El cuchillo enterrado en la arena, yo tres metros sobre él, mi compañero Dios sabe donde, treinta de aire en el manómetro, veinticinco en la aguja del profundímetro y mi pierna derecha atrapada en un amasijo de cabos pertenecientes a un maldito pesquero hundido, del que ni el mismísimo Harry Houdini podría escapar.
Decididamente esto no pinta bien, para que decir otra cosa. Mi situación es lo que mi instructor denominaría sin dudarlo como un serio contratiempo. Y es que como en quince minutos no me salgan branquias, voy a respirar lo mismo que respiró Leonardo DiCaprio al final de la película Titanic, o sea, litros de agua por un tubo.
¿A cuento de qué me metería yo en esta historia?.
Todo empezó con el clásico pique masculino que te corroe las entrañas y que se compone usualmente de estupidez y testosterona al cincuenta por ciento, aunque hay quien dice que ambos ingredientes son completamente indivisibles e irrenunciables en sí mismos.
Exactamente. Solo hizo falta que un amigo nombrara las palabras aventura, cerveza y chicas en la misma frase para que el alter ego que rige mis pensamientos y mi cuerpo, o lo que es lo mismo, mi mente calenturienta, desarrollase fantasías de buceo en cálidas aguas caribeñas rodeado de chicas extraordinariamente voluptuosas y bellas. Buceos en enormes, y antiquísimos pecios buscando tesoros aún por descubrir. Y por supuesto ríos de cerveza y concursos de Miss camiseta mojada en los descansos de las inmersiones.
Al día siguiente ya estaba buscando un curso que se adaptara a mis necesidades. Es decir, que tampoco tuviese que matarme estudiando el librito que imponía la organización y
que fuese lo suficientemente barato para no tener que economizar en mis salidas de fin de semana.
Evidentemente lo encontré, y la verdad es que no puedo decir que me equivocase, ya que me enseñaron más de lo que yo estaba dispuesto aprender. Además el dueño tenía tanto amor a la teórica como yo, y prácticamente la misma querencia a la barra fija; Con lo que a un par de clases de acabar el curso aún no habíamos abierto el libro pero ya había hecho más inmersiones de las preceptivas y nos habíamos bebido media cantina del puerto. Cojonudo.
Recuerdo con especial cariño mi segunda inmersión en mar. En superficie estaba cayendo la de Dios. Realmente aquello poco se tenía que diferenciar del diluvio universal. Llegamos a Marina del Este, que era donde hacíamos algunas de las practicas, y el mar se veía bastante picado. Me volví a Juan que era el instructor ese día y le pregunte si nos íbamos a meter a lo que me respondió que por supuesto, que ya que estabamos mojados no teníamos nada que perder, y que después de todo a doce metros de profundidad no se nota que llueve.
En el aparcamiento nos cambiamos muertos de frío, y nos embutimos en los reconfortantes neoprenos desgastados y pasados después de cursos y cursos sin ser repuestos. Nos colocamos los plomos en la cintura y nos anclamos a la espalda la botella agarrada al chaleco. Cogimos las aletas, guantes y gafas y pusimos rumbo a la orilla. Una vez allí escupimos en los cristales, nos calzamos las aletas, reguladores a la boca y poco a poco nos fuimos metiendo de espaldas al mar con los jackets completamente hinchados. Cuando estuvimos todos, Juan hizo la señal de inmersión y todos deshinchamos los chalecos para sumergirnos como si fuésemos fantasmas en el gran azul.
No lo quiero ni pensar. No se veía una mierda, de hecho me costaba Dios y ayuda no perder de vista las aletas de la pareja de buzos que nos precedía, y cada diez segundos alargaba la mano para tocar a mi compañero, para ver si aún seguía ahí.
Un infierno bajo el agua. Allí no había ni peces luna, ni sargos, ni pulpos, ni nada de nada. Se habían quedado todos en casita viendo pasar el temporal y a ocho locos vestidos con trajes de goma, que mantenían a duras penas una especie de formación mientras respiraban como podían a través de un tubo conectado a una botella.
El caso es que entre las corrientes, la poca visibilidad, el esfuerzo físico, el mental, y coño, que era un condenado novato; empecé a consumir aire como si fuese lo último que iba a hacer en la vida. Más que respirar, succionaba oxígeno, era como si me hubiesen abierto el grifo de entrada de aire, y éste se colara desde mi boca a través de mí, saliendo por el mismo sitio sin llegar a pasar por los jodidos pulmones. No veía nada, solo escuchaba mi taquicárdica respiración. Me dolían los gemelos de dar aletas, y por si fuera poco el manómetro indicaba cien, me había cargado la mitad de la botella.
Como buenamente pude busqué a quien me parecía que era el instructor, ya he dicho que apenas se podía ver nada, y le hice la señal de media botella. Seguimos la lucha, yo veía las aletas del que iba delante de mí como iban de un lado para otro, de pronto subía un metro, al instante bajaba dos, hacia la derecha, hacia la izquierda. Era un pelele en manos de la corriente marina. Y yo, intuí, era otro naturalmente. Más nervios, más aire consumido, más cansancio, más dolor en los gemelos, menos oxígeno en la botella.
Al fin llegamos a una calita rodeada de rocas donde la corriente no era tan fuerte, y se veía algo más. Juan, el instructor, hizo la señal de reunión y todos nos aproximamos a él. Leí mi manómetro y al ver la aguja en cincuenta, muy decidido y muy académicamente le hice a Juan la señal de reserva. Parecía que los ojos se le salían de las gafas, se acercó, observó mi manómetro y acto seguido hizo la señal de que me iba a dar una ostia, y después, la de todos para arriba.
No veas la que me cayó allí arriba en la calita, entre el oleaje, la corriente y los gritos de Juan, que se podían escuchar creo yo hasta en Marruecos. Se decidió que yo iría junto al instructor y que regresaríamos buceando en tres metros para consumir menos aire.
Hay que decir que el aire que consume un buzo es entre otras cosas directamente proporcional a la profundidad. A más profundidad, más aire consumido.
Dicho y hecho bajamos a tres metros y colocado junto al instructor pusimos rumbo a la orilla, pero nada más salir de la cala no había ser humano capaz de avanzar con una profundidad de tres metros, nadábamos un metro y la corriente nos retrasaba dos. De modo que de tres metros nada, seis y a Dios gracias.
A mitad de camino me quedé sin aire, por lo que Juan me pasó su segundo regulador, de modo que cuando llegamos a la orilla, me había chupado prácticamente toda la botella del instructor. Fue mi primer percance y la inmersión que me dio mi nombre de guerra. “El Rémora”.
Y a pesar de lo mal que lo pasé seguí erre que erre, hasta verme donde ahora me veo. Jodido y medio ahogado.
Cualquiera diría que estando como estaba mi situación, enredado y sin aire apenas en la botella, lo mejor sería abandonarme y resignarme a morir. Pero el ser humano lo último que pierde es la esperanza y más aún si el ser humano en cuestión es un perfecto cobarde que no quiere morir. Es entonces cuando el ingenio sale a flote y mi caso no es distinto al resto. Como por arte de magia, recordé que en mi bolsillo del chaleco llevaba una maraca, así que decididamente la saqué del bolsillo y empece a hacerla sonar como un loco arriba y abajo, una y otra vez con toda la fuerza que pude poner en el empeño. Y con
tanta fuerza lo hice, que en una de las veces que subía la maraca, me di un tremendo golpe en la cabeza que me hizo sangrar abundantemente, y debido al dolor y al chock la maraca se me escurrió entre los dedos para ir a hacer compañía a mi cuchillo en aquel puñetero y odioso fondo marino. No somos nadie.
Si, ya sé que antes dije que en situaciones críticas el ingenio del ser humano sale siempre a flote. Pero también he dicho que era un cobarde, y como tal especimen inundado de desasosiego y con las ansias de ser salvado olvidé pasarme la cuerda de la maraca a la muñeca, bueno nadie es perfecto.
Las ideas se me agotaban, y lo peor era que el tiempo y el aire también. Miraba hacia un lado y hacia otro pidiendo, rezando por que apareciera mi compañero. Aquel miserable que había pasado de mí. Pero lo único que apareció fue una pareja de tiburones que sin duda habían sido atraídos por mí A positiva, roja, dulce y densa.
Aquellos malditos peces prehistóricos nadaban a mi alrededor como quien se da una vuelta por la mesa del bufe libre antes de coger un plato y ponerse hasta arriba de comida aunque no tenga más apetito, porque sencillamente ya esta todo pagado. Y bueno, ellos no habían pagado nada, pero a ver como diablos les explicaba yo eso.
De hecho los círculos que hacían a mi alrededor eran cada vez más pequeños. Yo me intentaba tapar la herida con el guante pero creo que no era un sistema demasiado eficaz. Además cada vez me costaba más respirar y aunque los nervios me comían, valga tal expresión visto el panorama, el terror, que siempre o al menos casi siempre es un gran aliado, me mantenía inmóvil a pesar de la cercanía de los dos execrables escualos.
Como siempre digo y la historia me ratifica, la resistencia a la muerte de un cobarde es mil veces mayor que la de un valiente. Es por eso por lo que ellos mueren jóvenes siendo héroes, y nosotros, los cobardes, sobrevivimos durante bastante más tiempo siendo
personas normales. Pero ahora lo tenía complicado, por desgracia no tenía a mano a ningún héroe que echar a los tiburones y mi mayor ventaja que es la de salir huyendo, estaba ciertamente algo disminuida por culpa de los malditos cabos de aquel infecto pesquero; que estoy completamente seguro, se hundió solo para poder hacerme esto a mí cuarenta años después.
De pronto y por capricho del destino, recordé que aún tenía una cámara fotográfica con un potente flash, y una boya de descompresión dispuesta a subir a la superficie para marcar mi posición. Eso en otras manos no hubiese significado casi nada, pero en mi poder y ante el terror que me invadía al pensar en mi más que cercana muerte, lo significaba todo. Era la tabla de salvación a la que asirme para salir con bien de una situación que yo definiría, sin demasiado riesgo a equivocarme, como altamente peligrosa para mi integridad física. Que por supuesto es para mí, lo más importante de todo cuanto pueda ser importante en esta vida.
Dicho y hecho, lo primero que hice fue liberar la boya, exhalar en ella algo del putrefacto aire viciado y con sabor a aceite que a estas alturas inhalaba y soltar el cabo. Observé como la boya serpenteaba en dirección a la superficie envidiando cada metro que el anaranjado símbolo fálico ganaba al océano, y observé también que mis hambrientos amiguitos en una reacción que yo humildemente había más o menos calculado, se separaban un poco de mí para vigilar al globo que ascendía rápidamente. Por supuesto no todo podía salir bien al cien por cien, el cabo de la boya que en un principio era de treinta metros lo recorté a doce, porque todo el mundo decía que para qué quería más. Pues para esto pandilla de cabrones, para que la boya no fuese a la deriva y siguiendo su cabo dierais conmigo a la primera. ¿Os parece poco?. A mí desde luego no.
Al cabo de un par de minutos los tiburones habían olvidado el globo naranja y volvían a concentrar su insana curiosidad en mi modesta persona, algo del todo inapropiado diría yo. Sin embargo debía sobreponerme, me costaba pensar y me costaba respirar. El regulador estaba duro como una piedra y el aire, bueno, allí creo que no quedaba más que aceite y un vacío que era irrespirable, pero me resistía a caer desmayado. Así que cuando el primero de los tiburones se aproximó más de lo que yo creía era una distancia prudencial, le solté un flashazo en los ojos que hizo que éste se retirara bruscamente sorprendido por el fogonazo. Un alivio momentáneo pero que de poco servía. Ya no respiraba, empezaba a notarme mareado cuando de pronto observé al gusano de mi compañero, que se aproximaba haciendo caso omiso a los amenazantes escualos. Bien si deseaba que lo devorasen no iba a ser yo quien lo impidiese, y menos en el estado en el que me encontraba. En ese momento el regulador, que ya no suministraba ni aceite, me fue arrancado literalmente al tiempo que un chorro de aire violentaba mi boca seguido de un regulador que emitía un flujo casi celestial, de un oxígeno limpio y potente que llenaba mis células, alveolos, corazón y cómo no, mis más que agradecidos pulmones. Abrí los ojos y pude ver como varios buceadores con largos palos metálicos ahuyentaban a los tiburones, otros dos cortaban los cabos que me mantenían junto al asqueroso pesquero, y mi compañero me observaba mientras me hacía la señal de O.K. Una mierda O.K., mamón que por poco la cago, pensé. Aunque fue peor cuando en el Mar Rojo... pero esa es otra historia. Esta termina así, todos juntos en el barco bebiendo cerveza y recordando el valor que le eché a aquellos malditos tiburones y a la boya que les dio mi posición. Sí, al final casi quedé como un héroe a ojos de todos, aunque vosotros y yo sabemos que eso no es del todo cierto.
Decididamente esto no pinta bien, para que decir otra cosa. Mi situación es lo que mi instructor denominaría sin dudarlo como un serio contratiempo. Y es que como en quince minutos no me salgan branquias, voy a respirar lo mismo que respiró Leonardo DiCaprio al final de la película Titanic, o sea, litros de agua por un tubo.
¿A cuento de qué me metería yo en esta historia?.
Todo empezó con el clásico pique masculino que te corroe las entrañas y que se compone usualmente de estupidez y testosterona al cincuenta por ciento, aunque hay quien dice que ambos ingredientes son completamente indivisibles e irrenunciables en sí mismos.
Exactamente. Solo hizo falta que un amigo nombrara las palabras aventura, cerveza y chicas en la misma frase para que el alter ego que rige mis pensamientos y mi cuerpo, o lo que es lo mismo, mi mente calenturienta, desarrollase fantasías de buceo en cálidas aguas caribeñas rodeado de chicas extraordinariamente voluptuosas y bellas. Buceos en enormes, y antiquísimos pecios buscando tesoros aún por descubrir. Y por supuesto ríos de cerveza y concursos de Miss camiseta mojada en los descansos de las inmersiones.
Al día siguiente ya estaba buscando un curso que se adaptara a mis necesidades. Es decir, que tampoco tuviese que matarme estudiando el librito que imponía la organización y
que fuese lo suficientemente barato para no tener que economizar en mis salidas de fin de semana.
Evidentemente lo encontré, y la verdad es que no puedo decir que me equivocase, ya que me enseñaron más de lo que yo estaba dispuesto aprender. Además el dueño tenía tanto amor a la teórica como yo, y prácticamente la misma querencia a la barra fija; Con lo que a un par de clases de acabar el curso aún no habíamos abierto el libro pero ya había hecho más inmersiones de las preceptivas y nos habíamos bebido media cantina del puerto. Cojonudo.
Recuerdo con especial cariño mi segunda inmersión en mar. En superficie estaba cayendo la de Dios. Realmente aquello poco se tenía que diferenciar del diluvio universal. Llegamos a Marina del Este, que era donde hacíamos algunas de las practicas, y el mar se veía bastante picado. Me volví a Juan que era el instructor ese día y le pregunte si nos íbamos a meter a lo que me respondió que por supuesto, que ya que estabamos mojados no teníamos nada que perder, y que después de todo a doce metros de profundidad no se nota que llueve.
En el aparcamiento nos cambiamos muertos de frío, y nos embutimos en los reconfortantes neoprenos desgastados y pasados después de cursos y cursos sin ser repuestos. Nos colocamos los plomos en la cintura y nos anclamos a la espalda la botella agarrada al chaleco. Cogimos las aletas, guantes y gafas y pusimos rumbo a la orilla. Una vez allí escupimos en los cristales, nos calzamos las aletas, reguladores a la boca y poco a poco nos fuimos metiendo de espaldas al mar con los jackets completamente hinchados. Cuando estuvimos todos, Juan hizo la señal de inmersión y todos deshinchamos los chalecos para sumergirnos como si fuésemos fantasmas en el gran azul.
No lo quiero ni pensar. No se veía una mierda, de hecho me costaba Dios y ayuda no perder de vista las aletas de la pareja de buzos que nos precedía, y cada diez segundos alargaba la mano para tocar a mi compañero, para ver si aún seguía ahí.
Un infierno bajo el agua. Allí no había ni peces luna, ni sargos, ni pulpos, ni nada de nada. Se habían quedado todos en casita viendo pasar el temporal y a ocho locos vestidos con trajes de goma, que mantenían a duras penas una especie de formación mientras respiraban como podían a través de un tubo conectado a una botella.
El caso es que entre las corrientes, la poca visibilidad, el esfuerzo físico, el mental, y coño, que era un condenado novato; empecé a consumir aire como si fuese lo último que iba a hacer en la vida. Más que respirar, succionaba oxígeno, era como si me hubiesen abierto el grifo de entrada de aire, y éste se colara desde mi boca a través de mí, saliendo por el mismo sitio sin llegar a pasar por los jodidos pulmones. No veía nada, solo escuchaba mi taquicárdica respiración. Me dolían los gemelos de dar aletas, y por si fuera poco el manómetro indicaba cien, me había cargado la mitad de la botella.
Como buenamente pude busqué a quien me parecía que era el instructor, ya he dicho que apenas se podía ver nada, y le hice la señal de media botella. Seguimos la lucha, yo veía las aletas del que iba delante de mí como iban de un lado para otro, de pronto subía un metro, al instante bajaba dos, hacia la derecha, hacia la izquierda. Era un pelele en manos de la corriente marina. Y yo, intuí, era otro naturalmente. Más nervios, más aire consumido, más cansancio, más dolor en los gemelos, menos oxígeno en la botella.
Al fin llegamos a una calita rodeada de rocas donde la corriente no era tan fuerte, y se veía algo más. Juan, el instructor, hizo la señal de reunión y todos nos aproximamos a él. Leí mi manómetro y al ver la aguja en cincuenta, muy decidido y muy académicamente le hice a Juan la señal de reserva. Parecía que los ojos se le salían de las gafas, se acercó, observó mi manómetro y acto seguido hizo la señal de que me iba a dar una ostia, y después, la de todos para arriba.
No veas la que me cayó allí arriba en la calita, entre el oleaje, la corriente y los gritos de Juan, que se podían escuchar creo yo hasta en Marruecos. Se decidió que yo iría junto al instructor y que regresaríamos buceando en tres metros para consumir menos aire.
Hay que decir que el aire que consume un buzo es entre otras cosas directamente proporcional a la profundidad. A más profundidad, más aire consumido.
Dicho y hecho bajamos a tres metros y colocado junto al instructor pusimos rumbo a la orilla, pero nada más salir de la cala no había ser humano capaz de avanzar con una profundidad de tres metros, nadábamos un metro y la corriente nos retrasaba dos. De modo que de tres metros nada, seis y a Dios gracias.
A mitad de camino me quedé sin aire, por lo que Juan me pasó su segundo regulador, de modo que cuando llegamos a la orilla, me había chupado prácticamente toda la botella del instructor. Fue mi primer percance y la inmersión que me dio mi nombre de guerra. “El Rémora”.
Y a pesar de lo mal que lo pasé seguí erre que erre, hasta verme donde ahora me veo. Jodido y medio ahogado.
Cualquiera diría que estando como estaba mi situación, enredado y sin aire apenas en la botella, lo mejor sería abandonarme y resignarme a morir. Pero el ser humano lo último que pierde es la esperanza y más aún si el ser humano en cuestión es un perfecto cobarde que no quiere morir. Es entonces cuando el ingenio sale a flote y mi caso no es distinto al resto. Como por arte de magia, recordé que en mi bolsillo del chaleco llevaba una maraca, así que decididamente la saqué del bolsillo y empece a hacerla sonar como un loco arriba y abajo, una y otra vez con toda la fuerza que pude poner en el empeño. Y con
tanta fuerza lo hice, que en una de las veces que subía la maraca, me di un tremendo golpe en la cabeza que me hizo sangrar abundantemente, y debido al dolor y al chock la maraca se me escurrió entre los dedos para ir a hacer compañía a mi cuchillo en aquel puñetero y odioso fondo marino. No somos nadie.
Si, ya sé que antes dije que en situaciones críticas el ingenio del ser humano sale siempre a flote. Pero también he dicho que era un cobarde, y como tal especimen inundado de desasosiego y con las ansias de ser salvado olvidé pasarme la cuerda de la maraca a la muñeca, bueno nadie es perfecto.
Las ideas se me agotaban, y lo peor era que el tiempo y el aire también. Miraba hacia un lado y hacia otro pidiendo, rezando por que apareciera mi compañero. Aquel miserable que había pasado de mí. Pero lo único que apareció fue una pareja de tiburones que sin duda habían sido atraídos por mí A positiva, roja, dulce y densa.
Aquellos malditos peces prehistóricos nadaban a mi alrededor como quien se da una vuelta por la mesa del bufe libre antes de coger un plato y ponerse hasta arriba de comida aunque no tenga más apetito, porque sencillamente ya esta todo pagado. Y bueno, ellos no habían pagado nada, pero a ver como diablos les explicaba yo eso.
De hecho los círculos que hacían a mi alrededor eran cada vez más pequeños. Yo me intentaba tapar la herida con el guante pero creo que no era un sistema demasiado eficaz. Además cada vez me costaba más respirar y aunque los nervios me comían, valga tal expresión visto el panorama, el terror, que siempre o al menos casi siempre es un gran aliado, me mantenía inmóvil a pesar de la cercanía de los dos execrables escualos.
Como siempre digo y la historia me ratifica, la resistencia a la muerte de un cobarde es mil veces mayor que la de un valiente. Es por eso por lo que ellos mueren jóvenes siendo héroes, y nosotros, los cobardes, sobrevivimos durante bastante más tiempo siendo
personas normales. Pero ahora lo tenía complicado, por desgracia no tenía a mano a ningún héroe que echar a los tiburones y mi mayor ventaja que es la de salir huyendo, estaba ciertamente algo disminuida por culpa de los malditos cabos de aquel infecto pesquero; que estoy completamente seguro, se hundió solo para poder hacerme esto a mí cuarenta años después.
De pronto y por capricho del destino, recordé que aún tenía una cámara fotográfica con un potente flash, y una boya de descompresión dispuesta a subir a la superficie para marcar mi posición. Eso en otras manos no hubiese significado casi nada, pero en mi poder y ante el terror que me invadía al pensar en mi más que cercana muerte, lo significaba todo. Era la tabla de salvación a la que asirme para salir con bien de una situación que yo definiría, sin demasiado riesgo a equivocarme, como altamente peligrosa para mi integridad física. Que por supuesto es para mí, lo más importante de todo cuanto pueda ser importante en esta vida.
Dicho y hecho, lo primero que hice fue liberar la boya, exhalar en ella algo del putrefacto aire viciado y con sabor a aceite que a estas alturas inhalaba y soltar el cabo. Observé como la boya serpenteaba en dirección a la superficie envidiando cada metro que el anaranjado símbolo fálico ganaba al océano, y observé también que mis hambrientos amiguitos en una reacción que yo humildemente había más o menos calculado, se separaban un poco de mí para vigilar al globo que ascendía rápidamente. Por supuesto no todo podía salir bien al cien por cien, el cabo de la boya que en un principio era de treinta metros lo recorté a doce, porque todo el mundo decía que para qué quería más. Pues para esto pandilla de cabrones, para que la boya no fuese a la deriva y siguiendo su cabo dierais conmigo a la primera. ¿Os parece poco?. A mí desde luego no.
Al cabo de un par de minutos los tiburones habían olvidado el globo naranja y volvían a concentrar su insana curiosidad en mi modesta persona, algo del todo inapropiado diría yo. Sin embargo debía sobreponerme, me costaba pensar y me costaba respirar. El regulador estaba duro como una piedra y el aire, bueno, allí creo que no quedaba más que aceite y un vacío que era irrespirable, pero me resistía a caer desmayado. Así que cuando el primero de los tiburones se aproximó más de lo que yo creía era una distancia prudencial, le solté un flashazo en los ojos que hizo que éste se retirara bruscamente sorprendido por el fogonazo. Un alivio momentáneo pero que de poco servía. Ya no respiraba, empezaba a notarme mareado cuando de pronto observé al gusano de mi compañero, que se aproximaba haciendo caso omiso a los amenazantes escualos. Bien si deseaba que lo devorasen no iba a ser yo quien lo impidiese, y menos en el estado en el que me encontraba. En ese momento el regulador, que ya no suministraba ni aceite, me fue arrancado literalmente al tiempo que un chorro de aire violentaba mi boca seguido de un regulador que emitía un flujo casi celestial, de un oxígeno limpio y potente que llenaba mis células, alveolos, corazón y cómo no, mis más que agradecidos pulmones. Abrí los ojos y pude ver como varios buceadores con largos palos metálicos ahuyentaban a los tiburones, otros dos cortaban los cabos que me mantenían junto al asqueroso pesquero, y mi compañero me observaba mientras me hacía la señal de O.K. Una mierda O.K., mamón que por poco la cago, pensé. Aunque fue peor cuando en el Mar Rojo... pero esa es otra historia. Esta termina así, todos juntos en el barco bebiendo cerveza y recordando el valor que le eché a aquellos malditos tiburones y a la boya que les dio mi posición. Sí, al final casi quedé como un héroe a ojos de todos, aunque vosotros y yo sabemos que eso no es del todo cierto.