lunes, 23 de noviembre de 2009

90. RECONCILIACIÓN.

Siempre que conocía a otro aficionado al buceo lo primero que hacía era preguntarle qué era lo que más le llamaba la atención de estar bajo el mar. En general la respuesta estaba relacionada con el esplendor de la vida submarina: los increíbles y brillantes colores, colores con vida propia que no se limitan a ser percepción visual de luz sino también textura; los cardúmenes que nadan como un solo macroorganismo desdeñando las propiedades de la materia y que, al atravesarlos, te convierten en un fantasma; la arena que de repente se convierte en una estela de partículas dejada por un pez camuflado huyendo a toda velocidad; esos enigmáticos animales que más bien parecieran ser plantas; todo es vida, incluso lo inerte vive. Desde las briznas suspendidas que flotan en su vaivén sempiterno hasta el organismo más grande del mundo, toda esa majestuosidad convive ahí, oculto a los ojos de la mayoría de los mortales. A ella, todo esto también la llenaba de asombro pero no era lo que hacía que se sumergiera cada vez que tenía la oportunidad. Lo que le despertó esa afición casi obsesiva fue la sensación de inmensidad.

Había terminado por resignarse al encerramiento, casi claustrofóbico, que desde niña le producía el mundo: su casa, el colegio, el centro comercial; todo era un amasijo de cemento en forma de muros y techos que la aplastaban, provocándole una ansiedad que la dejaba sin aliento. Procuraba estar en espacios abiertos pero aun así la sensación solo se atenuaba; los árboles se doblaban hacia ella tratando de cernirse sobre su cuerpo. Aún en las grandes planicies, donde en metros a la redonda no había nada, le era imposible deshacerse de la sensación de opresión, del lastre que la gravedad ejercía sobre ella. A pesar de que su vida era aparentemente normal, este constante estado de tensión no le permitía ser feliz.

El día en que un amigo la instó a que tomaran clases de buceo pensó que no podría resistir el estar atrapada dentro de esa mayúscula masa de agua. Tanto le insistió que aceptó probar. Su sorpresa, y su dicha, fue increíble cuando estuvo allí sumergida. No podía contener la emoción de sentirse por fin liberada del agobio que durante toda su vida la había tenido presa; de ahí en adelante no pudo parar. Pensó incluso en dejarlo todo para dedicarse plenamente al buceo, pero después de fantasear de mil formas sobre cómo hacerlo, llegó a la conclusión de que no tenía el valor necesario para desmontar su vida. Se resignó a disfrutar de su placer como un amante furtivo, atesorando cada momento, aprovechando cada ocasión que se le presentaba. Con el correr del tiempo alcanzó un conveniente equilibrio, guardando su oasis personal apartado del resto de su vida, sabiendo que aunque allá afuera todo se derrumbase sobre ella, su refugio siempre estaría bajo el mar.

Le resultaba bastante incómodo el equipo, así como el desagradable paso por su garganta del aire frío proveniente del regulador, o tener que preocuparse por todos los detalles para tener una inmersión segura, pero todos esos inconvenientes se habían convertido en nimiedades que aprendió a soportar y a mecanizar, con tal de poder experimentar la plenitud de sumergirse, aunque solo fuera por los pocos minutos que duraba. Era irónico que lo que a muchos les producía aprensión del mar abierto a ella la reconfortaba. Estar en esa profundidad rodeada de sombras que se escabullen, de brillos difíciles de interpretar y de una constante incertidumbre, inexplicablemente le proporcionaban seguridad; sabía que allí todo estaba bien. Mejor que bien, era la perfección de la inmensidad, sentirse minúscula mecida en esa ingravidez, sin barreras, sólo espacio eterno.

La inmersión de ese día comenzó como tantas otras, pero esta vez le urgía escapar, abrumada por el cansancio de los problemas que, en su hermeticidad, nunca dejaba translucir. Descendió y por fin se encontró en paz. Estaba tan ensimismada que no se percató de que un compañero estaba teniendo problemas con su equipo y ella era la persona más cercana para ayudarlo. Cuando fue consciente de las señales que hacía con el sonajero nadó lo más de prisa que pudo hacia él, pero estaba más lejos de lo que pensaba y para cuando logró alcanzarlo éste ya estaba bastante mal. No iba a poder socorrerlo sola así que, haciendo acopio de fuerzas, lo llevó consigo dirigiéndose hacia el resto del grupo. Al ver que algo iba mal los otros fueron a su encuentro y se hicieron cargo de él.

Se sentía débil, el estrés que había tenido que soportar en los últimos días la había afectado hasta tal punto que había dejado mermadas sus fuerzas. El delicado estado en el que se encontraba, sumado al esfuerzo que tuvo que realizar, le produjo una hipercapnia. Por primera vez estaba experimentando en el mar el malestar y el agobio que sentía fuera del agua, solo que ahí fuera había aprendido a controlarlo; ahora el pánico la vencía. De repente dejó de oír el sonido de la columna de burbujas ascendiendo; todo fue silencio. Fue cuestión de segundos pero la revelación que tuvo la tranquilizó, la salvó. Descubrió que para ella bucear era el estado máximo de huida de la muerte, que el océano era el éter en el que su alma estaba en completa calma. Aún sin recordar claramente las lecciones de filosofía del colegio, vino a su cabeza sin saber porqué la idea del “cielo superior”, de cuya pureza emana la vida. Nunca había sido creyente, pero en ese azul infinito descubrió que tenía un alma, y que ésta no había podido superar el trauma de materializarse, de dejar el éter; el trauma de nacer.

Recobró la consciencia y supo que tenía que subir. Y a medida que ascendía, también ella fue renaciendo, dejando atrás el lastre de la angustia que el mundo le producía. En la superficie lo vio súbitamente todo con ojos nuevos, llenó sus pulmones con el aire más limpio que jamás había respirado y, sintiendo que podía reconciliarse con el mundo que por tanto tiempo le había parecido hostil, como nunca, rió.