miércoles, 9 de septiembre de 2009

42. UNA MAÑANA ESTUPENDA

-“¡Una mañana estupenda!”- pensó Dardáno entusiasmado mientras observaba como la corriente le acercaba decenas de miles de pequeños bocados directamente a sus manos sin tener que hacer el mínimo esfuerzo por alcanzarlos. El Sol traspasaba limpiamente la ondulante superficie calentando la arena cinco metros más abajo, una suave corriente hacia rodar por el fondo hacia él todo tipo de suculentos manjares mientras descansaba su pequeña caracola cómodamente apoyado sobre una joven alga mecida por el oleaje.

Y es que, de vez en cuando, las corrientes de la mañana venían cargadas de maravillosos presentes y Dardáno no había tardado mucho en descubrir esta posición estratégica en que, sin alejarse mucho de la roca y junto a la agrupación de algas, interceptaba sin el menor esfuerzo todo lo que la buena Mar empujaba por el fondo.
Observó su silueta recortada sobre la arena y reparó en lo vergonzosamente grande que parecía su cabeza comparada a la caracola. Recordó las burlas de Rósor, su compañero de roca, con una mezcla de rubor y añoranza –“Sigue comiendo así y pronto se te comerán a ti”- la voz del viejo Rósor resonó en su cabeza tan clara como si estuviese a su lado. Incluso con la melodía burlesca que le imprimía en cada palabra de modo que sonara entre refrán, cantinela y regañina como sólo un viejo cangrejo es capaz de recitar. –“Tampoco me va tan pequeña la caracola”- se mintió recordando además lo mucho que le había costado decorarla con esas algas marrones y un par de minúsculas bellotas de mar que no querían fijarse ni a la de tres.
Un destello dorado llamó su atención y esfumó la voz de su desaparecido compañero al instante. Dardáno alzó la vista y localizó rápidamente su origen al tiempo que la ilusión le embargaba -“¡La cosa amarilla!”-.
Un enorme pedazo de esponjosa, deliciosa y exótica cosa amarilla acababa de tocar fondo y ahora era empujada por la corriente directamente hacia él. Pocas habían sido las ocasiones en las que Dardáno había tenido la suerte de alimentarse de tan extraordinario manjar. Incluso Rósor, mucho más viejo que él, podía contar con sus seis manos las ocasiones en que había visto cosa amarilla caer al fondo. –“No deberías comerte eso Dardáno, ¡no es de este mundo! Y además trae mala suerte”- le dijo en las dos ocasiones en que hubo cosa amarilla cerca de la roca y de eso hacía tanto tiempo ya.
La cosa amarilla era muy esponjosa, tremendamente fácil de desmenuzar y tragar, su textura asemejaba la del coral formándose, con su enmarañado entramado de fibras blanquecinas, y presentaba en un extremo una parte de acartonado material amarillento algo más resistente que era lo que a él más le gustaba. La cosa amarilla rodaba perezosamente hacia él desviándose ligeramente a la izquierda. Dardáno movía nerviosamente las manos tan ansioso que sobresalía de la caracola más de lo que la decencia permite. Pero un temor crecía en él en forma de opresión en el estomago la cosa amarilla rodaba hacia un repecho de arena, un pequeña cuesta, y el temor se convirtió en angustiada decepción cuando vio como la cosa amarilla, demasiado pesada e irregular para superar el desnivel con la suave corriente quedó atorada y dejo de avanzar para limitarse a bascular intermitentemente a un par de metros de su posición. –“¡No!”- gritó y golpeo con furia la arena.
Pocas, muy pocas eran las veces que Dardáno se había aventurado en arenales a más de dos o tres palmos del abrigo de una roca o una buena cubierta de algas –“Cuando tengas tu cuarta o quinta concha podrás aventurarte en los arenales Dardáno”- le dijo Rósor el día de su primer cambio de concha, esta misma que todavía llevaba y a la que tanto aprecio tenía sobre todo ahora que ya casi no sentía su peso y se movía con facilidad. Pero él sabía que un alimento tan maravilloso no estaría ahí por mucho tiempo ¡y menos aún si continuaba meciéndose tan sugerentemente!. Se armó de valor dio un buen vistazo a los alrededores tratando de controlar su impaciencia, fijó su vista en la cosa amarilla y por fin se lanzó directo a por ella a buen ritmo.
Apenas había avanzado tres o cuatro palmos cuando el Sol se ocultó y al dejar de bañar su espalda un escalofrío recorrió su cuerpo. Dardáno respiraba agitadamente y su corazón batía con fuerza en una mezcla de pánico y excitación cada vez más cerca del maravilloso trofeo. De pronto un burbujeante estallido resonó por todo el arenal y se le heló la sangre. El atronador sonido, completamente nuevo para él, activó su instinto y un espasmo le encogió rápidamente, horrorizado Dardáno se dio cuenta que ya no cabía en la caracola y gran parte de su cabeza y sus seis brazos por completo asomaban peligrosamente fuera. Luchó desesperadamente con la arena por empujarse dentro justo cuando un nuevo estallido rompió sobre el arenal y vio por el rabillo del ojo como algo gigantesco se abalanzaba sobre él paralizándole de terror.
La criatura era titánica, su piel oscura como la noche, manchada de un amarillo chillón e intenso aquí y allá con dos grandes aletas detrás. Dardáno, inmovilizado por el pánico, no podía hacer más que contener la respiración mientras observaba a la enorme criatura descender con sus maléficos ojos clavados en él mientras en su cabeza resonaba la cantinela “Sigue comiendo así y pronto se te comerán a ti”.
La criatura extendió un horrendo tentáculo agarrando su concha y le alzó dirigiéndolo hacia su boca. Dardáno casi pierde el conocimiento al sentir la ingravidez sobre su cuerpo por primera vez al tiempo que era consciente que le iban a devorar con caracola y todo. Pero justo cuando le tenía a la altura de los ojos la criatura se detuvo –“¡Hazte el muerto!”- pensó e hizo un tremendo esfuerzo por intentar relajar sus expuestos brazos para dejarlos caer del modo menos apetitoso posible mientras rezaba por que el titán no fuese carroñero. Tras unos largos segundos, justo cuando una minúscula esperanza de supervivencia nacía en su corazón, la criatura detonó de nuevo y al atronador sonido acompañó una tormenta de burbujas que surgían de su horrible boca y huían volando. El estruendo sobresaltó a Dardáno que no pudo evitar que sus manos diesen un respingo –“Ahora ya sabe que estás vivo idiota ¡despídete!”- pero con horror contempló que la realidad era mucho peor y otra gigantesca criatura, aún mayor que la primera apareció del azul.
Esta era tan oscura como la primera, sin manchas amarillas pero con unas llamativas aletas verdes en su cola. Al llegar resopló una tormenta de burbujas y Dardáno comprendió que ese era su atronador lenguaje. De repente la primera criatura levantó otro tentáculo y amenazó a la de aletas verdes y luego a él, a lo que la otra respondió asomando otros dos tentáculos haciendo una exhibición de fortaleza y pericia en la lucha –“Están disputándose la comida”- concluyó Dardáno y esa verdad sólo acabó de vencer su ánimo y se abandonó por completo al horrible destino.
Vio como la criatura de aletas verdes, a pesar de exhalar tormentas de burbujas menores, parecía claro vencedor ya que era de mayor tamaño y movía sus tentáculos con más habilidad y mayor repertorio de movimientos de lucha. La de manchas amarillas sólo mostraba su tentáculo libre enroscándolo en su extremo formando un círculo que resultaba poco amenazante.
Dárdano confirmó su terrible sospecha cuando vio que la moteada le ofrecía en bandeja su captura a la de aletas verdes
–“Se acabó… ¡ay! Rósor si te hubiese escuchado más!”- se lamentó.
De repente el vértigo se volvió a cebar en sus entrañas mientras le descendían a toda velocidad hacia el suelo. Hubo un par de estallidos más y la arena del fondo se levantó en un caótico remolino ante los movimientos de las dos poderosas criaturas, al fin todo quedó en calma y Dardáno quedó tendido en el arenal, agotado, vencido. Esperó por unos instantes el golpe de gracia que nunca llegó y sólo cuando le llegó el sonido de más estruendos en la lejanía comprendió que había escapado de algún modo –“¿Quizá los remolinos de arena les han confundido?”- miró a su alrededor atónito, a lo lejos vio su roca, a su izquierda el arenal desértico se perdía en el azul y a su derecha –“¡La cosa amarilla!”- dio dos pasos y la recogió entre sus manos, sostuvo su deliciosa esponjosidad, su apetitosa corteza… y la dejó caer.

Se alejó en dirección a la roca todavía desconcertado con una sola cosa clara en la mente –“Rósor tenía razón… la cosa amarilla ¡trae mala suerte!”-

-Fin-