jueves, 17 de septiembre de 2009

46. EL PEZ

“Los espartanos no se preguntaban cuántos eran o cómo eran sus enemigos, sino dónde se encontraban”. Aegis II.
Estaba en cubierta, dejando que el sol de la tarde secara un poco el neopreno mientras esperaba la llegada de los últimos clientes para la que iba a ser la última inmersión del día. Gruesas nubes, de puro algodón y preñadas de agua después de atravesar el mar provenzal, cruzaban perezosas el cielo y se perdían sobre mi querido Empordà, reflejando un Sol de septiembre, ya en retirada…
Los vi llegar por el muelle, tres jóvenes sonrientes y con ademanes nerviosos, que hablaban y alborotaban más de la cuenta mientras cargaban sus equipos y se acomodaban en la bancada de estribor, intentando ahuyentar a sus fantasmas como podían. Quedaba claro que era una pareja más un acompañante. Me presenté, les comenté que iba a ser su guía en esa su primera inmersión con nosotros y me interesé por su nivel de buceo:

-“¿Cuántas veces, hijos míos?”-les solté de improviso. Una breve y nerviosa mirada cruzada entre la pareja evidenció que se había malinterpretado mi pregunta.
-“Inmersiones”-aclaré rápidamente- “que cuántas inmersiones lleváis”
-“Ufff”- me respondió el acompañante, lo que rápidamente le valió el sobrenombre de Ufo- “no lo recuerdo bien pero serán unas treinta”. Como si cuando uno empieza no recordara exactamente cuántos buceos lleva…
-“Si” - confirmaron Romeo y Julieta -“alrededor de una treintena”.
¡Qué bonito es el amor!
El buceo previsto era una visita totalmente exterior a un pecio de la zona que cobijaba a una gran cantidad de vida que atraía a más, lo que justificaba su visita. Me fijé cómo montaban los equipos y en aquellos otros detalles que suelen dar una idea del nivel de nuestros futuros acompañantes. Y lo que vi me tranquilizó. Podían tener poca experiencia, pero denotaban una sólida base. Agradecí mentalmente el buen trabajo de su instructor y me dispuse a preparar mi propio equipo y la botella auxiliar que dejaríamos colgando. Añadí un par de kilos de plomo y dos mosquetones al “kit”, por si las moscas de Arquímedes, revisé otra vez mi propio equipo y me acomodé a su lado, relajado y esperando la llegada al punto de inmersión.
Una vez amarrados a una de las boyas de fondeo y antes de disponer la botella de seguridad y el lastre adicional, empecé el “briefing” de la inmersión, haciéndoles notar como nuestra embarcación se había situado casi perpendicular a las olas, evidenciando así la corriente del lugar. Abriendo muy ligeramente uno de los grifos de la botella de seguridad, la sumergí y les señalé el fino chorro de burbujas que escapaban, cuya deriva denunciaba claramente el sentido y la intensidad de la corriente, que no era mucha. Recuperé el tanque, cerré la válvula y volví a dejarlo colgado. A continuación dibujé un croquis del pecio, lo enmarqué dentro de dos puntos cardinales, anotando las diferentes cotas y punteé el futuro recorrido, recordando las señales y procedimientos en caso de surgir alguna de las incidencias habituales. Una vez establecidas las parejas saltamos al agua y nos reunimos en la boya.
Precedí el descenso del grupo. A unos -6m comprobé que estábamos bastante compactados y, según lo acordado, hicimos un último chequeo de los equipos. A una señal, proseguimos el descenso hasta llegar a la cubierta principal, a unos -20m de profundidad. Opté por el costado opuesto a la corriente para disponer de un recorrido tranquilo y me fijé en las columnas de burbujas que expelía cada uno. Era evidente que uno de los integrantes respiraba más deprisa que los demás. Su posición, tipo caballito de mar, explicaba sobradamente el porqué: iba sobre lastrado. Por señas le indiqué lo que me disponía a hacer, le quité un par de pastillas de lastre y le deshinché un poco el chaleco, con lo que consiguió adoptar una postura más horizontal, más hidrodinámica, lo que optimizó su avance y redujo el ritmo respiratorio. Así y todo, decidí quedarme cerca de él, ligeramente adelantado para quedar dentro de su campo de visión, procurando así transmitirle seguridad y, de pasada, tenerlo al alcance si surgía la necesidad.
Los potentes haces de nuestros focos se empeñaban en arrancar colores ahí donde la ya escasa luz ambiental tintaba todo de un color gris-azulado uniforme. De vez en cuando, alguna flecha plateada escapaba de nuestras luces; cientos de pececillos se apartaban ligeramente de nuestro camino, enmarcado bajo una “sky-line” formada por las formas retorcidas y torturadas de las planchas de metal. Nada hacía presagiar lo que se avecinaba…
La primera vez que lo vi, ni siquiera me percaté conscientemente de su presencia. Fue más tarde, encadenando los recuerdos cuando rememoré ese momento. Un sutil cambio en la poca luz ambiental hizo que forzara la vista en cierta dirección. Me pareció adivinar, más que ver, una gran sombra, pero una ráfaga de luz procedente del foco de Ufo desvió mi atención. Mi amigo me indicaba que su tanque estaba a la mitad. Interrogué mecánicamente a la pareja y comprobé mi propia autonomía, retomando el regreso al punto de fondeo. Antes de iniciar el ascenso, les indiqué por señas que aún no habíamos entrado en descompresión aunque respetaríamos la parada de seguridad, empezando a subir, mano sobre mano, a un ritmo lento pero constante. Seis minutos más, una pequeña eternidad de 360 segundos y ya podría secarme, calentado en cubierta por la caricia de los débiles rayos del Sol poniente… Ascendí el último y cuando me disponía a subir por la escalera, mi querido e inefable Ufo, con la cara desencajada, me gritó:
-“¡El foco!¡Mi foco! Se ha caído!”-exclamaba mi cliente-“¡joer, tío, y no tenía ni un mes! ¡y me ha costado una pasta gansa! Por favor, por favor, ¿puedes bajar a buscarlo? A mi ya no me queda aire!
Adiós a las esperadas caricias de mi toalla Mimosín. Adiós al solecito. Adiós al descanso reparador. Bienvenido a la fría, húmeda, obligada y tiritante cara oscura del mundo del buceo (Jo, tío, que suerte tienes, bribón, todo el día buceando…Y la “peña” en pelotas a tu alrededor…Y encima cobrando, tú!)
A esta hora de la tarde nuestra embarcación se encontraba ya dentro del sombrío abrazo de la costa cercana. La zona de inmersión está dominada por los altos acantilados característicos del lugar, que hunden sus espectaculares paredes verticales en las azules aguas y que tienen el inconveniente añadido de sumir en sombra a la zona litoral cuando el Sol está bajo.
Me encomendé mentalmente a santa Crisálida, patrona de los capullos, para que me facilitase la recuperación del dichoso foco mientras empezaba la cuarta inmersión del día. O la tercera continuada, qué más daba… Comprobé que aún conservaba una buena provisión de aire en el tanque; ojeé la pantalla de los 2 ordenadores (si, llevo dos; la electrónica y el agua de mar no hacen buenas migas) para cerciorarme de que todo marchaba bien, vacié pulmones y me dejé caer cabeza abajo, escudriñando la nada…
Tuve suerte. Bueno, “suerte” es un decir. Unos veinte minutos más tarde el haz de mi propio foco arrancó un destello cobalto que resultó ser el preciado “gusilus” de Ufo. Colgué el mío del cinturón y comprobé el nuevo foco, casi por acto reflejo. Un potente haz de luz fría rompió la creciente oscuridad. Cerré el interruptor y entonces percibí claramente un cambio en los claroscuros de las aguas que me rodeaban. Una sombra enorme, más densa y opaca que el fondo, acababa de desviarse hacia mi izquierda, como preparándose para rodearme.
La adrenalina sacudió mi espinazo como una descarga eléctrica. La oscuridad creciente y la turbiedad del agua me impedían ver con claridad más allá de unos 5-6 m. Conecté nuevamente el foco para taladrar las aguas y descubrir la amenaza. Giraba constantemente la cabeza en un intento de ver algo cuando la enorme sombra surgió de repente a mi derecha y se abalanzó sobre mí, en una trayectoria circular que me llevaría directamente a sus fauces. Por puro miedo, en un intento de pasar desapercibido, apagué la luz.
Funcionó.
Haciendo gala de una extraordinaria acuaticidad, el enorme pez cambió su trayectoria en un santiamén, desvaneciéndose en el límite de mi visibilidad, para materializarse de nuevo, esta vez a mi izquierda, rodeándome. Sin prisas. Parecía sopesar fríamente la situación antes de pasar al ataque final.
Mi cerebro, híper excitado, intentaba identificar a la bestia que se mantenía a cierta distancia, indecisa o jugando claramente conmigo, segura de su superioridad… Intentaba identificarlo para poder prever sus reacciones, al tiempo que quería saber su posición para defender la mía. Escenas de grandes tiburones blancos jugueteando con crías de foca u orcas divirtiéndose con sus presas antes de destrozarlas a dentelladas acudieron a mi mente. Fauces, mandíbulas trituradoras, enormes dientes afilados…Es fantástico lo que puede ayudar el cerebro en casos así. Parece como si se tomara su propia venganza, el mamonazo.
¿Pero QUÉ diantre era ese enorme monstruo? Sus rapidísimos cambios de dirección denotaban la posesión de unas grandes aletas pectorales, como un enorme tiburón. Pero los tiburones no se mueven ni atacan así, por las buenas. Y menos a un buceador perfectamente equipado, a pesar de las películas y falsos documentales que pretenden vendernos esa imagen. Había buceado cientos de veces con tiburones de muchas especies diferentes y nunca me había sucedido ni un solo amago… Incluso con un blanco. Nunca… bueno, una vez con un par de tigres, la hembra venía por detrás, inadvertida, y nos pegó un buen susto a mi compañero y a mi…
Pero ese pez no era un tiburón. Era demasiado grueso por el centro y en su avance no cabeceaba hacia los lados, sino que se movía recto, como un atún. Pero tampoco existen los atunes de más de 6 metros…
¿Una orca? En cierta ocasión, un pescador local me contó que vio a un grupo de ellas, hace ya muchos años… Pero tampoco. Esos cetáceos tienen un movimiento vertical de su aleta caudal. Y eso, ese pez, fuera lo que fuese, no movía nada y, sin embargo, se desplazaba rápidamente y sin movimiento aparente, como un Nazgûl, los demoníacos caballeros que perseguían al Hobbit… Otra imagen de autoayuda mental. Gracias, cerebro. Prometí trasplantarlo en un futuro, si llegaba a contarlo…
Una ojeada al ordenador me indicó que tenía un techo de descompresión. Al cuerno con él. Si conseguía salir del agua con vida, ya me llevarían a la cámara hiperbárica. Habían transcurrido pocos minutos desde el encuentro, pero ya se me antojaban siglos. La cabeza me daba vueltas mientras miraba en todas direcciones intentando descubrir al monstruo. Mi respiración se había acelerado y la reserva de aire se estaba agotando por segundos. Tenía que pensar. Y rápido. Pedí perdón a las neuronas por la amenaza del trasplante y supliqué su ayuda. Esta vez, conmovidas, me dieron un plan. Incluso parecía lo suficiente bueno como para que funcionase: llegar hasta la botella de seguridad, que colgaba allá arriba, desamarrarla y descender de nuevo. Imposible pretender subir al barco mientras la bestia estuviese cerca. Si lo intentaba, tenía todos los números para hacerlo por partes. Así que sólo podía hacer lo siguiente: pillar la reserva de aire, descender por enésima vez procurando no dar nunca la espalda al bicho (¿dónde diantres estaba?), arrastrarme por el fondo panza arriba con la botella delante como escudo hasta alcanzar la base del acantilado cercano y luego subir de espaldas, con la retaguardia protegida y teniendo que ocuparme sólo de lo que viniese de frente. O de abajo. De ese modo y con suerte (Señor, un detalle, que me la merezco) intentaría llegar a una brecha que conocía y que continuaba por el acantilado, sobre la superficie, lo suficientemente ancha para guarecerme y lo suficientemente estrecha para protegerme del Diablo hasta poder pedir auxilio. No se me ocurría nada mejor y sí muchas cosas peores. No había plan B.
Llegué hasta la botella, cambié de regulador y me disponía a bajar cuando vi que el pez se movía, modificando su posición, lo que indicaba sin lugar a dudas que se disponía a descargar su golpe final. El juego había terminado. Esta vez iba en serio. No temo a la muerte, sólo que nunca me ha gustado estar allí cuando se presenta.
Observé su silueta confundirse con la sombra de la embarcación, situándose bajo la misma, como queriendo cortar todo intento de aproximación a ella. En este momento yo me encontraba más abajo, iniciando el descenso, con una botella en la espalda y la otra sujeta delante, sin poder verle bien, así que decidí encender los dos focos para iluminar bajo la quilla. Encender las dos potentes luces y provocar su ataque fue todo uno. La gran masa oscura se arrojó sobre mí. Mi inconsciente me impelía a cerrar los ojos al horror pero mi curiosidad de naturalista aficionado me impedía hacerlo, manteniéndolos abiertos, en un último intento de identificar a mi agresor. Saber quién era mi asesino, triste consuelo de despedida…
Y así pude ver a la diabólica criatura como traspasaba finalmente el límite y se me echaba encima. El ataque definitivo del Leviatán, del gigante, del maldito pez. Mejor dicho: de miles de ellos. Un gran cardumen de pequeños pescados azules se movía al unísono, como uno sólo, estimulados por los haces de luz fría. Segundos antes habían buscado refugio bajo la sombra protectora de nuestra embarcación, asustados por ese extraño ser que venía del fondo, haciendo ruido y amedrentándoles con sus burbujas, y al tiempo, atrayéndolos con los destellos de sus focos…
La última estocada de ese órgano cachondo que en otros reconozco y denomino cerebro, no tardó en aparecer, destellando como un flash:
“Los espartanos se equivocaban: lo más importante es conocer bien a tu enemigo”.
Sólo le faltaba añadir: -“¡Gilipollas!”
Y hablando del tema,
-“¡Mi foco! Osti, gracias, mil gracias, tío! Oye… ¿te debo algo?”
Enmarcado por la silueta kárstica del acantilado, el cielo asomaba teñido con toda la gama de rosas, rojos, y púrpuras. La sangre de los dioses se había derramado una vez más en una exhibición de belleza como sólo la fina luz ampurdanesa nos tiene acostumbrados a despedir algunas tardes de final de verano.
Una ojeada al norte me confirmó lo que ya suponía: empezaba a formarse un claro entre las nubes bajas, como un ojo. El ojo de la tramontana, la puerta fronteriza por donde se cuela Boreas, el viento del Norte en estado puro. Frío, seco y cortante como una navaja. Un viento que conforma paisajes y forja caracteres, encrespando las aguas con la fuerza de su hálito.
Con un poco de suerte, mañana descansaría…