lunes, 1 de junio de 2009

23. LOS EXTRAMARINOS.

Se llamaba Martín y era un nudibranquio precioso. No era tan estilizado como los demás moluscos pero sus originales colores despertaban la curiosidad de todo aquel que lo miraba.
Raro era no darse cuenta y apreciar su belleza. Morado en casi toda su longitud, menos sus branquias que adquirían tonos rosáceos y el naranja de sus rinóforos, que le proporcionaban el sonido. Su alargado y único pie podía pasar por granate aunque cuando era iluminado por el sol de la mañana claramente se veía rojo. Todo su cuerpo estaba salteado de lunares verdes-pistacho haciéndole único y proporcionando así una alegre tonalidad a la pared del arrecife que lo alojaba.

El arrecife se llamaba Elías y era muy antiguo, casi tanto como el mar. Generoso y bueno permitía el alojamiento de infinitas especies de coral, que a su vez cobijaban a una multitud de coloridos peces. En Nuevo Mundo, Elías, era el único arrecife por eso todos le conocían y le querían.

Martín se dejaba mecer al compás de la corriente. Decía que ese movimiento le tranquilizaba y le hacía avanzar más rápido cuando tenía prisa, como en aquel momento. Quería llegar a la cueva de Doña Eloísa, la anciana y enigmática morena que le permitía esconderse allí cuando llegaban esos escasos momentos.

Hacía poco tiempo que los extramarinos habían aparecido por primera vez. A Martín, en esa ocasión, le pillaron por sorpresa y cuando quiso darse cuenta era demasiado tarde y no pudo esconderse. Pasó mucho miedo aunque salió ileso. A partir de aquel día siempre buscaba la protección de la cueva y de doña Eloísa. Eran seis y de los grandes. Venían de otro mundo llamado tierra, que se encontraba a mucha distancia, a muchos metros de agua por encima de ellos. Llegaban desde ese lugar que los más ancianos habían visto alguna vez, superficie, creo que lo llamaban.

Aquella primera vez que Martín los vio se encontró de repente rodeado de esos seres, grandes y rarísimos. No le dio tiempo a ver nada más porque explosiones de luz le deslumbraron, dejándole casi ciego. Se le acercaron de uno en uno pero no todos dispararon con aquella potente luz. Alguno intentó tocarle aunque al final no lo hicieron y se alejaron con esos dos largos tentáculos inferiores que acababan como en colas de pez y que les hacían alejarse deprisa.
Tenían también una extraña joroba y dos tentáculos superiores más que apenas movían y con los que sujetaban los aparatos que disparaban luz.
Martín no pudo fijarse en nada más. Pero después, las siguientes veces, desde la seguridad de la cueva de Doña Eloísa y por ella, supo un montón de cosas sobre los extramarinos. Como que esa joroba era una botella que les proporcionaba aire para respirar por medio de unos tubos. O como esos tentáculos que eran en realidad sus piernas y sus brazos.

Doña Eloísa era una morena negra a lunares amarillos. Tenía muchos años y la sabiduría que da la experiencia. Y aunque los extramarinos llevaban poco tiempo apareciendo por Nuevo Mundo ella ya los había conocido de otros mares. Tranquilizó a Martín y le explicó que esos fogonazos de luz no eran disparos con los que quisieran hacerle daño sino fotografías que luego, más allá de la superficie, serían mostradas entre ellos. Los extramarinos no solían hacer daño intencionadamente, aunque reconocía que a veces eran extremadamente pesados. También habían intentado meterse en su cueva más de una vez. Siempre tenía que abrir mucho la boca enseñando los dientes para que se asustasen y que no siguiesen molestándola.
Con el pasar de los años viéndoles en muchas ocasiones, se dio cuenta de que el objetivo de los extramarinos no era el de molestarles, ni causarles daño alguno sino el de disfrutar por un rato admirando la sorprendente vida que existía bajo el agua.

Solían ir en grupo. A veces se acercaban tanto a la pared que sin querer destruían con sus aletas corales maravillosos que morían dejando despoblado y triste el arrecife. Elías sabía bien a qué se refería Doña Eloísa.

Nuevo Mundo era muy pequeño, por eso no solía ser muy visitado por los extramarinos que buscaban mares más poblados. Pero muy de vez en cuando aparecían y alteraban toda la vida del arrecife y de Martín, que corría a esconderse para mirarlos sin que ellos se diesen cuenta y a disfrutar de la compañía y de las historias sobre ellos que le contaba Doña Eloísa.

Martín ya se había dado cuenta que cuando venían solía notar la agitación previa del agua y un ruido sordo y continuo que lo producía el motor de la barca en la que llegaban. Por eso le daba tiempo a llegar a la cueva de Doña Eloísa y junto a ella deleitarse viéndoles. Le parecían tan sorprendentes, tan diferentes a ellos, con esos trajes oscuros que les hacían parecer tan iguales entre sí. Y con esos movimientos torpes intentando imitar criaturas submarinas.

Con el tiempo Martín dejó de temerles porque se dio cuenta, como bien decía Doña Eloísa, que no tenían malas intenciones. Sólo intentaban pertenecer a un mundo que no era el suyo y sintió lástima de ellos porque por muchas veces que les visitasen jamás entenderían la grandeza de ese mundo en el que él había tenido la suerte de nacer, el mar, el mundo submarino.