lunes, 5 de octubre de 2009

53. LA RAPADURA

El Sol, aunque aún joven y sin haber llegado a desperezarse del todo, se mostraba ya altanero ante nosotros, desplegando con brío todo su esplendor. Ni una sola nube osaba a disputarle el papel de protagonista en aquella mañana de verano.

Tampoco soplaba el viento, ni había oleaje. La corriente había decidido igualmente no hacer su aparición en escena. La Naturaleza entera había conjugado todo su poder para que aquel primer acto del día tuviera como único personaje al astro rey.

El grupo era numeroso. Al menos unos 12 ó 13 buceadores nos arremolinábamos en el muelle del Puerto de la Cruz (Tenerife), en torno a la zódiac que nos llevaría de inmersión a la Rapadura.

Ninguno de nosotros conocía aquel punto de inmersión, y eso constituía mayor acicate y un aliciente adicional que espoleaba nuestras enormes ganas de bucear.

La embarcación, aunque llena de gente, se mostraba cómoda y suficiente. Sin apenas darnos cuenta, en tan sólo unos diez minutos de navegación -que transcurrieron como de costumbre entre charlas de buceo-, llegamos al punto desde el que iniciaríamos nuestra aventura, porque ¿no es cierto que cada inmersión es justo eso: una extraordinaria aventura?

Una vez habíamos fondeado, nuestro Dive Master comenzó presto a darnos el obligado ‘briefing’ de la inmersión:

-La inmersión no es fácil-, ante tal aseveración el estómago de nuestro querido amigo Ángel dio su primer vuelco.

Nuestro colega de inmersiones llevaba tiempo buceando, pero no había conseguido mejorar en demasía su consumo de aire, y las inmersiones profundas tenían la virtud de ponerle de los nervios. No en vano, y aunque ya hoy en día no tenga ese problema, le seguimos llamando cariñosamente Consumeitor.

-Es bastante profunda, sobre unos 40 ó 45 metros, y quiero que me avisen cuando lleguen a mitad de botella-, segundo vuelco de estómago. – Habrá una botella de 10 litros colgando de la zódiac a unos 5 metros de profundidad para el que la necesite-. Tercer vuelco.

Luego entró en detalles de la inmersión en sí, y comentó lo que nos encontraríamos en el camino. Si resultaba ser la mitad de bonito de lo que nos había referido en el briefing, sería una inmersión de las que no se olvidan jamás.

Nos lanzamos al agua tan pronto estuvimos equipados, y esperamos flotando alrededor de la embarcación en espera de que todos estuviésemos listos. Ese fue el momento en que el estómago de Ángel dio su cuarto vuelco. ¡Había metido la cabeza bajo el agua para observar el fondo desde la superficie, viendo accidentalmente la botella de 10 litros que había mencionado nuestro Dive Master momentos antes!

Aunque nunca llegaré a saberlo con certeza, apostaría a que aquello que pasó por su cabeza en esos instantes debió ser algo así como:

-Coño, coño. ¿Dónde me he metido? De esta no escapo. ¡45 metros! Botella de emergencias. Ay coño, coño. La botella esa será para mí. Al que me la intente quitar… le clavo el cuchillo en la yugular.

Comenzamos el descenso. La visibilidad era muy buena. Yo diría que al menos era de unos 30 ó 35 metros en horizontal.

Habíamos fondeado en la parte superior de una baja –a unos casi 20 metros de profundidad- y aleteamos hasta el borde de la misma. Aún puedo recordar aquella sensación de sobrecogimiento y admiración que tuve cuando –aún desde la parte superior de aquella formación rocosa- advertí que estaba al borde de una especie de desfiladero sinuoso, cuyo fondo debía encontrarse –calculé- a unos 35 ó 40 metros.

Nos dejamos caer libremente, unos admirando la belleza de aquel paisaje y deleitándonos con la caída, otros -como nuestro amigo Gustavo- haciendo de jinete con Ángel, que todo hay que decirlo, parecía que disfrutaba con aquello; y una vez en el fondo, comenzamos a aletear recorriendo aquel ‘desfiladero’, cuyo discurrir zigzagueante por el lecho marino marcaba nuestro rumbo.

Era formidable. Parecía que volásemos a través del Gran Cañón del Colorado. A derecha e izquierda paredes tan verticales como la más precisa fórmula matemática flanqueaban nuestro camino. Debajo nuestro, a tan sólo dos metros, el fondo arenoso. Delante, aquel pasillo que se perdía de vista con curvas a diestro y siniestro. Más allá, ¿quién sabía? Todo un nuevo universo por descubrir.

A excepción de José, que aleteaba embelesado algo más adelantado que yo, hasta ese momento no habíamos avistado mucha vida animal, pero ante la belleza ruda y desgarrada de aquellas formaciones rocosas, ¿a quién le importaba?

En tan sólo dos minutos, ¿o habían sido veinte?, la pared de la derecha de aquel barranco submarino por el que nos habíamos movido hasta el momento moría súbitamente, condenándolo a un final que, por esperado, no fue menos dramático. Nuestra profundidad no superaba aún los 35 metros.

Continuamos nuestro incesante pero pausado aleteo paralelos a la pared de la izquierda, que había sorprendentemente incluso ganado altura. Ninguno de nosotros podría jamás haber imaginado lo que nos deparaba aquel recodo del camino, que teníamos a tan sólo unos metros delante nuestro.

Al torcer ligeramente hacia la izquierda, siguiendo siempre la pared,… ¡¡increíble!!

Enormes, ¡qué digo enormes!, gigantescas columnas de basalto arrancaban desde el lecho marino para llegar hasta lo que se me antojó era el mismísimo techo de la Tierra.

Si tuviese las palabras perfectas que describieran aquello me las guardaría todas para mí, porque sería un crimen que por leerlas y obtener gracias a ellas una idea precisa de lo que hay ahí abajo, alguien pudiera pensar entonces en no bajar a verlo por ellos mismos.

Bajen hasta allí, por favor. Si no lo han hecho aún, hagan el curso de buceo. No dejen de ver aquello con sus propios ojos. Sientan lo que yo sentí.

Aquellas columnas habían tenido que ser esculpidas por una inteligencia superior. No había otra explicación. Líneas completamente verticales salían del fondo arenoso y, sin desviarse un ápice, ni romper lo más mínimo aquel paralelismo imposible, morían allá arriba, en lo alto, al menos a 30 metros sobre nuestras cabezas.

La acción del tiempo y la bravura del mar del norte de la isla habían conseguido romper una sección de aquella enorme fortaleza marina. Lucía ahora recostada en el fondo, formando sus líneas un curioso ángulo con las de la pared. Aquello me recordó que nada hay en esta vida que dure para siempre por imperecedero que nos pueda parecer.

Con la mente embriagada de belleza y admiración por la Madre Naturaleza proseguimos la inmersión. Dejamos finalmente detrás la majestuosa pared de columnas de basalto, aunque no en nuestros corazones.

Allí delante, otro recodo. Nada podía haber que superara la sorpresa que nos habíamos llevado en el anterior.

¡Mentira!

Ante nosotros, un enorme campo de gorgonias rojas y amarillas, disputándose entre ellas el terreno en incruenta lucha. Montones de colores aquí, allí. ¡Y más allá también! ¡Rojo! ¡Amarillo! ¡Más rojo!

Parecía increíble pensar que muchas de ellas habían estado allí, creciendo durante toda una vida.

Como todo lo bonito, y teniendo la Naturaleza sabia y auto protectora que ponerse en guardia de su peor enemigo –nosotros-, había desplegado aquella explosión de belleza y color a unos 45 metros de profundidad.

La seguridad mandaba y el ordenador ya nos advertía que habíamos entrado en 3 minutos de parada deco. Teníamos que ascender de cota y dirigirnos hacia el final de la inmersión.

Poco a poco, fuimos ascendiendo para, de forma gradual, minimizar el impacto de la parada, y cuando llegamos al cabo del ancla, nuestro Dive Master –como siempre-, se las había ingeniado para que no tuviésemos que hacer ninguna otra parada que no fuera la de seguridad.

Ya en la zódiac de camino al puerto, la satisfacción que da el sentirte privilegiado por haber sido testigo de excepción de una maravilla -vedada a la mayoría de las personas-, dibujaba una bonita y sincera sonrisa en nuestras caras.

Hoy, casi una semana después de aquella experiencia, cuando cierro los ojos y recuerdo todo aquello, sigo preguntándome si no fue todo un sueño, una alucinación. ¿Sucedió realmente? Sólo un pensamiento me tranquiliza:

¡Volveré allí a averiguarlo!