lunes, 23 de noviembre de 2009

92. AQUELLOS CABALLEROS.

Aquellas pequeñas señoras tenían a sus retoños consigo hasta que estos se abrían al mundo, y entonces recién los dejaban ir. En otros casos, antes de que nacieran, los dejaban solos, por lo que era menester que enseguida responsablemente tomaran los pimpollos los gobernalles de sus vidas. Luego estos erraban por doquier entre toda suerte de individuos, sean o no sean sus parientes. Entre sí, los chavales eran muy diferentes, si de su aspecto hablamos. Pero de tan extraño modo variaba su condición con el pasar de los días, que en poco tiempo eran muy otros. Así pues, si de chiquillos por acaso se les había visto alguna vez, ya llegados a la adultez no se podía decir éste fue el pequeño aquel. Además, su cambio físico iba aparejado con el psicológico. Ya no retozaban, pues, de acá para allá, como todo ser que en sus primeros años es todo donaires y gozo. Fijaban su residencia en alguna parte que mejor se acomodaba a sus aptitudes y características particulares para llevar una vida por completo utilitaria. Por ejemplo, si Fulano portaba un vistoso traje o destacaba por la original combinación de los colores de sus atavíos, ya se daba por descontado que sabía el oficio a que había de consagrarse. Desde la ventana o puerta de su casa, seguro de lo llamativo que era y sabedor de que el mundo conocía bien de qué honesto modo se ganaba la vida, aguardaba atento la llegada de un cliente que necesitara un servicio integral de aseo, que era para lo que estaba especializado. Arribaba el cliente, que luego se tenía quedo mientras aquél hacía su trabajo, terminado el cual lo dejaba ir quedándose con su pago en especies. Y si el cielo disponía que Zutano no había de ser notable por sus arreos, conseguía protección alojándose en la casa de un extraño. La condición para que fuera admitido en ella era que la mantuviera aseada…Pero ya es hora de decir quiénes eran esos señores, si acaso alguien no lo ha adivinado aún. Llámanse camarones. Caballeros del mar les apellidan en razón de que tienen sus vestiduras un cierto parecido con las de los caballeros del Medioevo. Mas es preciso que apunte, con temor de que se me adjetive Perogrullo, que las de aquellos en vistosidad no les quedan a la zaga a las de estos. Por contra diré que esto fue lo que saqué el día en que a las profundidades de los mares de Australia convertido en un buzo me asomé.