miércoles, 21 de octubre de 2009

65. DUELO ENTRE ARRECIFES

Percibí la sombra de su imponente silueta reflejada en la arena detrás del arrecife de barrera ubicado en el borde del primer canto del veril. Con extremo cuidado descendí tres brazas y con la mano izquierda me aseguré de de un coral duro a la entrada de una gruta donde era posible que también hubiera una morena. Desde esa posición no podría percibir mi presencia mediante la línea lateral que le permitía detectar los movimientos y sonidos de baja frecuencia dentro del agua, pues él podía percibir ruidos en el rango de veinticinco a cincuenta hertz.

DUELO ENTRE ARRECIFES
Por mi parte, tenía mejor visibilidad para observar cualquier cambio de actitud y prevenirme de un posible ataque. Fui rodeando lentamente la roca hasta que vi su enorme cabeza detrás de una colonia de abanicos de mar. Conservaba las manchas de sangre de su última víctima y parecía estar acechando la próxima. Mi respiración se detuvo al ver el brillo de sus ojos sobre la mandíbula que dejaba expuesta la feroz dentadura. No cabían dudas de que era él, pues por la comisura de la boca salía un pedazo de la cuerda de mi arpón.
Había transcurrido apenas una semana desde aquel día en que casi me devoró el brazo. Pasé toda la mañana persiguiendo un robalo que había desovado en la zona mareal a la deriva, dejando una imperceptible mancha formada por cerca de tres millones de huevos, que si fuesen debidamente fecundados, darían lugar a la misma cantidad de alevines. Pero por hábitos hereditarios, tanto la hembra como el macho, no le prestan la debida atención a su cría, de la que sólo llegarían a la edad adulta menos del dos por ciento. Libre del peso, nadaba con mayor agilidad, al tiempo que preparaba su nueva emboscada para un ataque efectivo con evidente carga de oportunismo. Su tamaño era muy superior al promedio dentro de la especie, que generalmente no supera los cuarenta centímetros. Aquel se aproximaba al metro y su masa corporal era robusta, cubierta por brillantes escamas de un color gris azulado, llegando a ser blanco con betas plateadas en la mitad inferior del cuerpo cilíndrico. Cuando conseguía aproximarme de él e intentaba apuntar el fusil con las gomas estiradas se escondía entre las raíces de los mangles cerca del cayo, aprovechaba la corriente producida por una ola para huir o entraba en una de las grietas de los irregulares arrecifes. Disparé más de cinco veces sin conseguir acertar el tiro. Pero ya era una cuestión de principios y no me daba por vencido.
Iba y volvía a la superficie para llenar mis pulmones de aire, bajaba hasta seis brazas y registraba una por una las cavidades de las rocas, descansaba un poco flotando en la superficie y respirando por el snorkel, mientras intentaba distinguirlo a lo lejos, hasta que finalmente lo volvía a divisar, escurridizo y arisco, desapareciendo nuevamente entre una mancha de mojarras de aletas amarillas. Parecía como si el maldito pez se estuviera burlando de mí haciéndome perder tiempo en el interminable juego del gato y el ratón. Lo cierto es que nunca había pasado tanto trabajo para capturar un ejemplar como aquel, con el que me encapriché y llegué hasta sentir la segregación de las glándulas salivares al imaginármelo asando en el horno de carbón que mi mujer y mi hija habían improvisado en la arena.
Después de perseguirlo durante más de cuatro horas y a punto de desistir de ensartar la magnífica pieza, vi como entraba en el interior de una cueva cuya abertura era de unos dos metros a la profundidad de cuatro brazas. Con calma fui nadando hasta el lugar, llené bien los pulmones de aire y comencé a realizar la descompresión suavemente, mientras ayudado por el cinturón de plomo me coloqué a la entrada de la caverna. Para no revolver la arena en el interior de la cavidad, con lo que perdería visibilidad y posiblemente lo ahuyentase, me quité las aletas y comencé a entrar sujetándome a los dientes de perro de la pared derecha. Escondido detrás de un grupo de caballitos de mar que danzaban sobre un viejo rascacio estaba el gran depredador avistando algún venerado. No perdí tiempo y realicé el disparo casi a ciegas, solté el fusil sin desprenderme del cordel y fui a calzar las patas de rana. Los fuertes alones eran una evidencia de que lo había atingido y comencé a luchar contra su resistencia. Ya me estaba comenzando a faltar el aire cuando agarré la varilla por las dos puntas y me dispuse a subir. Fue en ese instante en que al virar el cuerpo percibí que el enorme escualo venía en mi dirección. Su gigantesca boca abierta era impresionante y en el brillo de su mirada percibí los instintos asesinos. Sólo tuve tiempo de llevar la mano derecha hasta la vaina del cuchillo en la pierna. Su embestida fue precisa y con una rápida mordida se llevó las tres cuartas partes del robalo, rozando con sus dientes mi antebrazo izquierdo. Movido por un súbito reflejo corté la cuerda para que no me llevara el fusil y la bolla y volví la superficie a punto de ahogarme.
Con el antecedente de aquella peligrosa aventura cualquier ser humano con dos dedos de frente hubiera desistido al menos de facilitar las circunstancias que posibilitaran un nuevo encuentro, pero mi irracional espíritu de venganza me hizo pensar en su captura como el principal objetivo de cada nueva incursión por los mares que rodeaban la costa de la ciudad en que vivía. Inconscientemente dejé de apreciar las infinitas bellezas de la naturaleza submarina, los maravillosos placeres que el mar, con todos sus seres vivos pertenecientes al mundo animal y vegetal, me proporcionaba en los momentos en que sabía valorar los encantos de su misteriosa e incalculable infinidad. Dejé de reconocer que fue allí, entre las moléculas de agua salada que conformaban la inmensa masa que se interponía entre los grandes continentes y rodeaba las islas, donde aparecieron hacía millones de años los primeros síntomas de vida sobre nuestro planeta. Perdí el sentido del equilibrio de la naturaleza que mantenía en un perfecto estado de armonía cada parte del entorno, ya sea en el infinito espacio celestial, en los secretos geológicos de nuestro astro, o en las profundidades de las aguas que rodean las tierras que explotamos cada día con mayor irracionalidad. Me limité a pensar que dentro de las dos cámaras que integraban el corazón hasta donde las venas conducían la sangre oxigenada en las branquias, no podría nunca caber tanto amor propio como dentro del mío, con dos pares de aurículas y ventrículos pertenecientes a una categoría animal superior, muy por encima del nivel de la suya, aunque no fuera muy ético el raciocinio.
De forma que dediqué por entero todo mi tiempo libre a elaborar un minucioso plan para acabar con su maldita existencia. Estuve meses estudiando sus hábitos y características, consultando los más variados y contradictorios textos y contraponiendo los resultados de las investigaciones a las experiencias prácticas de marineros, pescadores, científicos y lobos marinos. Pesquisé los menos concebibles mercados de implementos más bélicos que deportivos que podría utilizar en mi guerra particular.
Porque sabía que ese era el mismo jaquetón toro que con más de tres metros de largo estaba allí detrás de los arrecifes, con un pedazo de mi cordel enredado entre sus varias hileras de incisivos reemplazables en la boca, sus cinco agallas a cada lado de la cabeza y el cuerpo cubierto de dentículos dérmicos. ¿Quién sabría en que lugar habría largado la varilla que con seguridad debía estar toda torcida? Él había robado de mis propias manos con la mayor desfachatez lo que tanto trabajo me había costado conseguir. Pero también me incomodaba que se sintiera el dueño de la región, el rey de aquel imperio existente en las profundidades marinas a las que todos deberíamos tener acceso. Muchas eran las historias de terror contadas por los pescadores sobre aquella ladera del primer veril, en la que siempre aparecía, cuando menos se esperaba y sin ser convidado. Dicen que permanecía por los alrededores a cualquier hora del día y de la noche y que sentía el olor de la carne humana a muchos kilómetros de distancia. Porque aunque no era de los que andaba acompañado, parecía como si tuviera un ejército de informantes localizando a sus víctimas para anunciarle el punto exacto donde se encontraban dentro de aquella comarca bajo su jurisdicción. Pero en realidad eran las ampollas de Lorenzini, esas pequeñas hendiduras en la cabeza, las que le permitían detectar la electricidad, pues sólo él dentro del reino animal tenía esa sensibilidad para percibir las frecuencias eléctricas y utiliza ese sentido con el propósito de encontrar las presas escondidas en la arena de las profundidades. Se sabía que en épocas de apareamiento era uno de los animales con los niveles más altos de testosterona, incluso superiores a los de un elefante africano, lo cual lo hacía un animal extremadamente territorial, pero este excedía los límites imponiendo su asustadora presencia en aquellas costas de la tranquila ciudad. Varios pescadores de superficie desaparecieron misteriosamente de sus pequeñas embarcaciones y los veteranos del mar lo inculpaban por esas pérdidas. También sufrieron ataques nadadores y surfistas que practicaban sus deportes en esa área que comenzaba a ser considerada como altamente peligrosa. A veces algunos pescadores alardosos se aparecían en la playa con un ejemplar de uno o dos metros y gritaban con orgullo que lo habían capturado, pero más tarde era nuevamente visto con su cartilaginoso esqueleto aprovechando la marea baja para demostrar su superioridad de movimiento dentro del mundo del silencio. Los menos realistas juraban haber visto una hermosa sirena sujetada a su aleta dorsal atravesando las encrespadas olas durante los frentes fríos de finales de año, para seducir a los pescadores a afrontar el desafío de la asustadora resaca. Otros daban rienda suelta a la imaginación sin límites contando sus hazañas en supuestas escaramuzas contra el rey de los mares. Y no faltaban los que aseguraban haber visto al escuálido siendo devorado por un siniestro pulpo gigante que se escondía en una de las cavernas de la encuesta submarina. Pero lo cierto era que sin llegar a ser uno de los personajes de Shakespeare, Hemingway o Melville, producía entre los habitantes de la región el mismo pavor de quien leía una de las obras de los grandes maestros. Porque las historias de terror contadas sobre él habían hecho con que los hombres, desde hacía miles de años, lo consideraran también como el Dios de los mares. Así, en Hawai estaba Kamolhoali'i, el Dios Tiburón, hermano de la diosa Pele, quien llegó a las islas en una canoa guiada por Kamolohoali'i y Las culturas indígenas del Pacífico Norte creían que los tiburones eran personas que se aparecían en forma de animal, y tenían una danza dedicada a calmar los ánimos del monstruo carnicero. Porque tanto el libro "Jaws" de Peter Benchley, como la película rodada en 1975 basada en el texto, fueron acusadas de crear mala e inmerecida fama a los pobres escualos, entre los que había muchas especies totalmente inofensivas. Pero gracias al éxito de la ridícula película de Steven Spielberg, también se logró un mayor interés en el estudio de las más de quinientas especies que existen en el planeta y hombres como Benchley fueron sus defensores y activistas combativos por la preservación de la especie.
Aunque lo menos que yo tenía en aquel instante era la conciencia ecológica que me indujera a cometer actos para evidenciar mi dignidad ciudadana. Los instintos eran tal vez más asesinos que los suyos, porque como buen representante de mi especie no podría permitirme el lujo de perdonarle la vida, dejándolo libre y tranquilamente sometido a las leyes del equilibrio natural. Yo quería saciar el voraz apetito de la caza, pues aunque no tuviera ninguna utilidad ya que su carne no contaba entre las que satisfacían mis refinados gustos, me hacía sentirme superior dentro de la escala animal. ¿Cómo dejar que otros mantuvieran el título de mayores depredadores del reino animal cuando poseía la inteligencia para superarlos sin grandes esfuerzos? ¿De qué me valían las conquistas científicas y tecnológicas, los profundos conocimientos sobre la naturaleza y el mundo animal – sobre todo para explotar indiscriminadamente sus riquezas – si no podía vencer la superioridad física del temerario carnívoro que me desafiaba desarmado?
Finalmente llegó el día del encuentro. Lo hallé a unos tres kilómetros de la costa una tarde de cielo nublado. Llené los pulmones de aire y fui a su encuentro a unos ocho metros de profundidad. Estiré las ligas al máximo, tomé el puñal en la mano izquierda y con el fusil apuntando en la derecha me coloqué frente al animal de aquella especie cuyo origen se remontaba a cuatrocientos millones de años. Por unos segundos cruzamos una mirada que parecía revitalizar un legendario conflicto entre la especie agresora y la agredida, entre víctima y victimario, entre verdugo y condenado. Sentí la impresión de que él estaba midiendo mis fuerzas, calculando el instante preciso para emprender la ofensiva, buscando el punto más débil para poderme vencer. No habría testigos, ni padrinos, ni jueces que hicieran respetar las reglas de aquel duelo, que si bien no tenía una causa de peso justificando su ejecución, era inaplazable, al menos para mí, que no conseguía reprimir bajo ningún concepto mi sed de venganza. Percibí que él mantenía la calma porque el agua entraba y salía a un ritmo casi imperceptible por sus coloradas branquias, lo que era una señal evidente de la peligrosidad de un enemigo seguro de sí mismo. Porque el desespero lleva a la desorganización de las fuerzas y a la pérdida de la coherencia en la estrategia de ataque. Esa vieja táctica de guerra era perfectamente aplicable a aquella circunstancia repleta de tensión en la que se decidiría quien sería el vencedor. Entonces intenté relajar mi cuerpo, disminuir la rigidez que me había provocado los primeros calambres en los músculos gastrocnemios de ambas piernas. Él tenía la ventaja de que podía respirar fuerte antes de disponerse a atacar o defenderse, dependiendo de los reflejos de cada cual. El intercambio gaseoso que se producía en la superficie de las ranuras branquiales permitía que la sangre, a su paso por todo el cuerpo, liberara oxígeno y absorbiera el dióxido de carbono de sus músculos y órganos. Sin embargo yo hacía un enorme esfuerzo para adaptarme a su medio y con la respiración contenida tenía que soltar el aire lentamente para no agotar todas las reservar antes de finalizar la batalla. Por un momento llegué a sentir vergüenza de estar armado frente a un rival que me esperaba únicamente convencido del poder de sus fabulosos dientes, los que insistía en mostrar de forma agresiva como para intimidar al adversario. Con cierto egoísmo pensé en mi hija, sin reparar en que también él podría tener descendientes que lamentaran la partida en caso de derrota y se esmeraran en conservar algún resto en un lugar de veneración, en su caso rodeado por caracolas y en el mío por flores. Y tuve que reconocer que era un buen padre porque su especie había optado por una estrategia reproductiva diferente a la del resto de los peces marinos y fecundaba los huevos internamente, con lo que invertía más energía en producir menos crías pero posiblemente más protegidas que las de algunos humanos insensibles. Y tal vez ellos, siguiendo el ejemplo del homo sapiens, conservarían por siglos los sanguinarios instintos de venganza y emprenderían una verdadera ofensiva contra los seres humanos, que nunca sería tan devastadora como la que se mantuvo siempre en sentido inverso.
El cristal de la máscara comenzó a empañarse en el mismo instante en que la tensión llegó a su clímax y en cualquier momento se produciría el dramático desenlace. Un intenso frío invadió mi cuerpo, que comenzó a temblar como nunca lo había hecho antes, ni en los campos de batallas durante las interminables guerras que conspiraban contra continuidad de nuestra propia especie. De repente el ciclópeo animal hizo un giro rápido y sentí mi dedo índice dominado por un reflejo condicionado apretando el gatillo del fusil. Aunque estaba apuntando al centro de la cabeza, entre los dos ojos que me miraban de forma belicosa y provocativa, al mover su cuerpo la varilla fue a atravesar la base de la cola, pero así mismo avanzó unos diez metros en dirección contraria a mi y se detuvo nuevamente a observarme de lejos. ¿Quién sabría cuántos años de angustias y persecuciones sufridas se anteponían a sus indescifrables deliberaciones? Si juzgaba teniendo en cuenta las verdades históricas de las contradicciones entre ambos, él debería estar sintiendo un profundo odio y desprecio por su principal enemigo, por lo que no escatimaría fuerzas para descuartizar mi cuerpo y devorar con soberbia hasta la más fétida de mis tripas. Pero si fuese realmente vengativo y criminal, prolongaría mi sufrimiento arrancando cada parte de una vez, deleitándose al ver mi sangre transformar el color del agua y algunos pedazos disputados por otras especies no menos resentidas por los efectos de la caza indiscriminada. Porque algunas de ellas habían sido extinguidas hasta masivamente por sustancias químicas derramadas, enormes redes que intensifican cada día su captura y hasta por proyectiles bélicos que tanto en la guerra como en la paz continuaban explotando en el fondo de los mares. De forma que si fuera por los motivos sus instintos asesinos cobrarían proporciones titánicas y mi insignificante cuerpo, que ante todo representaba a la especie más perjudicial para el planeta, sería triturado con merecida rabia, ingerido a riesgo de ocasionar otros males, y defecado en cantidades dispersas por las profundidades marítimas para que nunca más nadie pudiera recomponer aquella criatura indigna creada por la misma mano de la naturaleza.
A pesar de la distancia pude distinguir un considerable aumento en el ritmo de su respiración y me pareció sentir la aceleración de sus batimientos cardiacos. Entonces abrió completamente la boca mostrándome su monumental capacidad para arrancar de una mordida la mitad de mi cuerpo y comenzó a colocar las aletas laterales en la posición que le infringían mayor velocidad al cuerpo que parecía más aerodinámico que nunca. Pude percibir perfectamente que con un movimiento violento batió en el agua con su aleta caudal y emprendió una veloz carrera en mi dirección. Apreté el cuchillo con todas mis fuerzas y me dispuse a luchar contra él cuerpo a cuerpo, en una batalla de fieras que sólo terminaría cuando acabaran totalmente las fuerzas de uno de los rivales herido de muerte. Ahora estaba con la ventaja dentro de su medio acuático y me sabía desprovisto de la principal arma, porque la pelea con puñal le daba la posibilidad de una proximidad mayor, en la que contaría con la superioridad por razones obvias. Contra mí conspiraban la falta de un punto de apoyo firme sobre el fondo, pues la masa acuífera me mantenía en suspensión, el fatal hecho de no ser un anfibio capaz de respirar debajo del agua y la falta de condiciones físicas para realizar movimientos rápidos dentro del medio adverso, ajeno al mío natural. Pero no habría razón alguna que me impidiese aceptar el reto después que durante tanto tiempo había soñado con ese instante en que finalmente quedaría decidido cual de los dos disponía de mayores fuerzas. En fracciones de segundo comprendí que la velocidad que había alcanzado era casi supersónica y que me restaban ínfimas posibilidades para reaccionar de forma defensiva, porque él ahora había asumido la iniciativa del ataque. Y como en efecto, no tuve tiempo para nada. Sentí el fuerte impacto en el pecho y di una vuelta de cabeza. Tenía la impresión que había sido golpeado en el centro neurálgico del organismo. Aunque me pareció una eternidad, permanecí apenas unos instantes totalmente tonto entre las algas del fondo, que con incomprensible amabilidad acariciaban mi cuerpo, como queriendo devolverle la vida por compasión, a quien instantes antes de ver la muerte, había recibido una profunda lección de vida. Cuando conseguí salir del aturdimiento y llegar ileso a la superficie, vi entre las olas del mar revuelto la impresionante aleta dorsal del rey de los mares, junto a otra bien menor, alejándose en dirección a las profundidades del océano.