lunes, 23 de noviembre de 2009

89. DE LO QUE ACONTECIÓ AL FAMOSO DON QUIJOTE Y SU ESCUDERO SANCHO EN SU SEGUNDA LLEGADA A BARCELONA Y LAS EXTRAÑAS AVENTURAS QUE ALLÍ PASARON.

- Nos encontramos de nuevo, Sancho, en aquesta ciudad valerosa y en sus mares que hemos de desfacer el entuerto en el que nos hemos metido
- Por Dios nuestro señor que, con las andanzas que llevan encima estas bestias que montamos, nos vemos obligados a ir al paso en vez de galopar por este agreste paraje.
- No te quejes, Sancho, mi buen amigo, que otros pagos peores hemos visitado y aventuras hemos corrido tan peligrosas y agitadas que por más que debiéramos de llamarlas desventuras si no hubieran resultado al final tan provechosas.
- Mire vuestra merced do cabalga su rocín pues interfiere en el camino de mi jumento y sólo faltaría que las patas de las dos bestias se enredaran cayendo nosotros a la arena desta playa y por lo que más quiera vuestra Merced le suplico que así no sea pues en mi cuerpo no ha más sitio para cardenales, bultos, heridas y cicatrices.
- Así lo haré, Sancho, mas por mucho que dirija los destinos de mi caballo, el pobre rocín poco puede facer entre piedras, hierbas, maderas y tantas otras cosas como ha de tener la arena desta playa.
- Eso es porque nuestros animales son de secano y no están acostumbrados a este arenoso suelo ni a tan húmedo ambiente que los marea; que ya dijo don Rucio de Mintonela que no ha de mezclarse y no han de confundirse churras con merinas y que cada mochuelo a su olivo y cada oveja con su pareja y no sacarse de su hacienda al rico ni metello en casa del pobre ni…
- ¡Para ya, cabeza de alcornoque, que si no callas tu lengua incansable habré yo de cercenarla con mi espada!
- No puede mi boca enmudecer, mi señor don Quijote, pues bien es sabido que el que tiene hambre no calla y el que cansado se encuentra su cabeza le da vueltas y la lengua suelta.
- Malditos tú y todos tus refranes. Mas tienes razón, Sancho, que ha horas que no probamos bocado y tampoco nos hemos procurado reposo, pero así ha de ser puesto que parar no quiero hasta haber terminado nuestra empresa.
- Dígame otra vez, mi señor don Quijote, de lo que trata este nuevo lance pues por ventura que non mi ricordo.
- Mi desmemoriado escudero, ¿acaso no recuerdas que por querer mermar mi gloria y manchar mi honra y también para mortificarme, mi villano enemigo, el sultán Ibosodoro, sirviéndose de un oscuro encantamiento, fizo chica como una pulga a mi señora Dulcinea y encerróla en un anillo y tiróle este anillo al mar para que yo no lo encontrara?
- Recuerdo remotamente.
- ¿Y que pude saber que tal anillo se encuentra aquí, en el mar de Barcelona, merced a que me lo dijo Cristo crucificado que se me apareció en la forma desta imagen de alabastro que conmigo llevo?
- Bueno, pues alabastro sea el Señor.
- ¡Calla, lenguaraz! Por las barbas de san Pedro que te desollaré como un cordero como vuelva a salir de tu boca una blasfemia semejante.
- Mire mi señor Don Quijote que no hubo ningún Ibosodoro que le fastidiase pues todo fue un mal sueño que tuvo vuestra merced la otra noche, que yo lo oí gritar que yo al lado suyo dormitaba y que no se le apareció ningún Cristo, que esa tal imagen de alabastro la encontró vuestra merced en el pajar de la venta do acertamos a pedir posada la mesma noche de aquel sueño malo que tuvo.
- Qué poco sabes aún de encantamientos, hechizos, agüeros y nigromancias, Sancho, a pesar del tiempo que llevas conmigo. Voto a tal que no se te pegó ni un poco de lo que yo te he enseñado y que de ninguna de nuestras aventuras has sabido sacar provecho.
- Uvas tiene las parras del cura y no peras; que lo que las cosas son, son y no lo que la mucha imaginación quiere que sean.
- Da gracias a Dios nuestro señor que tiempo no tengo de darte un buen escarmiento, que si no, te azotaba hasta caérseme el brazo. Anda, desmonta que parar hemos agora.
- ¿A yantar?
- ¿Sólo piensas en llenar tu panza? Por ventura que te mereces el nombre por el que te conocen.
- El que no zampa no…
- ¡Silencio, descarado! Ya basta de majaderías.
Don Quijote y Sancho bajaron de rocín y asno y sentáronse en la arena. Sacando la imagen de alabastro, don Quijote se arrodilló y una oración en silencio dijo.
- Amigo Sancho, este Cristo me indica que es justo aquí, en este trozo de mar, do el malvado Ibosodoro tiró el anillo do mi señora Dulcinea se encuentra hechizada. Tú te lanzarás al fondo del mar y me traerás esa alhaja.
- Pero mi señor, si yo floto menos que la bolsa de un rico.
- ¿No ves que yo te voy a amarrar con esta cuerda, pedazo de mendrugo?
- Pero si yo estoy sin el respir un poco y ya creo que me voy a criar malvas. Mire mi señor don Quijote que puedo acabar esta aventura ante la puerta de san Pedro. ¡Que me esperan en casa mi mujer y mi Sanchica! Entre vuestra merced en el mar que por gracia de Dios es más flaco y hundirse no puede.
- ¿Pero dónde se ha visto que un caballero andante tenga que facer semejantes trabajos? ¿Acaso no eres tú mi escudero? Baja al mar, Sancho, haz lo que te ordeno. Si fuera yo quien buscara el anillo, por desventura no lo encontraría pues a buen seguro que Ibosodoro, sirviéndose de alguna magia, sabrá que soy yo quien lo busca y volverá a esconder el anillo en otros mares.
- Llevadme do quisiéredes, pues siempre fue vuestra merced bueno y generoso conmigo y es cierto que apenas sé de conjuros, ensalmos y alquimias, pero su señoría ha de prometerme una buena pitanza tras los trabajos que he de facer.
- Los mejores manjares y el más dulce vino tendrás a tu disposición, mi buen escudero. Agora, no perdamos resoplo. Ven que te ataré la cuerda y no pierdas cuidado que yo mantendré bien firme la soga y cuando veas que te faltare el resuello tira della que yo te sacare.

Don Quijote pasó un buen trozo de cuerda por el lomo de Sancho y amarró unos buenos tramos sobre la barriga del escudero que dolíase de tan apretada. Luego el propio caballero andante se amarró otra parte de la soga y se apostó tras una roca.

- Agora, Sancho, entra en el mar y busca el anillo do se encuentra embrujada por encantamiento mi señora Dulcinea, que te espera tras tu hazaña buena mesa.
- ¡Ay, virgen María, en buena hora me encomendaste este señor que a cada día que pasa más disparates dice y a más extrañas cosas me obliga!- pensó Sancho y al punto entró en el mar.

No llevaba el buen escudero metido el agua ni el tiempo en que tarda un cuco en cantar, que bien corta es su cantinela, cuando la soga que tenía bien asida don Quijote empezó a moverse.

- ¡Diablo!, ¿ya se quedó este pedazo alcornoque sin resuello?- dijo para sí el caballero y al punto tiró de la soga con más ánimo que fuerza pues no acordóse de que su escudero estaba gordo como un chorizo y sus buenas arrobas pesaba, tanto que apenas pudo el buen hidalgo tirar del fardo.

Tardóse tanto don Quijote en sacar a Sancho de la inmensidad azul que cuando el escudero por fin tocó tierra el hidalgo lo encontró hinchado como un cuero de vino, con los ojos como huevos y los cachetes encarnados que pareciera le habían pellizcado todas las amas de Barcelona una por una y en conjunto.

- ¡Qué mala cara traes, Sancho! Y yo no he de tenella mejor pues más me ha costado sacarte del agua que al Amadís de Gaula derribar a tres gigantes. ¿Pero no me dices nada?

Don Quijote observó la barriga hinchada del escudero y tocóla con un dedo. Como viera que Sancho soltaba agua por la boca, apretó el vientre de tal forma que buenos chorros de agua echaba Sancho empapando al hidalgo y dejándolo todo mojado.

- Ay, mi señor don Quijote- dijo Sancho recuperando el habla- Por ventura que ésta casi no la cuento.
- ¡Cómo!, pero si estuviste menos tiempo en el agua que lo que tarda la araña en abalanzarse sobre la mosca.
- Mire vuestra merced que nada más meterme en el mar subióme agua por entre las cinchas y agujeros de mi vestimenta y faltóme el aire y bocanadas di mas no sino mar salada entraba a mi boca y nublóseme la vista pues el agua entraba a mis ojos y nada veía y flotar no podía ni nadar por más que los brazos y piernas movía y qué frío pasé y qué agonías.
- Cierto es que somos de secano, Sancho, pues si ya el agua poco podemos ver en tierra firme, dentro desta inmensa masa desconocida habremos de procurarnos protección. Descansa bajo este árbol, mi buen escudero, que voy a la ciudad que no está lejos desta playa.
- ¿Dónde va mi señor que solo me deja? Mire que las bestias marinas son malas, que dicen que en cuanto huelen la carne de persona salen a la tierra y devoran.
- No digas más disparates que yo, Sancho. Ninguna alimaña saldrá del mar a comerte y, si eso pasare, tú bien te defendieres, ¿acaso no eres mi valeroso escudero? Mucho no he de tardar. Mira que voy a la ciudad a encargar que pongan un cristal en mi casco, así no te entrará agua a los ojos.

No acaba de decir el caballero tales palabras cuando el escudero comenzó a roncar como un molino viejo.
Al rato largo llegó don Quijote y despertólo.

- Mira, Sancho, un herrero de Barcelona, que hablaba extraña lengua y yo poco le entendiere, mi fizo esta cosa para ti; un cristal unió con resina a la visera de mi yelmo y apretólo de tal manera que aseguróme que no sólo no te entrará más agua a los ojos sino que verás tanto en el agua como un águila en el aire.
- Bien, mi señor, ¿pero cómo resolveremos lo de respirar? Mire que esas profundidades no están hechas para cuerpos de hombres.
- Calla, que se me ocurrió que juntar podemos juncos destos que pueblan esta playa que son huecos por dentro y puestos unos encima de otros hasta facer muchos y poniéndolos en la boca y sacándolos a la superficie mientras abajo te hallares podrás respirar como si estuvieras en los campos de la mesma Mancha.
- ¿Y si me da frío y entra agua por mis ropas?
- Todo lo tengo pensado. Te pondrás mi cota de malla y, encima, mi armadura toda, como te hallas tan rollizo a buen seguro que cabrás tan justo en ella que no te entrará ni el pensamiento.

Puestos en esto, don Quijote ayudó a Sancho a ponerse la cota de malla, luego la armadura con sus cinchas, peto, espaldar, gola y celada y luego el casco con el cristal y ayudólo de tan buena gana y con tantos cuidados que diríase, cosa curiosa, que era el hidalgo el escudero de Sancho Panza y no al contrario. Cuando hubo terminado de preparar a su vasallo, don Quijote mirólo y una risa contener no supo y escapóse de su boca.

- Mira, Sancho, que más que un caballero andante pareces una urraca dentro de un cubo. Está claro que no está hecha la miel para la boca del oso.
- No se ría vuestra merced que bastante tengo con lo mío.
- ¿Cómo te encuentras agora?
- Me aprietan las armaduras estas de vuestra merced y apenas moverme puedo.
- Mejor, Sancho, mejor, así nada de agua entrará a tu vestimenta.
- Mire vuestra merced que agora ha de atarme bien con más cuerda puesto que si yo ya era pesado antes agora pesaré más del doble con toda la quincalla que su señoría me puso encima y si no reforzare la cuerda que me atare yo hundiéreme en el mar y allí muriere.
- No pierdas cuidado, pues por más que soy caballero todo previsto tengo. Dos buenas cuerdas compré en la ciudad desas que sirven para atar naves y con ellas he de ligarte tan fuerte que no te escapares ni aunque Belcebú a por ti viniere.

Don Quijote eso fizo y Sancho se encaminó con gran pesar y no pocos trabajos al agua con el junco largo metido en la boca y poco a poco descendió en el agua hasta el punto en que sólo una pequeña parte dél se veía y luego nada y sólo el junco sobresalía del agua.
Don Quijote amarró bien las tres cuerdas que a Sancho sujetaban a una roca grande y se entretuvo en mirar los andares del junco que sobresalía que, ora se acercaba ora se alejaba sin estarse quieto.
Tras algún tiempo que a don Quijote le parecieron horas y como viera que no parara de moverse el junco, tiró de las cuerdas a una y, como notara que Sancho se resistiere, ató las sogas a Rocinante y a la burra y azuzó a las bestias que con mucho trabajo sacaron a Sancho metido bien dentro del amasijo de hierros y acero.

- Sancho, ¿cómo es que salir no querías del mar cuando hace unos momentos luchabas con desaforo por hallarte fuera dél?
- Mi señor don Quijote, que no sabe vuestra merced las maravillas que bajo destas aguas vi y todo de lo que yo me asombré, animales y cosas de resplandores y colores tales que ni todas las joyas, alhajas, preseas, greguescos, saltaembarcas y tocadores de la tierra podrían comparárseles a ellas.
- ¡Por todos los haberes del mundo, Sancho! Si es cierto lo que dices, más tesoros hay bajo el mar que sobre dél. Pero, ¿no me estarás engañando, desfachatado, y es todo una treta para no seguir con la búsqueda?
- Yo le juro a fe de pobre hombre que lo que abajo yo encontré jamás lo vi y que si vuestra merced en el mar entrare no creería lo que allí viere y que es más fantástico y maravilloso que todos los encantamientos que brujos y nigromantes puedan facer.

Mucho pensó el caballero andante en las palabras de su escudero y, tras meditallo bien, dijo que él mismo se pondría su cota de malla y su armadura y casco con cristal y, que en vez de luchar contra gigantes, bajo el mar miraría qué aventura podría ofrecérsele y con qué maravillas allí se podría tropezar y el anillo do su señora Dulcinea hallábase encontrar y que ya no temía que Ibosodoro lo viera y escondiera el anillo pues bajaría al agua con la imagen de alabastro para que lo protegiera, a lo que le contestó Sancho que no se preocupare pues él mismo descendiere otra vez a las aguas y que mucha priesa se diere por encontrar tal anillo mas don Quijote respondióle que de ninguna manera pues él era caballero y que sería él el que bajare pues a él le correspondiere buscar el anillo do se hallaba su señora y desta manera estuvieron un tiempo peleando y arguyendo y rodaron por la arena y se propinaron patadas y empellones hasta que acabó el caballero andante la pelea pues tenía la cachiporra más grande. Así que con mala gana, puesto que quería otra vez ver las maravillas que en los fondos desos mares se hallaban, Sancho armó a su señor, atóle con las tres cuerdas, púsole en la boca los juncos engarzados unos sobre otros y don Quijote, tras ajustarse bien su morrión que tenía el cristal y armarse con su lanza por si se encontrare con algún infortunio, entró, no sin mucha dificultad pues molido acabó de la pelea con Sancho, en el mar.
Lo que allí vio pareciéronle los más portentosos prodigios que en su vida viere y que su imaginación produjere o en sus sueños hallare.
Se maravilló ante la visión de extrañas criaturas de ojos feroces y cuerpo de serpiente, grandes plantas de colores ondeando suavemente cual abanicos de ilustres damas, pequeños seres con cabeza de rocín colgando delicadamente de ramas amarillas, batallones de diminutos peces plateados avanzando velozmente cual soldados encaminándose a la batalla. Vio también nuestro caballero rocas de tonos rosáceos provistas de patas que avanzaban por el fondo, agujas puntiagudas con ojos saltones sobresaliendo de la arena, peces moteados nadando a media agua con forma de cofre y hasta se topó con un enorme ejemplar de ancha panza y labios carnosos que intentó darle un gran beso al cristal de su yelmo.
Maravillado y atónito, avanzaba suavemente con la corriente hasta que vio un pulpo gigante que a él se acercaba y parecióle en su disparatada imaginación que era el sultán Ibosodoro que por merced de algún extraño encantamiento habíanle salido muchos brazos y piernas y que en el centro de su grande cabeza sólo había un ojo y el que lo viere se mareare y que dentro de ese ojo hallábase el anillo do su amada Dulcinea encontrábase hechizada.
- ¡Por fin, vil, ruin, bajo e infame Ibosodoro! Suelta de una vez a mi amada o he de jurar que yo te desmembrare como a un conejo y luego te comiere en adobo. – gritó el brioso caballero mas cuenta no dióse de que al decir aquestas palabras gran cantidad de agua salada entrara en su boca y al poco estuvo de ahogarse si no hubiera presto metido otra vez la boca en el extremo del junco.
Don Quijote avanzó todo lo rápido que el mar le permitió hasta el pulpo y con su lanza acertó a dar en el ojo a la bestia marina que, con terrible berrinche, empezó con sus muchos brazos a tirar al hidalgo tantas piedras y arenas y conchas y otras formas marinas duras y punzantes que en el mar se hallaren que por desventura el hidalgo no encontrare más brazos que los dos suyos ni más armadura que la que llevaba para parar tantas cosas como el pulpo lanzara y por más valor que tuviera el caballero el ataque de la bestia atajar no pudo y vióse obligado a mover las cuerdas que era señal convenida para que Sancho lo sacara fuera. El escudero tiró al pronto de las sogas y el caballero iba a ser izado pero el monstruo marino atrapóle con una de sus grandes colas por una pierna y tiraba el pulpo de un lado y Sancho tiraba del otro y de tanto tirar de un lado y de otro don Quijote hallábase como uno desos infelices moros mortificados por la Inquisición a los que ataban un caballo a cada extremo y al pronto empezó a faltarle el resuello al valeroso y mareábase con tanto vaivén. Por fin acertó don Quijote a dar otro leñazo al pulpo con las últimas fuerzas que le quedaban aflojando la bestia la tiesura de su rejo momento que aprovechó el caballero para con mucho apuro mover de nuevo las cuerdas tan apriesa que Sancho entendió que debía tirar con toda su fuerza y eso fizo y don Quijote dio por fin con su cuerpo en tierra firme tan maltrecho que si hubiera tardado más su sirviente en sacarle no hubiera precisado maestro que le curare pues perecido hubiere.
- ¡Ay, mi valeroso señor, flor de la caballería, qué destrozado encuentro a vuestra merced!
- Sancho, por las barbas de barrabás que he pasado la aventura más fascinante de toda mi vida como caballero andante y que doy por bienaventurados los molimientos a los cuales Ibosodoro, en forma de bestia terrible, me sometió por haber podido presenciar las maravillas que este vasto mar encierra.
Don Quijote refirió a su escudero la contienda con el pulpo con tanta precisión que al buen Sancho se le erizaron todos los pelos del cogote.
- Mas lo peor de todo, ¡oh Sancho!, es que el mil veces protervo Ibosodoro no soltó el anillo. Fracasé en este fantástica aventura como caballero y ya no sé do se haya mi señora. No sé qué facer, mi buen amigo.
- Quite, quite vuestra merced que ya alguna cosa se nos ocurrirá. Descanse.
Tan abatido vio Sancho a su señor que sintió pena por él y cuando empezó a quitarle el yelmo, armadura y cota de malla notó que salían muchas conchas, piedras de colores y otras cosas de entremedio y al punto vio varios guijarros que podían ser tomados como un anillo mágico y resolvió que, por tener contento a su señor, podría inventarse una fantástica historia sobre una desas piedras, haciéndola pasar por el anillo verdadero y que, merced al poder de la imagen de alabastro, el anillo pasó de Ibosodoro a su señor sin que éste cuenta se diere y cuando en la tierra el anillo se encontró, el hechizo se desbarató y Dulcinea, mágicamente, volvió a La Mancha.
Así le dijo el escudero al caballero y tan contento quedó don Quijote desta explicación, a pesar de lo disparatada della, que al punto levantóse con gran brío y sin señal de fatiga y luego arrodillóse a rezar y dar gracias al Señor.
- Sancho, bien sabía yo que la imagen de la que tú tanto te burlabas iba a sernos de gran ayuda en esta aventura. Ten en cuenta que no nosotros sino Dios nuestro señor, gracias a su simpar bondad, ha sido quien ha recuperado para su bien y el mío a mi fermosa Dulcinea a su tamaño natural y que se encuentra en nuestra tierra tan contenta. Y agora vamos.
- ¿Dónde hemos de ir, mi señor? ¿A casa?
- No, mi buen escudero. Encontrándose mi señora sana y salva no hay prisa por volver a La Mancha, por lo tanto, iremos tú y yo primero a comer, que un buen banquete nos hemos ganado y luego iremos por la ciudad a procurarnos unas nuevas armaduras para mí y para ti y les haremos tantas mejoras para que no entre agua y para ver con buen tino y para respirar mejor que podamos andar a nuestras anchas tú y yo por los fantásticos mundos bajo el mar que recién hemos descubierto.
- ¡Estupendo, mi señor! Es lo más cuerdo que le he oído decir a vuestra merced en muchos meses.

Y en diciendo esto, el caballero andante y el escudero fuéronse contentos a Barcelona.



FINIS.