jueves, 30 de abril de 2009

13. EL HOMBRE QUE AMABA EL OCÉANO

La luna resplandecía con su estela plateada sobre la bahía gaditana, cuando Enrique Seijas pensó que aquella podía ser una noche hermosa para morir, porque todavía guardaba en el bolsillo de su chaqueta la carta de despedida de su novia Lucía, razón por la cuál, había tomado la trágica decisión de poner fin a sus sufrimientos.

Su contacto con el mar había empezado desde pequeño, cuando contemplaba en la bahía de Cádiz bergantines y faluchos y los pescadores subían por Puerta Tierra con su carga de sardinas, ostiones, ánguilas, lenguados y cangrejos. Él desde pequeño quería ser marino y desde su ventana contemplaba la tarde brumosa y morada con sus vagas claridades malvas y grises, como si de pronto pudiera divisar en el horizonte la figura legendaria de una sirena. Por eso su libro de cabecera era la Odisea de Homero y su héroe preferido Ulises.

Quizás por todos estos motivos, Enrique Seijas siempre había soñado con ser marino y morir en el mar. Las horas más felices de su vida las había pasado junto a su novia Lucía en la pequeña embarcación que llevaba el nombre de su enamorada. Yo añoro el mar, vivir entre la arena, sentir de las galernas sus gemidos, llevar la piel azul como un vestido, puesto para mi lucha y mi condena. Estos versos los había escrito cuando apenas tenía quince años y ya soñaba con ser marino.

Deseando culminar sus fúnebres pensamientos, Enrique Seijas, recordó por última vez los versos que había escrito cuando era un adolescente, mientras su barco se alejaba lentamente de la costa. A lo lejos, el puerto de Cádiz era una miríada de luces y los cruceros de lujo iniciaban sus festejos nocturnos, mientras él pensaba que morir ahogado era una muerte dulce, una muerte por amor, cuando acababa de escribir con su alma de poeta, los versos más dulces dedicados a su amada, oh como olvidar este vacio, el vino de tu piel y tus cabellos, oh como soportaré el duro frío, siguiendo los andares de tu vuelo…Mientras su barco entraba en mar abierta, seguía pensando que había muchas cosas en este tipo de muerte que le atraían, ya que morir en el mar era el último mensaje que quería dejar a Lucía, la mujer de su vida y sabía que en la muerte por ahogamiento pasarían por su mente como en una película, los momentos más felices de su vida, un beso a la vez cansado y dulce, un roce de geranios y claveles, un desierto de penumbra entre las sombras, un cubil de pinturas y pinceles, mea culpa, mea culpa, una alborada silente entre los ojos, una postal de viñas y veleros, una mujer desnuda por la playa, una canción que canta el gondolero, mea culpa, mea culpa, Enrique Seijas paró su barco en alta mar decidido a cumplir su próposito. De pronto se quitó los zapatos y se fue desnudando lentamente, mientras recordaba versos de amor dedicados a su novia, solo sé que en la senda de tus senos, beberé las aguas del Leteo, que en tus viñas, el vino de Sileno, llevará mis sentidos al himeneo, mea culpa, mea culpa, Enrique Seijas se quedó desnudo frente al mar, como cantara Antonio Machado, mientras la luna extendía su estela plateada sobre el inmenso Océano. Pensó entonces que al ser verano, la temperatura del agua sería excelente y que la piedra que llevaría atada a su cintura aseguraría su descenso a los abismos.

Antes de tomar su trágica decisión encendió un cigarrillo y creyó observar en las volutas de humo el rostro de Lucía. Pensó una vez más que su muerte era una ofrenda de amor y se preguntó si en los últimos instantes de su vida, cuando le faltara el oxigeno a sus pulmones, vería como en un calidoscopio los momentos más felices de su existencia. Un albatros cruzo entonces sobre su cabeza, anunciando con su triste graznido, que aquel hombre iba a despedirse muy pronto del mundo de los vivos.

Fue entonces, cuando arrojo la colilla del cigarro al agua, introdujo la cadena entre los hierros que sostenían la pesada piedra y se la enrolló en la cintura. Metió después el candado, entre los eslabones de la cadena como si fuera el mago Houdini y recordó los últimos versos que había dedicado a su novia Lucía, solo sé que en tus ojos amanecía cuando llegaban los fríos del Invierno y sentía asediada el alma mía, al sentir la caricia de tus besos…

El cuerpo de Enrique Seijas cayó como badajo de campana sobre el agua y el descenso a los abismos insondables le pareció eterno, porque no pensaba que hubiera tanta profundidad en aquella parte de la costa africana. De pronto sintió una especie de escalofrío, cuando su cuerpo tocó fondo y un sentimiento de angustia se apoderó de su instinto de experto buceador. Su intento de supervivencia fue superior a la angustia de la pérdida de su amor y desesperadamente intentó volver a la superficie del agua sin conseguirlo. Parecía fácil abrir el candado y zafarse de las pesadas cadenas, pero veía que aunque era un experto nadador, las fuerzas le fallaban. Su cuerpo había quedado definitivamente anclado en el fondo del mar y de nada le sirvió agitar sus brazos y tratar de zafarse del pesado limo del fondo marino.

Enrique Seijas, por primera vez en su vida, se sintió perdido y pidió ayuda a Lucía, como si fuera un ángel guardián que pudiera rescatarlo de las tinieblas. Sintió entonces el recuerdo de su boca abierta, el esplendor de su pubis, la caricia de sus senos desnudos y su mente de suicida no se vió asaltada por visiones terribles, sino por inefables esperanzas de salvación.

Fue entonces cuando sintió una extraña sensación y comprobó que su cuerpo debía de tener alguna propiedad especial, común a los habitantes de los espacios profundos, ya que debajo del agua se sentía como uno más de aquellos peces multicolores que pululaban a su alrededor y por una misteriosa razón que no podía comprender, seguía respirando.

Y siendo esto así, lo lógico sería que intentara desprenderse de aquellas pesadas cadenas, ya que no podía predecir si aquel extraño fenómeno persitiría en el tiempo ó de pronto llegaría la sensación de asfixia a sus pulmones y moriría como un pez martillo atrapado en el fango de la fosa marina. Enrique Seijas, una vez más, intentó impulsar su cuerpo hacía arriba, pero no logró subir siquiera una pulgada, ya que se lo impedía el peso de la piedra y la pesada cadena que llevaba atada a su cintura.

Entonces se sintió impotente, deseando que pronto llegara un animal marino capaz de devorarlo y acabar con su angustia. Parece que sus deseos se hicieron pronto realidad, ya que observó a lo lejos la presencia de varios depredadores que poblaban los espacios marinos, los terribles tiburones, que sin duda le proporcionarían una muerte rápida. Él nunca había pretendido este tipo de muerte y por primera vez en su vida sintió miedo. Quiso hacer un movimiento con sus brazos para atraer la presencia de aquellos terribles escualos, pero apenas podía mover sus manos y su cuerpo parecía paralizado por la inercia. Se dio entonces cuenta, de que uno de aquellos terribles animales había acudido a su llamada y esperó la embestida, la dentellada mortal que acabara de una vez con sus sufrimientos. Pasaron unos segundos que parecieron eternos, como si se tratara de una película de suspense y nada sucedió. Abrió sus ojos espantados y apenas le dio tiempo de ver como aquella manada de tiburones se alejaba como impulsada por una fuerza superior. Recordó entonces momentos de su infancia en la playa de La Victoria, entre chapoteos en el agua y búsqueda de coquinas en la arena. Recordaba también los juegos con sus hermanos por la Caleta, intentando sortear la blanca espuma de las olas y también cuando soplaba con fuerza el viento de Levante y la mar se enfadaba y los pescadores no podían salir a faenar. A pesar de que Enrique Seijas estaba semiinconsciente pudo observar la inmensa belleza de las profundas simas marinas donde pululaban el diplodus sargus o sargo común, el mullus barbatus o salmonete de fango, la lisa ó mugil cephalus, el raspallón o dipludus annularis, la oblada melanura, la muraena helena ó morena, el conger conger o congrio, el hippocampus guttulatus, la lubina ó dicentrarchus labrax, sin olvidar hermosas algas como la padina pavonica, la codium bursa o la posidonia. Entonces recordó los hermosos versos que escribió siendo un niño:

Yo añoro el mar. Vivir entre la arena,
sentir de la galerna sus gemidos,
llevar la piel azul como un vestido,
puesto para mi lucha y mi condena…

No me dejéis marinos sin buscar,
el caliente calor de sus latidos…
sin sentir que en el mar yo he conocido,
todo lo que se tiene que gozar…

Dejar que me encadene con la tarde,
que me den para mi sed el mar umbrío
y que sienta yo el mismo escalofrío,
que si el amor en mis entrañas arde…

Dejar que me recree en el bajío,
dejar que su belleza me atenace,
dejar porque mi amor siempre renace,
si bulle con el mar el canto mío…

Dejar que me seduzcan las sirenas,
que se quede mi barca a la deriva
y que tenga sembrada con mi pena,
la belleza de un mar de amanecida…

Dejar que yo bogue en el estrecho,
que pasen las escamas por mi eslora
y que brillen las blancas caracolas,
sintiendo yo la brisa, aquí en mi pecho…

Quiero vivir donde se vea el mar
y sentir el latir de sus bramidos,
que mi tumba sea el mar, un barco hundido
y mi destino, por siempre, navegar…


Como las leyes de la mar son impredecibles, Enrique Seijas, nunca pudo saber el tiempo que permaneció semiinconsciente, mientras sus pulmones parecían branquias. De pronto le pareció advertir a los lejos la presencia de un nuevo animal que le miró con un solo ojo, como si fuera el terrible gigante Polifemo que contempló Ulises en la isla de Circe. Aquel animal parecía muy raro y se movía con torpeza en el agua. Tardó bastante tiempo en comprobar que lo que él había confundido con un monstruo marino, era una silueta humana, una hermosa mujer que llevaba sus piernas al descubierto y que portaba en sus pies unas inmensas aletas y adosada a su espalda dos botellas de oxigeno.

Entonces pensó que sus amigos le estarían buscando, que afortunadamente habían llegado a tiempo para salvarle por esa extraña virtud que tenía de respirar bajo el agua como si fuera un habitante de las profundidades y pensó también que ningún desengaño amoroso debe llevar a ningún hombre al suicidio. La vida es hermosa con sus penas y sus visicitudes y todos debemos luchar hasta el último aliento para solucionar nuestros problemas. Quiso entonces levantar la mano para saludar a aquella heroína anónima que intentaba liberarlo de sus cadenas y se desmayó cuando pudo distinguir a través de las gafas submarinas, los bellos ojos de Lucía a los que había dedicado tan bellos poemas de amor, solo sé que he libado en la corriente, donde yacen los locos agonizando, por un amor nacido de repente, mientras siguen los pájaros cantando…

Cuando despertó en el hospital entre tinieblas, Enrique Seijas vió de nuevo la sonrisa de Lucía y comprobó que el amor de su vida le pedía perdón mientras le agarraba de la mano y le apretaba con fuerza, como queriéndole transmitir todo su cariño, mientras él pensaba que su bella novia no era una mujer corriente, sino una bella sirena desprendida de las profundidades marinas…