lunes, 29 de junio de 2009

33. UNA BURBUJA EN EL MAR.

Un día como hoy hace ya muchos años cuando apenas tenía 20 años me invitó un amigo a bucear. El trabajaba como instructor de buceo. Me dijo: “vení a bucear cuando quieras para vos es gratis”. Una oferta tan llamativa y extraña no podía pasarla por alto por más conciente que fuera de mi juventud y de las intenciones de mi amigo. A pesar de todo acepté el desafió.

Le comenté que no sabía nadar y me dijo que no importaba que él me ayudaría. Me dijo también que me vistiera con el traje que traía en la mano. Cuando me lo puse me pareció extraño, era casi imposible entrar en ese traje de lo ajustado que lo sentía. Me di cuenta que tenía que ir bien depilada en caso de que no pueda sola con el traje.

Ese día sentía lo que ellos sentían, la emoción del riesgo y de la aventura. En el gomón (en esas épocas no tenían tanto dinero como ahora que tiene unas embarcaciones de lujo) entramos unos turistas, otro instructor, mi amigo y yo. Cuando llegamos a la plataforma pensé que ese era mi fin. La ciudad se veía muy lejana y yo ahí rodeada de agua y sin saber nadar. Nunca sentí tanto miedo de verdad.

Bajar no fue problema, después de cinco minutos de explicación previa de lo que había que hacer. Una vez abajo pasamos una parte oscura pero inmediatamente apareció la luz, los peces, las plantas y todo lo que había para atraer al turista, como por ejemplo un barco viejo en el fondo del mar. Era increíble bucear junto a los peces.

Un mero, un pez chato algo redondo con pequeños ojos intentaba comunicarse conmigo y me miraba fijamente a los ojos como preguntándose si yo era apta para esa excursión. Se colocó frente a mis ojos y me miraba fijamente como cerrándome el paso. Ya ahí comencé a reírme. Otro miraba mis manos porque llevaba las uñas largas y pintadas con un color llamativo. Mi querido amigo instructor se olvidó de decirme que me colocara los guantes.

Fue un instante de descuido mientras uno me miraba el otro me mordía el dedo. Sí, el mero me mordió un dedo y no lo quería soltar. Y yo tentadísima de risa quería contárselo a mi amigo por eso él me llevó a la burbuja de aire que era una especie de campana al revés debajo del agua. En ese lugar pude sacarme lo que tenía en la boca y hablar para contar lo que me había sucedido. Que el mero me había mordido y me había lastimado un poquito el dedo al forcejear los dos. Al final conseguí que lo soltara y de la mordedura salía un poquito de sangre.

Esta anécdota termina con una semana de dolor de oídos. Lamento no haber regresado por más experiencias ya que para mi era gratis. Supongo que era gratis porque en ese entonces era joven y llamaba la atención.