La taberna El Ancla, tenía fama de servir el mejor café del puerto. Y Rubén, todos los días apuraba su café cargado, mientras conversaba con el viejo Custó. Quizás el antiguo oficio del viejo era lo que realmente empujaba a Rubén, todas las mañanas, hasta el sucio local. Ese nombre, Custó, era lo único que, a la ya desgastada memoria del viejo, le hacía recordar su pasado de buzo por los mares de medio mundo. Buzo de los de peto metálico, casco esférico y los famosos pies de plomo. Rubén nunca lo preguntó, pero estaba seguro de que el Comandante francés tenía mucho que ver con el apodo de su viejo compañero.
Hasta mañana Custó. – Se despidió Rubén.
Suerte allí abajo. – Respondió el viejo.- Y dale recuerdos a Salomón.
Salomón era un enorme mero que habitaba en una gran laja de piedra, llamada el Bisturí, que nacía en el fondo de la bahía y que se asomaba a pocos metros de la superficie. El “Bisturí” la llamaban los buzos del lugar por su estilizada figura y por la facilidad, que tenía la piedra, para rajar las barrigas de los barcos que navegaban despistados por la bahía.
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La salida de las 10:00 horas que ya preparaba Rubén, estaba programada precisamente al “Bisturí” y, por tanto, hoy el “Ntra Sra del Carmen”, nuevo pecio de la zona, tendría visita. Una visita especial, ya que la corporación municipal había decidido colocar una pequeña placa en la base del “Bisturí”, a tan solo dos metros del pecio, para recordar al marinero muerto en el naufragio. La placa era sencilla, hecha de azulejos, cuatro en total, y se colocaría sobre una pequeña base de hormigón a las puertas de la profunda grieta donde normalmente dormitaba Salomón. Afortunadamente, en la placa, sólo había escrito un nombre. José, “El Roncador”. El resto de la tripulación ya descansaba en casa aunque Manolo y “Laredo” fueron durante un par de semanas, inquilinos en el hospital comarcal.
Manolo, maquinista del “Ntra Sra del Carmen”, presumía de tener dos meses de vida, de su nueva vida. Ya habían pasado 63 días desde el trágico naufragio. Y también 63 eran los días que, “Laredo”, cocinero del “Ntra Sra del Carmen” y hombre comodín en las tareas del barco llevaba disfrutando de su jubilación. Famoso era su flan de huevo con anís, del que celosamente guardaba la receta, aunque a nadie se le escapaba que el ingrediente secreto era eso, abundante anís de su lejana tierra. “Laredo”, llamado así por su procedencia, era un hombre afable, gordo como las defensas de cualquier gran pesquero, y demasiado viejo para seguir en la mar.
Lo que si estaba claro era que, mientras en las tabernas y bares cercanos al pueblo, los marineros viejos, discutían sobre qué fue lo que realmente hundió el barco, en algún lugar del pueblo, una familia lloraba la perdida de José, “El Roncador”, armador, patrón del “Ntra Sra del Carmen” y hasta ese fatídico día, alcalde de la localidad. La única victima del trágico naufragio.
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Rubén continuaba con las tareas propias del centro. El compresor hoy trabajaba a marchas forzadas ya que la nocturna de ayer salió completa y para la ceremonia de la mañana, hacían falta todas las botellas disponibles ya que ningún buzo de la zona deseaba perdérsela.
16 nombres llenaban la pizarra del centro, y a estos había que sumarles los del propio Rubén, y el de Silvia, preciosa venezolana, novia de Rubén y una autentica sirena bajo el agua.
Entre todos los nombres de la pizarra, sobresalía uno, Padre Agustín, párroco del pueblo y amante del buceo. Rubén no se acostumbraba a bucear con un cura, aunque reconocía que hoy sería un compañero muy apropiado. El responso “acuático” sería inevitable.
El Padre Agustín era un personaje curioso. Las malas lenguas decían que presionó al obispo de Soria con su comportamiento un tanto especial y, como “castigo”, fue destinado a esta diminuta población pesquera, famosa por la claridad y vida de sus aguas. Pobre padre Agustín, decían las malas lenguas, mientras esbozaban una sonrisa picarona.
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La mañana era como cualquier mañana de primavera, soleada y silenciosa. Silencio que rompían las gaviotas cerca de la lonja y, ahora, el ruido de los motores de La Margarita, neumática descomunal, confiscada por La Guardia Civil, y comprada en subasta por Rubén. Antes utilizada para viajes “fugaces” desde el barco nodriza a la costa y ahora perfectamente habilitada para el buceo. Tenía capacidad para 22 buceadores y fue rebautizada con ese nombre en honor a la preciosa venezolana, nacida en Porlamar, capital de Isla Margarita.
Rubén dudó entre los nombres de Margarita y Los Roques, ya que fue, precisamente en dicho archipiélago, donde conoció, se enamoró y, en definitiva donde comenzó la historia de amor entre Gonzalo y la bonita instructora de buceo que llevaban a bordo del crucero de buceo por Los Roques. Pero eso era otra historia.
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La Margarita calentaba motores mientras llegaban, a cuentagotas, todos los integrantes de la primera salida del día. Como siempre, Rubén y Silvia, apostaban sobre si el padre Agustín llegaría con sotana o vestido de calle, ya que sobre si llegaría tarde,
no había dudas. La misa de las 9:00 horas, impedía que llegase temprano a las salidas matutinas planificadas por el centro. Desde que llegó el nuevo párroco a la localidad, no se conocían actos litúrgicos, confesiones etc.., tras la mencionada misa. Sencillamente, el párroco, estaba dedicado a tares “divinas”. “Diving”, decían los buzos de la zona, jugando con las palabras.
¡ Nos vamos ¡ - dijo Rubén.
Y la abarrotada neumática puso rumbo hacia el “Bisturí”. Sólo tardaron un par de minutos en fondear. Dentro de la neumática, aun con los motores calientes, había comenzado una desordenada coreografía que poco a poco la iba dejando vacía. Todos estaban en el agua. Rubén comenzó a descender por el cabo del ancla y poco a poco el grupo fue tras él. Del fondo los separaban unos 19 metros y quizás esos metros de descenso eran lo que más le gustaba a Rubén. Era el reencuentro diario con su mundo. Eran19 metros de un lento descenso. La sensación de ingravidez en ese vuelo hacia el azul era distinta en cada inmersión.
Ya en el fondo, se hacía obligada la visita al ilustre Salomón. El mero se encontraba hoy reconociendo sus nuevos dominios ya que, se daba por hecho que, “El Ntra Sra del Carmen” acabaría por ser la nueva morada del enorme pez. A pocos metros de allí, un enorme banco de borriquetes se dejaba ver mientras multitud de tres colas “molestaban” al grupo de buceadores. Un enorme congrio, observaba el paso de un par de sargos despistados, mientras los salmonetes jugaban en el fondo arenoso. Las paredes del “Bisturí” estaban tapizadas por multitud de ascidias, madréporas, esponjas, algún pequeño coral, escondido entre sus grietas, y cientos de diminutos moradores.
El ruido de una maraca agitada por Silvia, hizo volver a Rubén a la realidad.
Hoy no jugarían con los gobios ni enseñaría al grupo la diversidad de colores que pasean los nudibranquios. La placa estaba colocada y el padre Agustín daba por terminada la ceremonia. Tocaba subir.
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El grupo regresaba a puerto deslizándose sobre el mar. Rubén ya divisaba la silueta del viejo Custó sentado a la puerta de la taberna. Pero hoy Rubén estaba confuso.
Temeroso por la posible perdida de su querido trabajo, se encontraba regresando a puerto tras honrar la memoria del hombre que, durante años, hizo la vida imposible al centro de buceo.
Al parecer, el difunto alcalde intentó controlar el buceo en la zona ya que, poco a poco, la claridad, temperatura y vida de las aguas, estaban atrayendo un número cada vez mayor de turistas acuáticos a la zona. Y controlar dicho negocio, era poder. Y el poder es lo que más le gusta a los políticos. – decía siempre Rubén. –
Rubén, siempre soñó con crear arrecifes artificiales dentro de la bahía. Estos arrecifes crearían vida y los puntos de buceo de la zona se incrementarían en número y en calidad. Los arrecifes ayudarían a la proliferación de pequeña vida marina. Una especie de vivero que, el día de mañana, ayudaría a la decrépita industria pesquera de la zona. Pero, la Cofradía de Pescadores y el difunto alcalde, por oscuros motivos, siempre se opusieron.
Quizás, el destino quiso que, el primer arrecife artificial de la bahía, fuese el viejo pesquero del alcalde….
Hasta mañana Custó. – Se despidió Rubén.
Suerte allí abajo. – Respondió el viejo.- Y dale recuerdos a Salomón.
Salomón era un enorme mero que habitaba en una gran laja de piedra, llamada el Bisturí, que nacía en el fondo de la bahía y que se asomaba a pocos metros de la superficie. El “Bisturí” la llamaban los buzos del lugar por su estilizada figura y por la facilidad, que tenía la piedra, para rajar las barrigas de los barcos que navegaban despistados por la bahía.
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La salida de las 10:00 horas que ya preparaba Rubén, estaba programada precisamente al “Bisturí” y, por tanto, hoy el “Ntra Sra del Carmen”, nuevo pecio de la zona, tendría visita. Una visita especial, ya que la corporación municipal había decidido colocar una pequeña placa en la base del “Bisturí”, a tan solo dos metros del pecio, para recordar al marinero muerto en el naufragio. La placa era sencilla, hecha de azulejos, cuatro en total, y se colocaría sobre una pequeña base de hormigón a las puertas de la profunda grieta donde normalmente dormitaba Salomón. Afortunadamente, en la placa, sólo había escrito un nombre. José, “El Roncador”. El resto de la tripulación ya descansaba en casa aunque Manolo y “Laredo” fueron durante un par de semanas, inquilinos en el hospital comarcal.
Manolo, maquinista del “Ntra Sra del Carmen”, presumía de tener dos meses de vida, de su nueva vida. Ya habían pasado 63 días desde el trágico naufragio. Y también 63 eran los días que, “Laredo”, cocinero del “Ntra Sra del Carmen” y hombre comodín en las tareas del barco llevaba disfrutando de su jubilación. Famoso era su flan de huevo con anís, del que celosamente guardaba la receta, aunque a nadie se le escapaba que el ingrediente secreto era eso, abundante anís de su lejana tierra. “Laredo”, llamado así por su procedencia, era un hombre afable, gordo como las defensas de cualquier gran pesquero, y demasiado viejo para seguir en la mar.
Lo que si estaba claro era que, mientras en las tabernas y bares cercanos al pueblo, los marineros viejos, discutían sobre qué fue lo que realmente hundió el barco, en algún lugar del pueblo, una familia lloraba la perdida de José, “El Roncador”, armador, patrón del “Ntra Sra del Carmen” y hasta ese fatídico día, alcalde de la localidad. La única victima del trágico naufragio.
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Rubén continuaba con las tareas propias del centro. El compresor hoy trabajaba a marchas forzadas ya que la nocturna de ayer salió completa y para la ceremonia de la mañana, hacían falta todas las botellas disponibles ya que ningún buzo de la zona deseaba perdérsela.
16 nombres llenaban la pizarra del centro, y a estos había que sumarles los del propio Rubén, y el de Silvia, preciosa venezolana, novia de Rubén y una autentica sirena bajo el agua.
Entre todos los nombres de la pizarra, sobresalía uno, Padre Agustín, párroco del pueblo y amante del buceo. Rubén no se acostumbraba a bucear con un cura, aunque reconocía que hoy sería un compañero muy apropiado. El responso “acuático” sería inevitable.
El Padre Agustín era un personaje curioso. Las malas lenguas decían que presionó al obispo de Soria con su comportamiento un tanto especial y, como “castigo”, fue destinado a esta diminuta población pesquera, famosa por la claridad y vida de sus aguas. Pobre padre Agustín, decían las malas lenguas, mientras esbozaban una sonrisa picarona.
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La mañana era como cualquier mañana de primavera, soleada y silenciosa. Silencio que rompían las gaviotas cerca de la lonja y, ahora, el ruido de los motores de La Margarita, neumática descomunal, confiscada por La Guardia Civil, y comprada en subasta por Rubén. Antes utilizada para viajes “fugaces” desde el barco nodriza a la costa y ahora perfectamente habilitada para el buceo. Tenía capacidad para 22 buceadores y fue rebautizada con ese nombre en honor a la preciosa venezolana, nacida en Porlamar, capital de Isla Margarita.
Rubén dudó entre los nombres de Margarita y Los Roques, ya que fue, precisamente en dicho archipiélago, donde conoció, se enamoró y, en definitiva donde comenzó la historia de amor entre Gonzalo y la bonita instructora de buceo que llevaban a bordo del crucero de buceo por Los Roques. Pero eso era otra historia.
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La Margarita calentaba motores mientras llegaban, a cuentagotas, todos los integrantes de la primera salida del día. Como siempre, Rubén y Silvia, apostaban sobre si el padre Agustín llegaría con sotana o vestido de calle, ya que sobre si llegaría tarde,
no había dudas. La misa de las 9:00 horas, impedía que llegase temprano a las salidas matutinas planificadas por el centro. Desde que llegó el nuevo párroco a la localidad, no se conocían actos litúrgicos, confesiones etc.., tras la mencionada misa. Sencillamente, el párroco, estaba dedicado a tares “divinas”. “Diving”, decían los buzos de la zona, jugando con las palabras.
¡ Nos vamos ¡ - dijo Rubén.
Y la abarrotada neumática puso rumbo hacia el “Bisturí”. Sólo tardaron un par de minutos en fondear. Dentro de la neumática, aun con los motores calientes, había comenzado una desordenada coreografía que poco a poco la iba dejando vacía. Todos estaban en el agua. Rubén comenzó a descender por el cabo del ancla y poco a poco el grupo fue tras él. Del fondo los separaban unos 19 metros y quizás esos metros de descenso eran lo que más le gustaba a Rubén. Era el reencuentro diario con su mundo. Eran19 metros de un lento descenso. La sensación de ingravidez en ese vuelo hacia el azul era distinta en cada inmersión.
Ya en el fondo, se hacía obligada la visita al ilustre Salomón. El mero se encontraba hoy reconociendo sus nuevos dominios ya que, se daba por hecho que, “El Ntra Sra del Carmen” acabaría por ser la nueva morada del enorme pez. A pocos metros de allí, un enorme banco de borriquetes se dejaba ver mientras multitud de tres colas “molestaban” al grupo de buceadores. Un enorme congrio, observaba el paso de un par de sargos despistados, mientras los salmonetes jugaban en el fondo arenoso. Las paredes del “Bisturí” estaban tapizadas por multitud de ascidias, madréporas, esponjas, algún pequeño coral, escondido entre sus grietas, y cientos de diminutos moradores.
El ruido de una maraca agitada por Silvia, hizo volver a Rubén a la realidad.
Hoy no jugarían con los gobios ni enseñaría al grupo la diversidad de colores que pasean los nudibranquios. La placa estaba colocada y el padre Agustín daba por terminada la ceremonia. Tocaba subir.
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El grupo regresaba a puerto deslizándose sobre el mar. Rubén ya divisaba la silueta del viejo Custó sentado a la puerta de la taberna. Pero hoy Rubén estaba confuso.
Temeroso por la posible perdida de su querido trabajo, se encontraba regresando a puerto tras honrar la memoria del hombre que, durante años, hizo la vida imposible al centro de buceo.
Al parecer, el difunto alcalde intentó controlar el buceo en la zona ya que, poco a poco, la claridad, temperatura y vida de las aguas, estaban atrayendo un número cada vez mayor de turistas acuáticos a la zona. Y controlar dicho negocio, era poder. Y el poder es lo que más le gusta a los políticos. – decía siempre Rubén. –
Rubén, siempre soñó con crear arrecifes artificiales dentro de la bahía. Estos arrecifes crearían vida y los puntos de buceo de la zona se incrementarían en número y en calidad. Los arrecifes ayudarían a la proliferación de pequeña vida marina. Una especie de vivero que, el día de mañana, ayudaría a la decrépita industria pesquera de la zona. Pero, la Cofradía de Pescadores y el difunto alcalde, por oscuros motivos, siempre se opusieron.
Quizás, el destino quiso que, el primer arrecife artificial de la bahía, fuese el viejo pesquero del alcalde….