jueves, 30 de abril de 2009

12. SUPERACION

Cuando se sumergió por primera vez un mundo diferente se descubrió ante sus ojos.
Jamás imaginó tanta belleza y que se despertasen en él tantas emociones contradictorias.

Notó presión en los oídos pero disminuyó hasta desaparecer con esa maniobra que le habían dicho que tenía que hacer cuyo nombre ahora no podía recordar. El regulador en la boca le permitía respirar y formar parte del entorno acuático como si de un pez más se tratara. Cada aspiración que hacía tenía la recompensa de una cantidad de aire suficiente que le llegaba sin ninguna dificultad. Salvo su respiración ningún otro sonido. Sólo el tranquilizador silencio.

Todos sus sentidos se alzaron en un frenético remolino de actividad y su mente rememoró imágenes inventadas, pesadillas que ahora, de repente entendió absurdas.
Se sintió vulnerable.
Desde la inocencia de la niñez creció creyendo que ese otro mundo, azul e inmenso, que había arrebatado la vida a su padre era un sombrío paraje lleno de monstruos y maldades. Criaturas oscuras y malignas que le habían atrapado en el fondo. Le habían retenido sin dejarle escapar.
Nunca encontraron su cuerpo.

Él aprendió a nadar en la piscina municipal del barrio. Su madre le obligó a hacerlo. Pero nunca, en toda su vida, en todos aquellos años desde la muerte de su padre, se había metido en el mar. Le tenía miedo. Le aterraba la idea de enfrentarse a esos seres imaginarios y peligrosos que siempre creyó, equivocadamente, que habían ahogado a su padre. De vez en cuando se sentaba en la orilla y dejaba que las olas se acercasen y refrescaran sus pies descalzos.

Soñaba que algún día se atrevería a hacerlo. Vencería su miedo y sería capaz de ver qué había realmente en el fondo.

Por eso cuando se sumergió por primera vez se sintió libre. Libre del peso sin sentido del miedo. Se abandonó al nuevo descubrimiento tan real y vivo que deseó que allí donde su padre se encontrase disfrutara de una sensación tan sobrecogedora y mágica como la que sentía él en ese momento.

Y lloró. Por su padre, por él, por el mar. Sus lágrimas se mezclaron con el agua salada del océano. Supo con la certeza de una adicción que volvería, una y otra vez, a la sencilla majestuosidad del mundo submarino.

En toda su vida imaginó algo así. Era como ese pequeño acuario al que hace años le había llevado su madre para quitarle de la cabeza sus ideas sombrías. Sus pesadillas nocturnas de niño que le despertaban cada noche empapado en sudor y gritando el nombre de su padre. Tras esa visita desparecieron las pesadillas pero no el miedo al mar. Y ahora estaba allí. En ese otro acuario gigante pero éste descontrolado e inmenso. Infinito. Y lo mejor de todo era que se sentía, en su insignificancia, formando parte de él.

Sólo estaba a ocho o diez metros de profundidad pero lo suficiente para darse cuenta de todas las posibilidades que le brindaba. El agua era tan clara que al mirar hacia arriba imaginaba que podía tocar la superficie con su mano. Subían burbujas, transparentes, danzando sobre él. Le divertía intentar romperlas.
A su izquierda la pared del arrecife repleta de corales, que iluminados a esa hora por el sol, desprendían una gama infinita de colores. Peces de tantas formas y tamaños. De coloridos imposibles. Algunos, tímidos, se escondían debajo del coral mesa. Otros valientes se enfrentaban a él defendiendo su anémona. Estaba hipnotizado.

El guía, que no se separaba de él y sin que lo notase le tenía sujeto por la grifería de la botella, llamó su atención para que desviara la vista del arrecife y la dirigiera al azul. Un banco de mantas pasó, como sin rumbo fijo a su lado. Creyó soñar mientras veloces desaparecían en la distancia.
Una tortuga se acercó perezosa sacándole de su ensoñación. Mientras sus ojos no la perdían de vista vio como se acercaba al arrecife para conseguir comida.

Continuó su paseo disfrutando de todo lo que sus ojos podían abarcar. No sabía hacia donde mirar porque allí donde lo hiciese había algo de interés que despertaba su curiosidad. Un banco de barracudas que parecía cercano a la superficie. Ese nudibranquio pegado a la pared, de colores indescriptibles que se movía como mecido por olas imaginarias en un mar aparentemente en calma. Los peces payasos que se acercaban hasta casi tocar su máscara y le hacían reír. Las acogedoras gorgonias, como abanicos desplegados, que proporcionaban sombras al arrecife y también cobijo para algún pez halcón que se mimetizaba en su enrejado intentando pasar desapercibido.

Le intrigaba esa sensación de ingravidez que le permitía flotar entre dos aguas. Sentía que podía volar.
Sin darse cuenta terminó el tiempo de inmersión y tuvo que despedirse de ese maravilloso espectáculo. Había pasado todo tan rápido. En apenas treinta minutos había olvidado toda una vida de enemistad con el mar.
Si su padre se encontraba en algún lugar de ese nuevo mundo que él acababa de descubrir deseaba que la muerte no le hubiese arrebatado también la capacidad de advertir la belleza que le rodeaba.
Sonrió feliz porque por fin entendía la pasión de su padre por el mar. Se lo había intentado explicar su madre muchas veces pero nunca logró hacerse a la idea de qué significaba hasta esa primera inmersión, su primer contacto con el mar, su bautizo.
Y supo que a partir de ahora esa pasión sería la suya.