Es verano, todavía.La chica ha dejado de nadar y saca su cabeza a la superficie, regresa del ensueño. Se ha dejado ir una vez más y ahora, como no tarda en constatar, la mecen aguas que le son por completo extrañas. Se ha quedado sola. Y no encuentra la oscuridad, como había esperado, ni tampoco el choque enfurecido de las olas. Ni siquiera el chapoteo del resto del grupo nadando a sus espaldas. Sólo el silencio, y una penumbra de plata que le permite adivinarse flotando en medio de la noche mas mansa que jamás haya tenido mar alguno. Unos pocos metros más allá de donde se encuentra, la mole oscura de una pared de roca recortándose contra el fondo añil estrellado del cielo. Una casa arriba con las luces apagadas y un bosque de pinos a su alrededor. Y bajo todo esto, dejando que en su arena chisporroteen los últimos rescoldos del calor diurno, el refugio de una playa escondida que apura sus horas de descanso.
Se acerca al rompiente de las olas nadando de espaldas, cara a cara con la luna que le esquiva la mirada. De asuntos íntimos entre la luna y el mar sabe la chica algo. Un comportamiento sembrado de coincidencias que los delata como amantes viejos. Y por esa misma lógica, por el vínculo secreto que la une también a ella con los mecanismos de la noche, no es extraño que la invada ahora esta paz adormecida que sólo es comparable a la que reina fuera. Cuando siente cercana la arena del fondo deja de impulsarse y se queda flotando con los ojos perdidos en el otro océano, el que ahora le guiña cien millones de ojos con complicidad. Si tan sólo pudiera dejarse caer hacia arriba, piensa, y zambullirse de súbito en él. Allí sí que se acabaría mirar hacia atrás, y sería solo nadar y nadar para siempre. Y en este momento parece tan fácil hacerlo...
-¡Hola!
No ha notado la presencia del chico hasta que lo tiene encima. Pero su voz ya ha violado el instante, y en una ráfaga de espuma su cuerpo abandona la horizontalidad para ocultarse. Para ocultar su desnudez. Sólo ahora una cabeza que parpadea sobre la superficie, mirando con aprensión al recién aparecido. Moreno y delgado, de pelo enroscado y piel casi tan oscura como el agua que le cubre hasta el pecho. Es guapo, o al menos a ella se lo parece.
-¡Oye, no te asustes!-dice- Creí que me habrías oído llegar. Estabas ahí tan quieta... me dije, a lo mejor le ha pasado algo.
También su voz es bonita y tranquilizadora. Aún así, ella no destensa los músculos, ni abandona su posición. Ningún gesto en falso por parte de él. Mantiene la distancia mientras la examina intrigado.
-Ese pelo rubio, esos ojos azules- le dice después-,¿Tú no eres de por aquí, verdad?.
La chica mueve la cabeza un poco a cada lado, negando o quizás analizando posibles vías de escape.
-¿Hablas mi idioma, al menos?.
-Un poco- tarda en contestar ella con un susurro parecido al de la espuma a sus espaldas.
-¡Perfecto!-la risa del chico también burbujea y se mezcla con el siseo del rompiente.-Me ha sorprendido encontrar a alguien aquí, a estas horas...Las veces que vengo siempre está vacío.
-Es un buen sitio-dice ella, ya más alto.
-Lo mismo me parece a mí. Pero la gente de por aquí no piensa igual. Esta playa no tiene buena fama, ¿sabes?. Dicen que ocurren cosas misteriosas...
Cosas misteriosas. Dos palabras, y la debilidad por los secretos de la chica aflora y explota como una burbuja, y su cara se ilumina. Pasajera por la edad del sueño, al fin y al cabo, y más permeable que nunca a la belleza de lo extraño. ¿Cómo iba a estar teniendo esta conversación si no fuese así?. -¿Qué cosas?.
-Cosas. Apariciones. Eso. Creo que tiene que ver con un hecho trágico que pasó aquí hace mucho. Pero supongo que no es momento para viejas historias, ¿no?.
Ella sacude otra vez su cabeza, pero no para negar. Tan sólo mira a su alrededor, estimando cuánto tiempo le queda aún a esta cita improvisada, cuánto mas pueden tardar en aparecer sus compañeras nadando tras el recodo y lo que éstas dirán si la ven así. Y luego toma una decisión.
-Vale- dice bajito.- Cuéntame, si quieres...pero rápido.
-Como quieras. –dice él. Y comienza.
Mario y Sergio, dice, nacieron en el pueblo de aquí al lado. Sergio era hijo de un pescador, y el padre de Mario era el dueño del hotel. Un día, cuando los dos eran tan sólo unos renacuajos, se escaparon de la escuela y vinieron hasta esta playa a pasarse la tarde jugando, y se quedaron dormidos junto al mar con la frente ardiendo de felicidad. Dos cosas sucedieron en ese día de descubrimientos que les marcarían para siempre y unirían su destino hasta las últimas consecuencias. La primera de ellas fue que ambos se juraron amistad hasta la muerte, tan en serio como siempre lo hacen los niños. La segunda fue que mientras dormían a su lado, el mar, que es siempre caprichoso, lanzó hasta ellos su tentáculo transparente y los embrujó. Marcó sus corazones y a partir de ese momento los dos pasaron a pertenecerle. Y a medida que crecieron y desarrollaron sus capacidades, la influencia de estos hechos fue cada vez mas evidente. Por un lado, su amistad fue haciéndose más y más fuerte con los días. Por el otro, el encantamiento les llevó de vuelta una y otra vez al abrazo del agua, primero con algo de miedo, pero poco a poco aceptando, comprendiendo, cabalgando. Se convirtieron en los mejores buceadores que jamás hubiera visto nadie del pueblo. Tan sólo unos críos, y ya parecían dos peces resabiados, por cómo se lanzaban al gran azul como si fuera su casa y por la facilidad con la que se movían cuando estaban dentro. Al final de cada verano, coincidiendo con las fiestas del pueblo, se celebraba en el puerto una competición de buceadores que había llegado a ser bastante famosa por los alrededores. La reina de las fiestas arrojaba al mar un doblón antiguo de oro, perteneciente al tesoro histórico del pueblo, para que todos los participantes lo buscasen por el fondo, hasta que alguno de ellos emergía con él. Imagínate. Allí se citaban los mejores nadadores de la región, y el que recuperaba la moneda era considerado el mejor durante un año entero. Aunque a los dos niños les había fascinado este concurso desde muy pequeños, la participación estaba limitada a mayores de edad, y se habían tenido que conformar siempre por verlo desde la primera fila, conteniendo las ganas de quitarse la ropa y saltar al agua. Pues bien, el verano en el que los dos tenían once años ya no pudieron resistirse más. Apenas hubo engullido la superficie del agua el doblón y sonado el disparo de salida ambos se abalanzaron mezclándose con el resto de los jugadores. Y mucho antes de se hubiera desvanecido la última onda ya habían llegado a dónde se había visto por última vez brillar a la moneda. Allí se pararon, y la gente atónita del pueblo los vio tomar aire una última vez antes de que se los tragase el agua. Hubo un silencio total. Los demás participantes habían dejado de nadar a mitad de camino, y miraban alternativamente a los espectadores y al sitio donde habían desaparecido los chicos. Pasó un minuto, y luego otro. Y casi otro más cuando ya todo el mundo se temía lo peor, pues no les parecía posible aguantar tanto sin respirar. Y de repente fue una línea de burbujas, y luego el agua hirviendo. Luego un estallido, la erupción súbita de un volcán de espuma. Y en una bocanada triunfal los dos emergieron al aire llevando en sus manos alzadas y unidas algo parecido a un retal de sol. El doblón. Los dos juntos lo habían conseguido y los dos eran ganadores. Y ya nadie volvió a ganar aquella competición en los años siguientes. Pronto fueron conocidos en toda la zona. Tan diferentes y sin embargo iguales como gotas cada vez que se zambullían, de tal manera que era imposible decir cuál de ellos era el mejor. Como un solo ente en el agua, dotado de dos cuerpos. Siendo todavía unos imberbes ya los había contratado el padre de Mario como monitores de submarinismo para los turistas del hotel, cosa que les permitió pasar mucho más tiempo juntos. Ellos dos, y el mar. Tiempos felices que como tales pasaron rápido. Se hicieron casi adultos en un suspiro, y llegó el tiempo de la responsabilidad y la preparación para el futuro. Mario partió a finales de Septiembre para empezar sus estudios en la capital, y Sergio se quedó en el pueblo ayudando a su padre en la faena mientras esperaba el verano. Y cada vez que su amigo regresaba, no había terminado éste aún de deshacer las maletas y ya estaban corriendo juntos al abrigo del mar. Cuatro o cinco años exprimiendo las vacaciones hasta que Mario terminó su carrera. Y llegó el último Junio, cuando desde la caseta donde se guardaba el equipo Sergio vio el coche de su amigo encarar la entrada del hotel. El automóvil se detuvo y él salió, delgado y pálido como cada vez que regresaba de la ciudad. Tengo una sorpresa, le dijo tras abrazarle, mira ahí. Y la otra puerta se abrió y de ella salió la chica más hermosa que Sergio hubiese visto en su vida.
Así que tú eres Sergio, dijo ella. Mario me ha hablado mucho de ti. Sí, contestó Sergio con un poco de rubor, ¿y tú?. Laura, le respondió Mario.¡Vaya!, exclamó Sergio mirando a los dos, ¡o sea que mi buen amigo se ha echado novia en la ciudad!. Ya ves, contestó Mario. Se quedará hasta septiembre y luego ya veremos. Quiero enseñarle todo esto. El pueblo, el mar, la playa... ¿ No te importa que venga ella también a nuestra playa?. Quedaron las puertas del coche abiertas mientras las risas de los tres ya se perdían tras el recodo que llevaba de regreso a la cala. Fue aquella una estación calurosa en la que el mar se mantuvo tranquilo, y esto atrajo a muchos más turistas que los años anteriores. A Mario le tocó pasarse muchos días encerrado en la oficina ayudando a su padre con las finanzas hasta tarde, y Laura se pasaba casi todo el día sola, tomando el sol o leyendo. Sergio empezó a enseñarla a bucear con bombona, y aprendía rápido. Pronto los dos, con Mario cuando podía unírseles, empezaron a profundizar en sus exploraciones y a hacer más largos y sorprendentes sus paseos submarinos. Ella estaba fascinada desde el primer instante. Por la belleza del mar, en principio, pero también cada vez más por el misterio que parecía envolver a su nuevo profesor. Una tarde, mientras guardaban el equipo le dijo, sois muy amigos , ¿verdad?. Los que más, contestó él. Se nota, dijo ella. Tenéis la misma mirada, como si tuvieseis por seguro que estáis destinados a algo grande, algo que no está al alcance de los humanos corrientes. Pero en él esa fuerza está ya contenida, limada por el mundo. En ti, sin embargo, se ve aún tan fuerte. Tan salvaje. ¿Y eso qué significa?, preguntó Sergio, bajando la vista de repente. Nada, contestó ella, o todo, en realidad. En ese momento llegó Mario y la conversación hubo de volver a los cauces normales. Pero esa noche, después de haber despedido a la pareja, Sergio no pudo dormir. Sólo tenía clavado en su cabeza el torrente dorado del pelo de Laura, la piel pecosa y algo quemada en sus hombros, el olor a bronceador y a sal que a ratos le enviaba. Cuando a la mañana siguiente regresó al hotel y volvió a verla comprendió que había dejado de ser dueño de su destino y que estaba condenado a acabar en donde el revés de la tempestad quisiera dejarle. Ni una palabra antes de la inmersión, ni después. Pero cuando hubieron terminado corrió hacia este lugar, y se sentó en la arena a esperar. Y, como temía, ella no tardó en aparecer. Jamás la había deseado tanto Sergio como en aquel instante, al ver descender el camino su pareo florido, su camiseta descosida, el lazo rojo alrededor de su pelo soleado. Siento lo de ayer, dijo ella. No debí decir eso. Sergio callaba. No quiero que me entiendas mal, continuó, yo jamás le haría daño a Mario, y sé que tú tampoco. Yo te lo dije porque... porque... y ya tenía los labios de Sergio presionados contra los suyos, y su cuerpo impaciente cayendo en ella para descubrir los misterios oscuros y cálidos de sus profundidades.
Mario tiene que saber esto, dijo Sergio después, cuando ya los dos reposaban desnudos sobre la arena. Tenemos que decírselo. Mientras se amaban, el calor dulzón de aquella mañana se había convertido en un bochorno pegajoso y eléctrico que pegaba a sus cuerpos los rastros de sudor culpable. Yo se lo diré, contestó Laura. Soy la causante de todo.¿Y qué pasará entonces?, dijo él, ¿Te quedarás conmigo?. No puedo hacer otra cosa, le contestó ella. Mario lo comprenderá, ya verás, dijo Sergio. Después de todo somos los mejores amigos. Lo golpeó un frío latigazo de arena mientras hablaba. Se había levantado un viento cortante que los hizo correr por toda la playa a la caza de sus ropas. Tú vete a casa y espérame, le dijo Laura, me reuniré allí contigo cuando todo haya terminado. Mientras comenzaban a clavarse en la arena, alfileres dispersos, las primeras gotas del temporal, Laura y Sergio se besaron por última vez y se separaron.
Esa tarde las horas pasaron lentas. Sergio recorrió su habitación mil veces, escuchando el repiqueteo de la lluvia y los truenos, incapaz de mantener un mínimo pensamiento coherente. Laura se retrasaba. Hacía tiempo que debería estar con él, pero no aparecía. El corazón le dio un vuelco cuando escuchó los golpes en la puerta. Pero no era ella quien apareció, sino Mario. Sergio, le dijo, tenía que verte. He venido corriendo en cuanto terminé de trabajar.¿Qué pasa?, contestó Sergio desconcertado. Quería hablarte de Laura, dijo él. Ya sé que la has tratado muy bien, y que ha aprendido mucho contigo este verano .Pero ¿Qué piensas en serio de ella?.¿Te gusta?. No sé por qué me preguntas esto, contestó Sergio nervioso. Te lo pregunto porque ella es lo que más quiero en esta tierra, y necesito saber que a ti también te parece bien. Ella te aprecia. No veo a donde quieres llegar, intentaba escaparse Sergio. No veo a dónde quieres llegar. Sergio, le cortó su amigo, esta tarde le he pedido a Laura que se case conmigo y ella ha aceptado.
La volvió a encontrar en la playa, como había supuesto. Había echado a correr dejando a su amigo con la palabra en la boca. Pero ya no le importaba lo que éste pudiera pensar. Era poco más que un demente con una única obsesión: Tan sólo plantarle cara a ella, afrontar el frío verdoso de su mirada, arrancarle a la fuerza un porqué. Ella estaba ahí arriba, casi donde las rocas, mirando al mar encabritado golpear el arrecife. El mar, que parecía haber estado reservándose durante todo el verano para estallar precisamente en este día. Cuando ella se giró, sin que Sergio hubiese dicho aún ni una palabra, relucían en su cara gotas diferentes a las de la lluvia, picantes y amargas, tan difíciles de tragar como la propia verdad. Entonces ya te lo ha dicho, le habló sin atreverse a mirarlo. ¿Y tú?, contestó él. ¿Tú que tienes que decir?.No pude contárselo, Sergio. No pude. Ni siquiera me dejó tiempo para hablar.¡Pero has aceptado!, gritaba él. Sí, contestó ella.¿Y qué otra cosa iba a hacer?. El futuro, Sergio, es algo demasiado complicado y demasiado serio para arriesgarlo por el capricho de un verano.¿Capricho?, Sergio no podía creer lo que escuchaba.¡Esta mañana dijiste que me querías!. Y no te mentía, dijo Laura. ¿Y entonces por qué me niegas ahora?, le replicó él cogiéndola del brazo. ¿Por un buen partido? ¿Por una seguridad?. No, Sergio. No sólo por eso, y ella le devolvió la mirada por primera vez. También acepté porque lo quiero, igual que te quiero a ti. Sin darse cuenta, se abrazaban de nuevo bajo aquella lluvia que les calaba hasta el alma, y Sergio notaba muy fácil y muy cercano el dejarse arrastrar. El besarla de nuevo y aceptar las reglas del juego diabólico que proponía entre líneas. No le hizo falta ni pensar si era capaz de hacerle aquello a su amigo, porque lo hizo volver a la realidad el sonido de un grito a sus espaldas. Como respondiendo a sus dudas, el resplandor crudo de un rayo iluminó en lo alto del camino la silueta de Mario.
¡Cómo has podido hacerme esto!, gritaba. ¡Eras mi amigo!. Ambos pronto fueron un revoltijo de furiosa carne rodando por la hierba mojada¡ Siempre me has envidiado, eso es lo que te pasa!, decía Mario,¡Siempre has querido tener lo que yo tenía, incluso si para ello era necesario robarlo!.Entre trueno y trueno, estremecía el aire de este lugar el eco de palabras que tal vez deberían haber sido dichas hacía mucho.¡Tú jamás la quisiste!, contestaba Sergio, ¡Sólo era una posesión más con la que hacerme sentir inferior!. ¡Sabes que siempre he sido mejor que tú en todo!¡Incluso buceando! dijo Mario.¡Cállate!, gritó Sergio. ¡Yo te podría machacar en cualquier momento!.¡ ¡Incluso ahora, si quieres, con este mar!.¿Ah, si? ¿Pues por qué no probamos?.¡Basta!, gritó Laura curvada sobre sí misma, ¡Basta!. Una furia aún mayor que la de los dos contendientes la invadía. ¿Es que eso es lo que soy para vosotros?, les inquirió. ¿El premio de una competición? .¿Es eso ,le dijo a Mario mientras se quitaba el anillo de compromiso que horas antes éste le había regalado, lo que yo represento para ti? .¿Y para ti?, le dijo también a Sergio. Y ninguno de los dos contestó. Pues entonces competid si es eso lo que queréis, dijo mientras arrojaba el anillo a la boca de las olas salvajes, porque yo seré tan sólo del que rescate el anillo del agua.
No era posible y ella lo sabía. Sabía que nadie era capaz de sacar aquel trozo de metal a pulmón desde las profundidades, y lo había lanzado para intentar demostrarles a los dos lo absurdo del enfrentamiento, hacerlos recapacitar. Pero cometía un error. No tenía en cuenta que Mario y Sergio estaban hechos al mar y eran aún muy jóvenes y orgullosos. No había dicho ella nada más, y ya habían desaparecido los dos en el rugir del agua, contentos de que aquel día ,por fin , se decidiese en duelo privado quién era el mejor. El vientre del océano era más inhóspito y violento si cabe que su exterior, y aquí y allá flotaban jirones de algas que dificultaban el descenso de los jóvenes. Tenían que hacer verdaderos esfuerzos para que la fuerza de las corrientes no les destrozase contra el filo negro de las rocas. Sin embargo, ellos habían aprendido a conocerlo bien, hasta en sus malos momentos, y aún en una situación como ésta eran capaces de plantarle cara con dignidad. Era un momento mítico aquel, dos semidioses rebelándose contra el poder desatado de una fuerza de la naturaleza. El agua sabía a tierra, a sangre negra y a electricidad. Ramalazos de furia los llevaban como peleles en todas las direcciones. Sergio no era capaz de ver casi ni sus brazos agitándose frente a sí. Subir a tomar aire, y bajar, y a veces entre la turbulencia aparecía la figura de Mario, también loco en la búsqueda, y entonces los dos se empujaban e intentaban ahogarse durante unos segundos antes de continuar cada uno por su lado. Y fue en uno de estos encuentros donde los sorprendió el golpe de corriente. En un segundo de pavor ambos se vieron lanzados al corazón de un torbellino que, tras vapulearlos con mil vueltas, los lanzó derechos a la boca negra del arrecife. Mario pudo nadar hacia arriba y alcanzó la superficie. Sergio también esquivó las rocas por muy poco, pero no pudo evitar ser arrastrado hacia abajo por la violenta descarga. Se dejó girar, convertido él en otro remolino, hasta que sintió cómo su mano rozaba el áspero fondo arenoso. Le quedaba poco aire. Asentó sus piernas en la arena, y se dispuso a impulsarse hacia arriba. Y cuando iba a salir lanzado lo vio frente a él. Semienterrado en la arena, pero aún así rodeado de un halo fantasmal, como un rayo de sol rebelde en aquel infierno de esmeralda oscuro. Sergio estiró su brazo temiendo que fuese sólo una ilusión, otro engaño más de aquel mar traidor y sediento de sangre, pero sus dudas se disiparon cuando sintió en la palma de su mano el abrasador mordisco del oro maldito. En el rápido ascenso posterior pasó una vez más al lado de Mario, que descendía tras haber tomado aire. No tuvo mejor ocurrencia para ese momento que mostrarle su trofeo. La superficie y la victoria estaban ya muy cerca. Pero no contaba con que Mario, no pudiendo soportar la visión de su rival triunfante, haría todo lo posible porque no saliese del agua tan fácilmente. Nadó contra él y lo hizo volver a hundirse, cogiéndolo por la pierna, y luego comenzó un forcejeo furioso por abrirle la mano y arrebatarle el tesoro. La lucha volvió a llevarlos muy profundo, donde la luz desaparecía. Y a medida que se hundían, Sergio fue sintiendo cómo su visión se nublaba de rojo y dejaba de controlar su cuerpo. Fue entonces cuando comprendió que jamás volvería a respirar el aire del exterior. Justo antes de dejar entrar instintivamente una bocanada salada que lo inundó por dentro, abrió el puño y puso el anillo en la mano de su amigo. Luego tan sólo se dejó ir hacia el fondo. Lo último que vio en su caída fue la figura de Mario recortada contra la luz del exterior, haciéndose lejana y borrosa . Luego la oscuridad lo cubrió.
Volvió en sí cuando ya había anochecido, respirando el aire limpio de después de la tempestad. Habían llegado las estrellas, y el mar que hacía un momento desplegaba su ira era una inmensa e inofensiva balsa de aceite plateado. Se descubrió tumbado sobre la arena, cerca de donde iban a deshacerse las olas. Vivo, y también solo. Sergio se levantó, y miró alrededor. No recordaba muy bien lo que había pasado, y no veía a Laura por ningún sitio, ni a Mario. Frente a él destacaban sobre la arena dos líneas de pisadas. Unas, más profundas, como si el que las hubiera hecho llevase encima un gran peso, saliendo del mar. Otras, más leves, perdiéndose de regreso en él. Sólo entonces, al mirar abajo, reparó Sergio en que había mantenido el puño cerrado desde que se despertase. Y sólo entonces lo abrió.
En el centro de su mano, circular y perfecto como el corazón de algunas historias, estaba el anillo.
-Es triste- dice la chica tras unos segundos de silencio- pero no entiendo su final. No tiene sentido. A lo mejor Mario hubiera salvado a su amigo, sí. Pero, ¿por qué le devolvió el anillo?¿Y por qué regresó después aquí?.
-Ya veo que no has entendido nada- la corta él. Mientras contaba la historia se ha escondido la luna y ahora su voz sale de la oscuridad, profunda y ampliada por un eco de caracola.
-¿Entender?, dice ella. ¿Entender el qué?.
-Tú eres muy joven aún, niña. -contesta su voz- Pero seguro que sabes ya que el amor en la tierra es voluble y frágil, y está condenado a ir apagándose mientras cambia con cada edad. Y que el amor del mar, por el contrario, es fiel e inmutable y por tanto eterno. Quizás Mario entendió eso mismo cuando casi era ya tarde, pero no demasiado. Y a lo mejor, sólo a lo mejor, al lograr entenderlo fue él, y no Sergio, quien acabó consiguiendo a su verdadero amor aquel día.
- ¡¡¡Pero eso no puede ser!!!-contesta ella enojada, y saca sus manos del agua para golpear la superficie a cada frase.-¡El mar jamás pudo corresponderle en su amor!¡Mario no era de aquí! ¡No estaba hecho para vivir aquí, ni para amar esto con tanta intensidad ¡Pero si él era, él era...- se para un momento antes de decir la palabra, como valorando la totalidad de su significado-...era un hombre!.
-¿Y qué?-le contesta el chico, y su voz va sonando más alta cada vez. Se está acercando- ¿No salimos nosotros los hombres también de aquí, al principio? ¿Y no estamos hechos, al fin y al cabo , de agua y sueños y de poco más?.¿Y no son las corrientes de nuestro corazón a veces más impredecibles y misteriosas aún que las suyas?.¿Qué diferencia nuestros sueños, entonces, de los que tienen los de aquí?.Dime, niña- pregunta ya al oído de la chica.- ¿Es que no podemos ser nosotros también hijos del agua
igual que tú?.
Y de pronto ella tiene enfrente su cara, y puede oler por primera vez el aliento amargo y salino, triste, monótono como el de los ahogados. Y puede ver cosas que no había visto antes, cuando hablaba con él a distancia. Puede ver cómo ha reverdecido el tiempo sus facciones, cómo le ha dado a sus dientes el caoba profundo de la madera corroída y a sus ojos el brillo frío del fuego de San Telmo. Cómo le ha pegado la piel a los huesos hasta volverla pergamino húmedo, escrito con quién sabe qué palabras. Pero lo importante son sus ojos, la chica lo comprende al fin. Esos ojos que pueden ver a través del agua, que son el mismo agua. Esos ojos que la ven desnuda, que han sabido desde el principio lo que ella es. La chica grita con el chillido de la gaviota hambrienta. Pero no puede hacer nada , porque todo él es ya una ola oscura que se abalanza y la obliga a debatirse bajo el agua en un colear histérico y furioso. Terror, terror absoluto, y en medio de él una mano firme y real que la agarra del brazo, y tira hacia afuera de su cuerpo.
-¡¡Te pillé!!
En la superficie ha vuelto la luz, y son perceptibles las cabezas de todo el resto del grupo a su alrededor. Han tardado en alcanzarla. Aquí y allá nadan todas, soltando de vez en cuando alguna onda reveladora a sus espaldas. Mientras que aún se recupera del susto, la rodean con ojos curiosos y preguntas.
-¿Dónde te habías metido?-dice una.- Llevamos un rato buscándote.
-Me perdí.-miente.
-¿Y porqué gritabas?- pregunta otra.-¿Porqué estabas agitándote así cuando llegamos?.
-Creo que me quedé dormida, y soñé que hablaba con alguien.
-¿Con alguien?, le inquieren todas a la vez,¿Y con quién?. ¿Con un humano?
-No- les contesta ella algo triste.- En realidad, no.
Dejan las aguas de la playa sin decir más, y nadan despacio hacia el cabo para encontrarse con el fresco abrazo del mar abierto. Y sólo ella le devuelve la mirada al mundo de los hombres antes de dar la curva, y le parece quizás ver una sombra o una pequeña turbulencia en el sitio donde hace un momento escuchó a la alucinación. El guiño de dos ojos dorados tras lo oscuro. Pero sólo es el halo de la luna, que ha asomado su nariz por entre la colcha de nubes para ver que todo sigue bien. Antes de partir, saca del agua su larga cola y la estira, moviéndola un par de veces arriba y abajo, y dice adiós a la manera lenta de las ballenas con el reflejo bailando sobre sus escamas. Y poco después todo el grupo es una colonia de estrellas fugaces hacia el horizonte, otro relámpago plateado por la ancha estela .Ella va la primera de nuevo, y tiene en su garganta una canción extraña que habla sin palabras de la inmensa fortuna que es poder tocar con las manos los secretos y estar sin embargo libre para olvidarlos a cada instante. Para olvidarlos como ha olvidado ya la playa, y la mirada fija del chico, y su historia significase lo que significase. En un momento, cuando encare sola las corrientes del sur y silben en sus oídos otra vez las promesas vibrantes del amanecer, habrá olvidado incluso a sus compañeras, ya que corta es la memoria del agua y más corta aún la de sus hijos. Y ella siempre ha sido, después de todo, la mejor nadadora.
Mejor, mucho mejor, que cualquier otra del grupo.
Se acerca al rompiente de las olas nadando de espaldas, cara a cara con la luna que le esquiva la mirada. De asuntos íntimos entre la luna y el mar sabe la chica algo. Un comportamiento sembrado de coincidencias que los delata como amantes viejos. Y por esa misma lógica, por el vínculo secreto que la une también a ella con los mecanismos de la noche, no es extraño que la invada ahora esta paz adormecida que sólo es comparable a la que reina fuera. Cuando siente cercana la arena del fondo deja de impulsarse y se queda flotando con los ojos perdidos en el otro océano, el que ahora le guiña cien millones de ojos con complicidad. Si tan sólo pudiera dejarse caer hacia arriba, piensa, y zambullirse de súbito en él. Allí sí que se acabaría mirar hacia atrás, y sería solo nadar y nadar para siempre. Y en este momento parece tan fácil hacerlo...
-¡Hola!
No ha notado la presencia del chico hasta que lo tiene encima. Pero su voz ya ha violado el instante, y en una ráfaga de espuma su cuerpo abandona la horizontalidad para ocultarse. Para ocultar su desnudez. Sólo ahora una cabeza que parpadea sobre la superficie, mirando con aprensión al recién aparecido. Moreno y delgado, de pelo enroscado y piel casi tan oscura como el agua que le cubre hasta el pecho. Es guapo, o al menos a ella se lo parece.
-¡Oye, no te asustes!-dice- Creí que me habrías oído llegar. Estabas ahí tan quieta... me dije, a lo mejor le ha pasado algo.
También su voz es bonita y tranquilizadora. Aún así, ella no destensa los músculos, ni abandona su posición. Ningún gesto en falso por parte de él. Mantiene la distancia mientras la examina intrigado.
-Ese pelo rubio, esos ojos azules- le dice después-,¿Tú no eres de por aquí, verdad?.
La chica mueve la cabeza un poco a cada lado, negando o quizás analizando posibles vías de escape.
-¿Hablas mi idioma, al menos?.
-Un poco- tarda en contestar ella con un susurro parecido al de la espuma a sus espaldas.
-¡Perfecto!-la risa del chico también burbujea y se mezcla con el siseo del rompiente.-Me ha sorprendido encontrar a alguien aquí, a estas horas...Las veces que vengo siempre está vacío.
-Es un buen sitio-dice ella, ya más alto.
-Lo mismo me parece a mí. Pero la gente de por aquí no piensa igual. Esta playa no tiene buena fama, ¿sabes?. Dicen que ocurren cosas misteriosas...
Cosas misteriosas. Dos palabras, y la debilidad por los secretos de la chica aflora y explota como una burbuja, y su cara se ilumina. Pasajera por la edad del sueño, al fin y al cabo, y más permeable que nunca a la belleza de lo extraño. ¿Cómo iba a estar teniendo esta conversación si no fuese así?. -¿Qué cosas?.
-Cosas. Apariciones. Eso. Creo que tiene que ver con un hecho trágico que pasó aquí hace mucho. Pero supongo que no es momento para viejas historias, ¿no?.
Ella sacude otra vez su cabeza, pero no para negar. Tan sólo mira a su alrededor, estimando cuánto tiempo le queda aún a esta cita improvisada, cuánto mas pueden tardar en aparecer sus compañeras nadando tras el recodo y lo que éstas dirán si la ven así. Y luego toma una decisión.
-Vale- dice bajito.- Cuéntame, si quieres...pero rápido.
-Como quieras. –dice él. Y comienza.
Mario y Sergio, dice, nacieron en el pueblo de aquí al lado. Sergio era hijo de un pescador, y el padre de Mario era el dueño del hotel. Un día, cuando los dos eran tan sólo unos renacuajos, se escaparon de la escuela y vinieron hasta esta playa a pasarse la tarde jugando, y se quedaron dormidos junto al mar con la frente ardiendo de felicidad. Dos cosas sucedieron en ese día de descubrimientos que les marcarían para siempre y unirían su destino hasta las últimas consecuencias. La primera de ellas fue que ambos se juraron amistad hasta la muerte, tan en serio como siempre lo hacen los niños. La segunda fue que mientras dormían a su lado, el mar, que es siempre caprichoso, lanzó hasta ellos su tentáculo transparente y los embrujó. Marcó sus corazones y a partir de ese momento los dos pasaron a pertenecerle. Y a medida que crecieron y desarrollaron sus capacidades, la influencia de estos hechos fue cada vez mas evidente. Por un lado, su amistad fue haciéndose más y más fuerte con los días. Por el otro, el encantamiento les llevó de vuelta una y otra vez al abrazo del agua, primero con algo de miedo, pero poco a poco aceptando, comprendiendo, cabalgando. Se convirtieron en los mejores buceadores que jamás hubiera visto nadie del pueblo. Tan sólo unos críos, y ya parecían dos peces resabiados, por cómo se lanzaban al gran azul como si fuera su casa y por la facilidad con la que se movían cuando estaban dentro. Al final de cada verano, coincidiendo con las fiestas del pueblo, se celebraba en el puerto una competición de buceadores que había llegado a ser bastante famosa por los alrededores. La reina de las fiestas arrojaba al mar un doblón antiguo de oro, perteneciente al tesoro histórico del pueblo, para que todos los participantes lo buscasen por el fondo, hasta que alguno de ellos emergía con él. Imagínate. Allí se citaban los mejores nadadores de la región, y el que recuperaba la moneda era considerado el mejor durante un año entero. Aunque a los dos niños les había fascinado este concurso desde muy pequeños, la participación estaba limitada a mayores de edad, y se habían tenido que conformar siempre por verlo desde la primera fila, conteniendo las ganas de quitarse la ropa y saltar al agua. Pues bien, el verano en el que los dos tenían once años ya no pudieron resistirse más. Apenas hubo engullido la superficie del agua el doblón y sonado el disparo de salida ambos se abalanzaron mezclándose con el resto de los jugadores. Y mucho antes de se hubiera desvanecido la última onda ya habían llegado a dónde se había visto por última vez brillar a la moneda. Allí se pararon, y la gente atónita del pueblo los vio tomar aire una última vez antes de que se los tragase el agua. Hubo un silencio total. Los demás participantes habían dejado de nadar a mitad de camino, y miraban alternativamente a los espectadores y al sitio donde habían desaparecido los chicos. Pasó un minuto, y luego otro. Y casi otro más cuando ya todo el mundo se temía lo peor, pues no les parecía posible aguantar tanto sin respirar. Y de repente fue una línea de burbujas, y luego el agua hirviendo. Luego un estallido, la erupción súbita de un volcán de espuma. Y en una bocanada triunfal los dos emergieron al aire llevando en sus manos alzadas y unidas algo parecido a un retal de sol. El doblón. Los dos juntos lo habían conseguido y los dos eran ganadores. Y ya nadie volvió a ganar aquella competición en los años siguientes. Pronto fueron conocidos en toda la zona. Tan diferentes y sin embargo iguales como gotas cada vez que se zambullían, de tal manera que era imposible decir cuál de ellos era el mejor. Como un solo ente en el agua, dotado de dos cuerpos. Siendo todavía unos imberbes ya los había contratado el padre de Mario como monitores de submarinismo para los turistas del hotel, cosa que les permitió pasar mucho más tiempo juntos. Ellos dos, y el mar. Tiempos felices que como tales pasaron rápido. Se hicieron casi adultos en un suspiro, y llegó el tiempo de la responsabilidad y la preparación para el futuro. Mario partió a finales de Septiembre para empezar sus estudios en la capital, y Sergio se quedó en el pueblo ayudando a su padre en la faena mientras esperaba el verano. Y cada vez que su amigo regresaba, no había terminado éste aún de deshacer las maletas y ya estaban corriendo juntos al abrigo del mar. Cuatro o cinco años exprimiendo las vacaciones hasta que Mario terminó su carrera. Y llegó el último Junio, cuando desde la caseta donde se guardaba el equipo Sergio vio el coche de su amigo encarar la entrada del hotel. El automóvil se detuvo y él salió, delgado y pálido como cada vez que regresaba de la ciudad. Tengo una sorpresa, le dijo tras abrazarle, mira ahí. Y la otra puerta se abrió y de ella salió la chica más hermosa que Sergio hubiese visto en su vida.
Así que tú eres Sergio, dijo ella. Mario me ha hablado mucho de ti. Sí, contestó Sergio con un poco de rubor, ¿y tú?. Laura, le respondió Mario.¡Vaya!, exclamó Sergio mirando a los dos, ¡o sea que mi buen amigo se ha echado novia en la ciudad!. Ya ves, contestó Mario. Se quedará hasta septiembre y luego ya veremos. Quiero enseñarle todo esto. El pueblo, el mar, la playa... ¿ No te importa que venga ella también a nuestra playa?. Quedaron las puertas del coche abiertas mientras las risas de los tres ya se perdían tras el recodo que llevaba de regreso a la cala. Fue aquella una estación calurosa en la que el mar se mantuvo tranquilo, y esto atrajo a muchos más turistas que los años anteriores. A Mario le tocó pasarse muchos días encerrado en la oficina ayudando a su padre con las finanzas hasta tarde, y Laura se pasaba casi todo el día sola, tomando el sol o leyendo. Sergio empezó a enseñarla a bucear con bombona, y aprendía rápido. Pronto los dos, con Mario cuando podía unírseles, empezaron a profundizar en sus exploraciones y a hacer más largos y sorprendentes sus paseos submarinos. Ella estaba fascinada desde el primer instante. Por la belleza del mar, en principio, pero también cada vez más por el misterio que parecía envolver a su nuevo profesor. Una tarde, mientras guardaban el equipo le dijo, sois muy amigos , ¿verdad?. Los que más, contestó él. Se nota, dijo ella. Tenéis la misma mirada, como si tuvieseis por seguro que estáis destinados a algo grande, algo que no está al alcance de los humanos corrientes. Pero en él esa fuerza está ya contenida, limada por el mundo. En ti, sin embargo, se ve aún tan fuerte. Tan salvaje. ¿Y eso qué significa?, preguntó Sergio, bajando la vista de repente. Nada, contestó ella, o todo, en realidad. En ese momento llegó Mario y la conversación hubo de volver a los cauces normales. Pero esa noche, después de haber despedido a la pareja, Sergio no pudo dormir. Sólo tenía clavado en su cabeza el torrente dorado del pelo de Laura, la piel pecosa y algo quemada en sus hombros, el olor a bronceador y a sal que a ratos le enviaba. Cuando a la mañana siguiente regresó al hotel y volvió a verla comprendió que había dejado de ser dueño de su destino y que estaba condenado a acabar en donde el revés de la tempestad quisiera dejarle. Ni una palabra antes de la inmersión, ni después. Pero cuando hubieron terminado corrió hacia este lugar, y se sentó en la arena a esperar. Y, como temía, ella no tardó en aparecer. Jamás la había deseado tanto Sergio como en aquel instante, al ver descender el camino su pareo florido, su camiseta descosida, el lazo rojo alrededor de su pelo soleado. Siento lo de ayer, dijo ella. No debí decir eso. Sergio callaba. No quiero que me entiendas mal, continuó, yo jamás le haría daño a Mario, y sé que tú tampoco. Yo te lo dije porque... porque... y ya tenía los labios de Sergio presionados contra los suyos, y su cuerpo impaciente cayendo en ella para descubrir los misterios oscuros y cálidos de sus profundidades.
Mario tiene que saber esto, dijo Sergio después, cuando ya los dos reposaban desnudos sobre la arena. Tenemos que decírselo. Mientras se amaban, el calor dulzón de aquella mañana se había convertido en un bochorno pegajoso y eléctrico que pegaba a sus cuerpos los rastros de sudor culpable. Yo se lo diré, contestó Laura. Soy la causante de todo.¿Y qué pasará entonces?, dijo él, ¿Te quedarás conmigo?. No puedo hacer otra cosa, le contestó ella. Mario lo comprenderá, ya verás, dijo Sergio. Después de todo somos los mejores amigos. Lo golpeó un frío latigazo de arena mientras hablaba. Se había levantado un viento cortante que los hizo correr por toda la playa a la caza de sus ropas. Tú vete a casa y espérame, le dijo Laura, me reuniré allí contigo cuando todo haya terminado. Mientras comenzaban a clavarse en la arena, alfileres dispersos, las primeras gotas del temporal, Laura y Sergio se besaron por última vez y se separaron.
Esa tarde las horas pasaron lentas. Sergio recorrió su habitación mil veces, escuchando el repiqueteo de la lluvia y los truenos, incapaz de mantener un mínimo pensamiento coherente. Laura se retrasaba. Hacía tiempo que debería estar con él, pero no aparecía. El corazón le dio un vuelco cuando escuchó los golpes en la puerta. Pero no era ella quien apareció, sino Mario. Sergio, le dijo, tenía que verte. He venido corriendo en cuanto terminé de trabajar.¿Qué pasa?, contestó Sergio desconcertado. Quería hablarte de Laura, dijo él. Ya sé que la has tratado muy bien, y que ha aprendido mucho contigo este verano .Pero ¿Qué piensas en serio de ella?.¿Te gusta?. No sé por qué me preguntas esto, contestó Sergio nervioso. Te lo pregunto porque ella es lo que más quiero en esta tierra, y necesito saber que a ti también te parece bien. Ella te aprecia. No veo a donde quieres llegar, intentaba escaparse Sergio. No veo a dónde quieres llegar. Sergio, le cortó su amigo, esta tarde le he pedido a Laura que se case conmigo y ella ha aceptado.
La volvió a encontrar en la playa, como había supuesto. Había echado a correr dejando a su amigo con la palabra en la boca. Pero ya no le importaba lo que éste pudiera pensar. Era poco más que un demente con una única obsesión: Tan sólo plantarle cara a ella, afrontar el frío verdoso de su mirada, arrancarle a la fuerza un porqué. Ella estaba ahí arriba, casi donde las rocas, mirando al mar encabritado golpear el arrecife. El mar, que parecía haber estado reservándose durante todo el verano para estallar precisamente en este día. Cuando ella se giró, sin que Sergio hubiese dicho aún ni una palabra, relucían en su cara gotas diferentes a las de la lluvia, picantes y amargas, tan difíciles de tragar como la propia verdad. Entonces ya te lo ha dicho, le habló sin atreverse a mirarlo. ¿Y tú?, contestó él. ¿Tú que tienes que decir?.No pude contárselo, Sergio. No pude. Ni siquiera me dejó tiempo para hablar.¡Pero has aceptado!, gritaba él. Sí, contestó ella.¿Y qué otra cosa iba a hacer?. El futuro, Sergio, es algo demasiado complicado y demasiado serio para arriesgarlo por el capricho de un verano.¿Capricho?, Sergio no podía creer lo que escuchaba.¡Esta mañana dijiste que me querías!. Y no te mentía, dijo Laura. ¿Y entonces por qué me niegas ahora?, le replicó él cogiéndola del brazo. ¿Por un buen partido? ¿Por una seguridad?. No, Sergio. No sólo por eso, y ella le devolvió la mirada por primera vez. También acepté porque lo quiero, igual que te quiero a ti. Sin darse cuenta, se abrazaban de nuevo bajo aquella lluvia que les calaba hasta el alma, y Sergio notaba muy fácil y muy cercano el dejarse arrastrar. El besarla de nuevo y aceptar las reglas del juego diabólico que proponía entre líneas. No le hizo falta ni pensar si era capaz de hacerle aquello a su amigo, porque lo hizo volver a la realidad el sonido de un grito a sus espaldas. Como respondiendo a sus dudas, el resplandor crudo de un rayo iluminó en lo alto del camino la silueta de Mario.
¡Cómo has podido hacerme esto!, gritaba. ¡Eras mi amigo!. Ambos pronto fueron un revoltijo de furiosa carne rodando por la hierba mojada¡ Siempre me has envidiado, eso es lo que te pasa!, decía Mario,¡Siempre has querido tener lo que yo tenía, incluso si para ello era necesario robarlo!.Entre trueno y trueno, estremecía el aire de este lugar el eco de palabras que tal vez deberían haber sido dichas hacía mucho.¡Tú jamás la quisiste!, contestaba Sergio, ¡Sólo era una posesión más con la que hacerme sentir inferior!. ¡Sabes que siempre he sido mejor que tú en todo!¡Incluso buceando! dijo Mario.¡Cállate!, gritó Sergio. ¡Yo te podría machacar en cualquier momento!.¡ ¡Incluso ahora, si quieres, con este mar!.¿Ah, si? ¿Pues por qué no probamos?.¡Basta!, gritó Laura curvada sobre sí misma, ¡Basta!. Una furia aún mayor que la de los dos contendientes la invadía. ¿Es que eso es lo que soy para vosotros?, les inquirió. ¿El premio de una competición? .¿Es eso ,le dijo a Mario mientras se quitaba el anillo de compromiso que horas antes éste le había regalado, lo que yo represento para ti? .¿Y para ti?, le dijo también a Sergio. Y ninguno de los dos contestó. Pues entonces competid si es eso lo que queréis, dijo mientras arrojaba el anillo a la boca de las olas salvajes, porque yo seré tan sólo del que rescate el anillo del agua.
No era posible y ella lo sabía. Sabía que nadie era capaz de sacar aquel trozo de metal a pulmón desde las profundidades, y lo había lanzado para intentar demostrarles a los dos lo absurdo del enfrentamiento, hacerlos recapacitar. Pero cometía un error. No tenía en cuenta que Mario y Sergio estaban hechos al mar y eran aún muy jóvenes y orgullosos. No había dicho ella nada más, y ya habían desaparecido los dos en el rugir del agua, contentos de que aquel día ,por fin , se decidiese en duelo privado quién era el mejor. El vientre del océano era más inhóspito y violento si cabe que su exterior, y aquí y allá flotaban jirones de algas que dificultaban el descenso de los jóvenes. Tenían que hacer verdaderos esfuerzos para que la fuerza de las corrientes no les destrozase contra el filo negro de las rocas. Sin embargo, ellos habían aprendido a conocerlo bien, hasta en sus malos momentos, y aún en una situación como ésta eran capaces de plantarle cara con dignidad. Era un momento mítico aquel, dos semidioses rebelándose contra el poder desatado de una fuerza de la naturaleza. El agua sabía a tierra, a sangre negra y a electricidad. Ramalazos de furia los llevaban como peleles en todas las direcciones. Sergio no era capaz de ver casi ni sus brazos agitándose frente a sí. Subir a tomar aire, y bajar, y a veces entre la turbulencia aparecía la figura de Mario, también loco en la búsqueda, y entonces los dos se empujaban e intentaban ahogarse durante unos segundos antes de continuar cada uno por su lado. Y fue en uno de estos encuentros donde los sorprendió el golpe de corriente. En un segundo de pavor ambos se vieron lanzados al corazón de un torbellino que, tras vapulearlos con mil vueltas, los lanzó derechos a la boca negra del arrecife. Mario pudo nadar hacia arriba y alcanzó la superficie. Sergio también esquivó las rocas por muy poco, pero no pudo evitar ser arrastrado hacia abajo por la violenta descarga. Se dejó girar, convertido él en otro remolino, hasta que sintió cómo su mano rozaba el áspero fondo arenoso. Le quedaba poco aire. Asentó sus piernas en la arena, y se dispuso a impulsarse hacia arriba. Y cuando iba a salir lanzado lo vio frente a él. Semienterrado en la arena, pero aún así rodeado de un halo fantasmal, como un rayo de sol rebelde en aquel infierno de esmeralda oscuro. Sergio estiró su brazo temiendo que fuese sólo una ilusión, otro engaño más de aquel mar traidor y sediento de sangre, pero sus dudas se disiparon cuando sintió en la palma de su mano el abrasador mordisco del oro maldito. En el rápido ascenso posterior pasó una vez más al lado de Mario, que descendía tras haber tomado aire. No tuvo mejor ocurrencia para ese momento que mostrarle su trofeo. La superficie y la victoria estaban ya muy cerca. Pero no contaba con que Mario, no pudiendo soportar la visión de su rival triunfante, haría todo lo posible porque no saliese del agua tan fácilmente. Nadó contra él y lo hizo volver a hundirse, cogiéndolo por la pierna, y luego comenzó un forcejeo furioso por abrirle la mano y arrebatarle el tesoro. La lucha volvió a llevarlos muy profundo, donde la luz desaparecía. Y a medida que se hundían, Sergio fue sintiendo cómo su visión se nublaba de rojo y dejaba de controlar su cuerpo. Fue entonces cuando comprendió que jamás volvería a respirar el aire del exterior. Justo antes de dejar entrar instintivamente una bocanada salada que lo inundó por dentro, abrió el puño y puso el anillo en la mano de su amigo. Luego tan sólo se dejó ir hacia el fondo. Lo último que vio en su caída fue la figura de Mario recortada contra la luz del exterior, haciéndose lejana y borrosa . Luego la oscuridad lo cubrió.
Volvió en sí cuando ya había anochecido, respirando el aire limpio de después de la tempestad. Habían llegado las estrellas, y el mar que hacía un momento desplegaba su ira era una inmensa e inofensiva balsa de aceite plateado. Se descubrió tumbado sobre la arena, cerca de donde iban a deshacerse las olas. Vivo, y también solo. Sergio se levantó, y miró alrededor. No recordaba muy bien lo que había pasado, y no veía a Laura por ningún sitio, ni a Mario. Frente a él destacaban sobre la arena dos líneas de pisadas. Unas, más profundas, como si el que las hubiera hecho llevase encima un gran peso, saliendo del mar. Otras, más leves, perdiéndose de regreso en él. Sólo entonces, al mirar abajo, reparó Sergio en que había mantenido el puño cerrado desde que se despertase. Y sólo entonces lo abrió.
En el centro de su mano, circular y perfecto como el corazón de algunas historias, estaba el anillo.
-Es triste- dice la chica tras unos segundos de silencio- pero no entiendo su final. No tiene sentido. A lo mejor Mario hubiera salvado a su amigo, sí. Pero, ¿por qué le devolvió el anillo?¿Y por qué regresó después aquí?.
-Ya veo que no has entendido nada- la corta él. Mientras contaba la historia se ha escondido la luna y ahora su voz sale de la oscuridad, profunda y ampliada por un eco de caracola.
-¿Entender?, dice ella. ¿Entender el qué?.
-Tú eres muy joven aún, niña. -contesta su voz- Pero seguro que sabes ya que el amor en la tierra es voluble y frágil, y está condenado a ir apagándose mientras cambia con cada edad. Y que el amor del mar, por el contrario, es fiel e inmutable y por tanto eterno. Quizás Mario entendió eso mismo cuando casi era ya tarde, pero no demasiado. Y a lo mejor, sólo a lo mejor, al lograr entenderlo fue él, y no Sergio, quien acabó consiguiendo a su verdadero amor aquel día.
- ¡¡¡Pero eso no puede ser!!!-contesta ella enojada, y saca sus manos del agua para golpear la superficie a cada frase.-¡El mar jamás pudo corresponderle en su amor!¡Mario no era de aquí! ¡No estaba hecho para vivir aquí, ni para amar esto con tanta intensidad ¡Pero si él era, él era...- se para un momento antes de decir la palabra, como valorando la totalidad de su significado-...era un hombre!.
-¿Y qué?-le contesta el chico, y su voz va sonando más alta cada vez. Se está acercando- ¿No salimos nosotros los hombres también de aquí, al principio? ¿Y no estamos hechos, al fin y al cabo , de agua y sueños y de poco más?.¿Y no son las corrientes de nuestro corazón a veces más impredecibles y misteriosas aún que las suyas?.¿Qué diferencia nuestros sueños, entonces, de los que tienen los de aquí?.Dime, niña- pregunta ya al oído de la chica.- ¿Es que no podemos ser nosotros también hijos del agua
igual que tú?.
Y de pronto ella tiene enfrente su cara, y puede oler por primera vez el aliento amargo y salino, triste, monótono como el de los ahogados. Y puede ver cosas que no había visto antes, cuando hablaba con él a distancia. Puede ver cómo ha reverdecido el tiempo sus facciones, cómo le ha dado a sus dientes el caoba profundo de la madera corroída y a sus ojos el brillo frío del fuego de San Telmo. Cómo le ha pegado la piel a los huesos hasta volverla pergamino húmedo, escrito con quién sabe qué palabras. Pero lo importante son sus ojos, la chica lo comprende al fin. Esos ojos que pueden ver a través del agua, que son el mismo agua. Esos ojos que la ven desnuda, que han sabido desde el principio lo que ella es. La chica grita con el chillido de la gaviota hambrienta. Pero no puede hacer nada , porque todo él es ya una ola oscura que se abalanza y la obliga a debatirse bajo el agua en un colear histérico y furioso. Terror, terror absoluto, y en medio de él una mano firme y real que la agarra del brazo, y tira hacia afuera de su cuerpo.
-¡¡Te pillé!!
En la superficie ha vuelto la luz, y son perceptibles las cabezas de todo el resto del grupo a su alrededor. Han tardado en alcanzarla. Aquí y allá nadan todas, soltando de vez en cuando alguna onda reveladora a sus espaldas. Mientras que aún se recupera del susto, la rodean con ojos curiosos y preguntas.
-¿Dónde te habías metido?-dice una.- Llevamos un rato buscándote.
-Me perdí.-miente.
-¿Y porqué gritabas?- pregunta otra.-¿Porqué estabas agitándote así cuando llegamos?.
-Creo que me quedé dormida, y soñé que hablaba con alguien.
-¿Con alguien?, le inquieren todas a la vez,¿Y con quién?. ¿Con un humano?
-No- les contesta ella algo triste.- En realidad, no.
Dejan las aguas de la playa sin decir más, y nadan despacio hacia el cabo para encontrarse con el fresco abrazo del mar abierto. Y sólo ella le devuelve la mirada al mundo de los hombres antes de dar la curva, y le parece quizás ver una sombra o una pequeña turbulencia en el sitio donde hace un momento escuchó a la alucinación. El guiño de dos ojos dorados tras lo oscuro. Pero sólo es el halo de la luna, que ha asomado su nariz por entre la colcha de nubes para ver que todo sigue bien. Antes de partir, saca del agua su larga cola y la estira, moviéndola un par de veces arriba y abajo, y dice adiós a la manera lenta de las ballenas con el reflejo bailando sobre sus escamas. Y poco después todo el grupo es una colonia de estrellas fugaces hacia el horizonte, otro relámpago plateado por la ancha estela .Ella va la primera de nuevo, y tiene en su garganta una canción extraña que habla sin palabras de la inmensa fortuna que es poder tocar con las manos los secretos y estar sin embargo libre para olvidarlos a cada instante. Para olvidarlos como ha olvidado ya la playa, y la mirada fija del chico, y su historia significase lo que significase. En un momento, cuando encare sola las corrientes del sur y silben en sus oídos otra vez las promesas vibrantes del amanecer, habrá olvidado incluso a sus compañeras, ya que corta es la memoria del agua y más corta aún la de sus hijos. Y ella siempre ha sido, después de todo, la mejor nadadora.
Mejor, mucho mejor, que cualquier otra del grupo.