de Ses Portes y volviendo a Ses Salines por caminos cubiertos de pinos y sabinas. Muy cerca, en Cap des Falcó, se pueden admirar unas puestas de sol espectaculares. Allí me di cuenta enseguida de los contrastes de la isla: el invierno y el verano, tan diferentes en todos los aspectos.

Como instructora de buceo he realizado centenares de inmersiones en las aguas pitiusas, pero nunca lo había hecho en la zona de Cap des Falcó. De tanto en tanto iba a la puesta de sol y durante el verano aprovechaba para darme un baño, desnuda, en el momento justo en que el sol entra en el agua
¡Es una sensación mágica que me llena de energía! Lástima que esta experiencia no pudiera compartirla con nadie.
Hacía poco más de un año que había acabado una relación muy larga que me absorbía y me tuvo prisionera de mis relaciones sociales y al acabarse me di cuenta que mis antiguas amistades habían desaparecido. Así que me refugié en mi trabajo (qué original) y en mis paseos y excursiones que se alargaban durante horas, donde reflexionaba sobre todo, de mi relación sentimental.
Aquel hombre no me merecía. Era un egoísta que no se preocupaba por mí ni le importaba nada que no fuera su trabajo en el barco, su perro y pasarlo bien con sus amigos. Además, se metía siempre con mi cuerpo y eso me llenaba de ira. Es cierto que tengo algunos kilos de más. Puede que demasiados pero es mi constitución y ya los tenía encima cuando empezamos a salir juntos.
Claro que, al principio, todo eran alabanzas y flores, especialmente hacia mis voluminosos pechos: – ¡Qué maravilla! –decía, –no sabes cuánto me gustan. También hacía referencias a mi piel: –es tan suave, tan frágil,… –Pero con el paso del tiempo, aquello declinó en insultos y humillaciones: –tus tetas empiezan a caerse, tendrás que hacer alguna cosa o – ¡No se dónde vas con ese culazo!– Además, aunque no lo pareciera, yo intentaba controlar la dieta pero a él le encantaba ir a restaurantes de comida rápida y eso a mi me ponía más furiosa. Las discusiones se hicieron en seguida demasiado frecuentes.

Una vez superada la época de tristeza y melancolía, que duró unos meses, disfrutaba mucho de mi nueva situación.
Ahora me podía permitir llevar una dieta equilibrada que me ayudó a perder unos cuantos kilos. Además hacía, en general, vida más sana, alejada de los restaurantes de comida rápida que tanto odiaba.
Al principio, no podía quitarme de la cabeza a mi Bartolo y su incapacidad para preparase alguna cosa de comer que no fuese un bocadillo. Un día, después de una gran discusión por este hecho, me encontré al llegar a casa una olla llena de macarrones con una salsa extraña, que me calenté y me comí con mucho cariño, por el mero hecho de que se había esforzado, por primera vez, preparándome la comida. Es cierto que tenían un regusto extraño, que atribuí a su falta de experiencia en las artes culinarias. Con todo, me zampé todos los macarrones. Por la noche, cuando llegó, le agradecí el gesto con una bienvenida romántica con velas y música suave, pero su única respuesta fue enfadarse y gritarme porque me había comido la pitanza del perro que había preparado con una bolsa de pasta caducada, llena de gusanos y las sobras de embutidos que encontró en la nevera. En ese momento comencé a odiar al perro, aunque nunca había tenido especial simpatía por el animal y hasta entonces me había esforzado por llevarnos bien.

Ahora, en cambio, veo ese hecho con la perspectiva del tiempo y puede resultarme incluso divertido, pero entonces me enrabió con fuerza.
Aquel suceso hizo adentrarme mas en mi y sumergida, nunca mejor dicho, en las profundidades de mis reflexiones me di cuenta que tenía que mover ficha. Fue con estas primeras discusiones cuando tomé la costumbre de ir sola a Cap des Falcó una vez terminado el trabajo. Llegaba a la puesta de sol y nadaba un rato en sus aguas tranquilas y cálidas, con una máscara y unas aletas, para poder contemplar las maravillas submarinas que conozco tan bien.
Practicar submarinismo relaja y al mismo tiempo, te abre la mente. Hay que saber mirar para poder ver y esta habilidad se educa con el tiempo.
Ver es percibir a través de los ojos y no requiere ninguna implicación o esfuerzo. Mirar, en cambio, es fijar la vista en alguna cosa e implica voluntad, conocimiento, búsqueda e intención.
Algunas veces, buceadores noveles dicen que no han visto nada porque no hay nada de vida. Lo primero puede ser cierto, ya que es posible que esté más preocupado por controlar el equipo, la flotabilidad, el manómetro, la brújula o para seguir al grupo y no se haya dado cuenta que ha puesto la mano al lado de una estrella o un pulpo le ha acariciado la aleta. Es evidente que el mar está lleno de vida, la mayor parte de la cual se mimetiza para poder sobrevivir.

Fue una de esas tardes, en los fondos marinos de Cap des Falcó, cuando distinguí una figura extraña que me observaba desde la profundidad. Era de color blanco verdoso, medía cerca de dos metros y de un movimiento muy rápido desapareció, después de dedicarme una sonrisa, en dirección a las rocas. Tardé unos segundos en asimilar aquello y me arrepentí de no llevar mi equipo completo de buceo para poder seguirlo. Mientras me secaba, contemplaba la luna llena que acababa de aparecer, pero mis pensamientos estaban allí abajo.
Durante muchos días estuve dándole vueltas a la cabeza sobre qué podía ser aquello tan extraño pero no quise comentarlo con nadie. No quería poner en peligro el prestigio que me había ganado a lo largo de los años como profesional. Busqué información de todas las especies extrañas que podían existir, pero ninguna de ellas se parecía a aquello que había visto. Regresé muchas veces al mismo sitio, pero no lo volví a ver y dentro de mi cabeza tenía grabada aquella figura extraña de un modo que comenzaba a obsesionarme. Pensé que era hora de hacer una inmersión, con el equipo completo, a aquella zona.

Con mi coche viejo y destartalado me acerqué hasta aquella punta que se había convertido ahora en misteriosa y enigmática. El equipo se movía y resonaba cada vez que cogía un bache. Un requisito imprescindible que enseñamos a nuestros alumnos es que nunca se ha de realizar una inmersión sin ir acompañado, pero la curiosidad podía más y por primera vez bajé sola, después de ponerme el equipo completo. La botella de quince litros me la puse en la espalda con cierta facilidad, debido a los años de experiencia. Durante los primeros minutos iba un poco nerviosa, aunque sólo había bajado hasta los veinte metros y la visibilidad era excelente. La profundidad se incrementa de manera considerable a poca distancia de la costa, de donde no quería alejarme.
En seguida me adentré en ese mundo dominado por el silencio sólo interrumpido por mi respiración pausada, me relajé y, con los ojos bien abiertos, captaba todo aquello que no podía observar desde la superficie. Ahora podía darme cuenta, como ocurre en toda la costa, del impacto negativo que las anclas de las embarcaciones producen en las plantas marinas, especialmente en los algueros, protectores naturales del litoral y fuente de vida de numerosas especies, que tienen en estas praderas de poseidonia oceánica su alimento, su hábitat y su refugio.
Cerca de la costa, las caprichosas formas de las rocas dan una imagen sorprendente con multitud de peces de diferentes colores que parecen adivinar mis intenciones y movimientos. Bajo los acantilados con colonias de aves marinas, se encuentran pequeñas cuevas milenarias y oscuras que he de iluminar con la linterna, donde es fácil descubrir un mero perezoso o la cabeza de una morena que saca, curiosa, por una pequeña rendija. Muy cerca de donde estuvo aquella enorme figura, mi corazón empezó a palpitar con fuerza mientras intentaba encontrar alguna pista que me pudiese conducir hasta aquel ser tan extraño. No encontré nada aparte de una pared llena de esponjas de diferentes colores.

El tiempo siempre pasa muy rápido cuando se está allá abajo. Habían pasado casi sesenta minutos que me parecieron veinte. Después de dar unas cuantas vueltas más tuve que volver a la superficie porque estaba acabando el aire, así que tomé la decisión de traer dos botellas la próxima vez, que fue al día siguiente Durante ochenta y siete minutos recorrí de nuevo toda la zona pero tampoco encontré nada. Eso no me hizo desistir, al contrario, perseveraba día a día en mi intento de volver a ver aquella especie de monstruo marino. Me había obsesionado con la idea y no pensaba en nada más que en aquella última inmersión del día. Estaba segura que más tarde o más pronto volvería a ver aquella enorme y enigmática figura. Fue al final del verano cuando, una tarde que amenazaba lluvia, ocurrió. Todo el que practica submarinismo sabe que no hay dos fondos idénticos ni se hacen dos inmersiones exactamente iguales en un mismo fondo. A pesar de ello, ya me había fijado una ruta y me conocía cada roca de aquel lugar. El mismo calamar juguetón, el mismo cuerno, la misma cigala, las doncellas o aquel mero perezoso de la pequeña cueva. Todo me era familiar y mi presencia ya no parecía incomodarlos. Con la linterna, descubrí una gruta estrecha casi taponada por un gran número de esponjas, donde también había algún congrio. Intenté entrar, pero me quedaba poco aire y dejé la incursión para el próximo día con un equipo más apropiado.

Cuando el sol está a punto de desaparecer tras la silueta de Es Vedrà, mucha gente comienza a congregarse allí para disfrutar del espectáculo. Por ello decidí llegar un poco más pronto que de costumbre, ya que no quería ser el centro de atención de todas aquellas personas. Había depositado en el coche dos botellas más pequeñas, de doce litros cada una, una linterna más potente y un cuchillo que me até a la pierna, además de material que conservaba de mi época del grupo de espeleología submarina, como una especie de casco con luces.
Sin hacer la ruta habitual, esta vez me dirigí directamente a la entrada de la gruta camuflada para ahorrar así aire. Allí até un cabo-guía de color blanco mientras el otro cabo lo llevaba conmigo, con la intención de ir soltando cuerda sobre la marcha. No me costó mucho meterme, eso sí, con los nervios a flor de piel. Lentamente, avanzaba por un sendero estrecho sólo iluminado por los rayos potentes de mi casco y de mi linterna que llevaba en la mano temblorosa. Las pequeñas burbujas de aire se quedaban pegadas al techo irregular, que ahora iba formando una ligera inclinación hacia abajo. Al cabo de unos minutos, que me parecieron siglos, distinguí un pequeño rayo de luz proveniente de un lado de la gruta, justo donde se hacía más ancho. Mi ordenador marcaba 32 metros de profundidad. Me dirigí con cautela hasta aquel punto y me metí por aquella bifurcación hacia arriba. Allá el medio se hacía más hostil debido al fango que iba removiendo con las aletas. Palpando con las manos debido a la casi nula visibilidad afloraron en mi interior miedos ancestrales como la asfixia o el temor a aquello que nos es desconocido. Estaba a punto de dar media vuelta cuando volví a ver luz, esta vez más cerca. El agua se volvía más clara y podían distinguirse las paredes de la galería que se iba ensanchando. Era un sifón que daba a un pequeño lago subterráneo donde salí a la superficie. Sentada sobre una roca y con los pies aún el agua, me quité la máscara y me di cuenta que la gruta tenía una altura considerable. Había otra cueva más estrecha con estalactitas que colgaban del techo que en algunos casos acababan uniéndose con estalagmitas, formando pilares de formas sorprendentes. Otra cosa que me llamó la atención fue la sal gruesa que había repartida por el suelo. Había un reguero que se dirigía hacia la entrada de aquella caverna. De allí venía el punto de luz así que decidí dejar las aletas y la parte del equipo más pesado. No sé de dónde saque el valor suficiente pero continué a pie, con mucha cautela, por aquella cueva serpenteante hasta que ésta se abrió en una gigantesca gruta. Me asusté mucho cuando vi la figura blanca que perseguía. Estaba fuera del agua y caminaba como una persona. Se giró y al mirarme sonrió y me hizo gestos para que le siguiera. Manteniendo las distancias continué con los ojos bien abiertos mientras un olor que me resultaba vagamente familiar comenzaba a inundar el ambiente. De pronto otras figuras, más pequeñas se juntaban con la primera y movían sus cuerpos de forma graciosa y muy animada. Se diría que estaban contentos. Cada vez había más y más personajes de aquellos. Esa gigantesca gruta parecía pequeña cuando una multitud de figuras grandes y pequeñas iban saliendo de todos los rincones.
¡Qué descubrimiento! ¡Una especie de civilización primitiva con los cuerpos de sal! El ruido comenzó a ser más fuerte llevándose toda la tranquilidad que había reinado hasta ahora, ¿Qué era aquello que se escuchaba por encima del ruido? Un tipo de música extraño, puede que una mezcla de hip-hop y techno-trance. Se dirigían hacia el punto de luz y por el camino otros cuerpecitos delicados, igualmente felices, se iban uniendo al grupo más numeroso. Aquello me hizo mucha gracia y me relajé un poco mientras me preguntaba cómo sería su poblado. – ¿Vivirían en cavernas? ¿Habrían descubierto el fuego? ¿Se comunicarían mediante una lengua primigenia?– Tenía que llegar hasta el punto de luz para obtener respuestas.
De pronto, adiviné qué era aquel olor que lo impregnaba todo: ¡era el olor de patatas fritas y hamburguesas! En una especie de estado de shock llegué al punto de luz. ¡No podía ser! Había una calle iluminada con rótulos de neón de todos los tamaños y colores pero uno destacaba por encima de los otros.
Con letras amarillas se podía leer: Mc Donald’s.