Hace algo más de tres años, me ocurrió un hecho que por distintas circunstancias nunca había contado, no por que fuera algo malo, sino por lo que tenía de increíble o al menos de enigmático. Ahora al ver publicado un concurso sobre buceo que organizan Vds. y a pesar de no ser mi oficio el de escritor, e incluso dudar de mis dotes para el mismo, me aventuro a plasmar en unos folios lo que no me he atrevido a narrar, confiando en su paciencia, y para que engañarnos, obligación, me supongo, de leer los relatos que lleguen a sus manos.
Sin más preámbulos, paso a la narración:
Era una mañana de últimos de mes, exactamente el miércoles 26 de mayo de 2006, no se me olvida la fecha. Según las predicciones meteorológicas iba a ser un día espléndido, por lo quedé con Alberto un aficionado al buceo a pulmón libre como yo, con el que me juntaba en algunas ocasiones para compartir nuestro pasatiempo. Nuestro trabajo era a turnos, y cuando coincidíamos con la mañana ociosa quedábamos para ir al mar.
Llevé a Pablito al colegio, volviendo después a preparar el desayuno a Marga que no entraba en la tienda hasta las diez. Mientras se duchaba hice la cama, cuando la terminé, Marga secándose vino en mi busca con la clara intención de volver a deshacerla. Yo me desentendí, debía prepararme y no había tiempo. Un poco contrariada se vistió y la llevé a trabajar.
Al vivir en una cuidad del levante español a orillas del Mediterráneo, lo que sobran son sitios para bucear, pero yo tenía el mío, es más, el sitio en si es tan bonito que es lo que me aficionó hace casi veinte años, apenas cumplidos los dieciocho.
Se tardaba unos cuarenta minutos en llegar, había calculado estar un par de horas en el agua, y salir con el tiempo suficiente para llegar a las dos y media a buscar al niño al colegio. A mitad de camino me llamó Alberto para decirme que lo sentía mucho, pero no podía ir, justo cuando se dirigía al coche, le habían llamado de la guardería de su hija pequeña, diciéndole que tenía fiebre, por lo que tenía que ir a recogerla. Pensé en volverme, sólo no se debía bucear, además no me gustaba hacerlo, nunca se sabe lo que puede pasar. Pero dudé la primavera había sido atípicamente lluviosa, y apenas había practicado un par de veces. El mar tan tranquilo y azul era una incitación a la cual fui incapaz de resistirme, a pesar que sabía que no hacía lo debido.
Cuando llegué, aparqué como siempre en la pinada al lado de una higuera vencida por el viento y casi siempre cubierta del polvo blanquecino del camino, pero que regularmente, año tras año, seguía dando su cosecha de higos. Al dirigirme hacia la playa observé que no había nadie, de por si, salvo en pleno verano es un lugar solitario, al estar la población más cercana a seis o siete kilómetros, los bañistas o paseantes prefieren disfrutar del mar al lado de sus casas; excepto en Agosto y quizás Julio, que les resulta imposible por la aglomeración de gente que se produce.
El arenal tendría quinientos metros, estando acotado a ambos lados por sendos farallones rocosos de unos cuatro o cinco metros de altura que llegaban hasta la arena. Parecía una cala, aunque en realidad era un trozo de la playa que se extendía unos siete kilómetros a lo largo de la costa. Si el oleaje de por sí en el Mediterráneo es escaso, en este paraje, quizás por el pequeño abrigo de las rocas, lo era más aún. Por eso me gustaba, por eso y por el fondo rocoso, que eran un hábitat ideal para la especie que yo pescaba: el pulpo.
Una vez puesto el traje de neopreno y las aletas me metí en el agua con el pesado tridente en la mano, digo pesado porque debido a que al principio se me rompían con cierta asiduidad, decidí hace diez años encargar uno que fuera de acero y más grueso de lo normal, más pesado pero resistente. La temperatura bajo el agua era mejor de la que me esperaba, y la visibilidad inmejorable.
Al empezar a bucear me di cuenta de lo espectacular que iba a ser el día, inmediatamente me encontré nadando entre un banco de curiosas mojarras con sus colores plateados y dorados brillando a mi alrededor. Me gustaba sumergirme y nadar entre ellas, en días tan claros era un espectáculo, parecía que bailaban acompasadamente siguiendo el movimiento de mis aletas.
Enseguida pasé a ver las primeras formaciones rocosas, al principio aisladas y casi imperceptibles, para después ocupar el fondo de una forma compacta. Apenas había algas, lo que facilitaba mi visión de las entradas de las cuevas en donde los pulpos ocultos, esperaban el paso de sus presas. No tardé en divisar los primeros ojos sobresaliendo de su escondite, pero me percaté que no eran del tamaño adecuado, tenía por costumbre no pescar pulpos de menos de kilo y medio como mínimo, y aunque había días que me iba a casa de vacío, nunca rebajé mis exigencias.
Me encontré con dos sepias que se me quedaron mirando fijamente, con algún gallo camuflado en los pequeños bancos de arena, con un cormorán perseverante pero sin suerte en sus zambullidas en busca de comida, e incluso con alguna indeseable medusa, pero de pulpos que cumplieran los requisitos, ni rastro.
Decidí acercarme a nuestro pecio secreto. Este era una barcaza que había encontrado con Alberto hace cuatro años, nos hizo mucha ilusión, para nosotros fue como encontrar un tesoro sumergido, no se lo habíamos contado a nadie, aunque en realidad tampoco tenía importancia, se trataba simplemente del esqueleto de una barcaza, seguramente de las que se utilizaban hace muchos años en las viejas salinas. Solo quedaba al descubierto los días de mucha calma, por lo que pensé que hoy era el día adecuado.
Efectivamente ya desde lejos vislumbré las cuadernas que marcaban la silueta de la barca varada en el fondo del mar, a no más de seis metros de profundidad. Distinguí un bulto en uno de los laterales (podía ser babor o estribor, pues la simetría era perfecta), pensé que era una bolsa de plástico, por otra parte habituales de encontrar. Pero al acercarme más me di cuenta que era una tortuga. Me emocioné, era la primera vez que me encontraba con una, que además me pareció espectacular.
Cuando llegué a su perpendicular la observé mejor, mediría un metro, con el caparazón de color amarillo anaranjado, y la cabeza y el pico muy grande, quizás una “tortuga boba” pensé, no porque lo supiera, sino porque era el único nombre de tortuga que me sonaba. Se encontraba allí en contra de su voluntad, enredada la cabeza y una aleta en un trozo de red que a su vez estaba enredada en una de las cuadernas de la barca. Seguramente la había apresado algún barco y de alguna manera había conseguido romper la red, quedando enmarañada en ella, yendo a parar a aquel lugar.
Inmediatamente pensé en soltarla, aunque con cierto temor. Había leído que las tortugas eran muy agresivas, y aquella tenía un pico respetable. Apenas se movía, parecía cansada y resignada. Me zambullí varias veces para percatarme mejor de la situación. Decidí dejar caer al fondo el pesado tridente para facilitarme la labor y tener las dos manos libres. Me acerqué poco a poco, al principio tiré de la red un par de veces, después toqué su caparazón. En ninguna de estas maniobras dio signos de inquietarse, lo que si me daba la sensación es de que me no dejaba de observarme, más confiado emprendí las maniobras para liberarla.
En primer lugar solté la aleta, que era lo más fácil, o al menos lo que menos miedo me daba, a continuación y después de dos maniobras de tanteo empecé a soltar su cabeza, lo que logré en la tercera zambullida. Al soltarla y emerger por última vez, ya no tuve duda de que me miraba.
La verdad es que el episodio me había cansado, más por la tensión y emoción que por el esfuerzo, y aunque aún no eran ni las doce, decidí salir del agua por el farallón que tenía cerca, así además podía ir echando un último vistazo, a pesar de la aventura no me resignaba a irme de vacío, recogí el tridente y me dirigí a la orilla.
A los pocos minutos y con unos tres metros de profundidad debajo de mí, divisé las leves oscilaciones de un tentáculo que delataba el tamaño más que regular de su propietario sobresaliendo de la entrada de una cueva rodeada de las conchas de sus víctimas. Casi sin esfuerzo dado la escasa profundidad, realicé la inmersión, ensartando al pulpo al primer intento. Debido a la rapidez de la maniobra, adquirida con los años de experiencia, la presa aunque soltó su tinta no pudo adherirse a la roca, por lo que la captura fue rápida. Cuando le saqué a la superficie, calculé que pesaría dos kilos, y que el pinchazo había sido certero, pues el pulpo estaba ya inerme. Normalmente suelo engancharlos nada más pescarlos a un aro de alambre acerado que llevo en la cintura, pero ese día debido a la escasa profundidad, decidí esperar a hacer pie para efectuar la maniobra con más comodidad. Nadé hacia la orilla y cuando calculé que ya no me cubría, casi en la pared del farallón me incorporé.
Sentí que el suelo se hundía bajo mi pierna derecha y un dolor fuerte a la altura del muslo que me hizo dar un grito y soltar el tridente. Una vez repuesto del susto y con el agua a la altura de mi pecho, me di cuenta de lo que había pasado: Al levantarme había pisado el extremo de una roca inestable, al volverse por el peso, había aprisionado mi pierna derecha en una oquedad. Traté de retirar la piedra sin conseguirlo. Con cada intento mis fuerzas disminuían, en el último me fijé en el tridente, depositado en el fondo rocoso a menos de dos metros de distancia, dándome cuenta que debido a su robustez me podría haber servido para hacer palanca y liberarme. Este pensamiento me desesperó todavía más.
Traté de calmarme y sopesar la situación en la que me encontraba: Estaba atrapado, eran las doce y media, no veía a nadie alrededor, por lo menos hasta las dos y media, hora de ir a buscar al niño, nadie se daría cuenta de mi ausencia, no llamarían a Marga del colegio hasta la tres, la cual se pondría en contacto con Alberto, como este conocía el sitio al que íbamos a ir, vendría rápidamente. Con lo cual yo calculaba que entre las cuatro y las cinco me rescatarían.
Por otra parte no estaba en peligro: No parecía tener nada roto, no sangraba, apenas había olas, el traje de neopreno me protegía de la ya de por si agradable temperatura del agua, incluso este pequeño farallón me protegía del sol. Entonces me di cuenta: Al mirar la roca que tenía delante reparé en las marcas, marcas de agua, marcas de las oscilaciones de la marea. Me entró el pánico, ese era el peligro: Con la subida de la marea podía llegar a ahogarme. No entendía mucho de mareas, la verdad es que debido a la poca oscilación que tenían en esta parte de la costa, nunca las había tenido en cuenta, no sabía lo que podían subir o bajar. Lo que si me di cuenta ahora es que estaba subiendo, y yo al menos estaría prisionero otras cuatro horas, me angustié, miré a mi alrededor con desesperación, incluso grité pidiendo ayuda, traté de nuevo de liberar mi pierna, me maldije por haber soltado el tridente, pero todo era inútil. Intenté calmarme, no tenía la certeza de que la marea subiera lo suficiente como para cubrirme, además tenía el añadido del tubo de respiración. Alejé los negros pensamientos de mi mente, me entretuve pensando en mi hijo y en mi mujer (No me perdonaba no haber atendido sus requerimientos esa mañana).
Había pasado una hora, la subida del agua no era alarmante pero si preocupante, casi me llegaba a los hombros, traté de descifrar las marcas en la roca, lo cual me servía unas veces para insuflarme de moral y otras para desmoralizarme. Sorprendido vi como a escasos metros parecía que se movía una piedra bajo el agua, sumergí la cabeza y comprobé que no era una piedra, era la tortuga que había liberado.
Ingenuamente quise pensar que venía a corresponderme, a pagar la deuda que tenía conmigo, pero no, era un animal al fin y al cabo, lo que venía era a comerse el pulpo que seguía ensartado en el tridente. Con la cabeza sumergida y respirando por el tubo observé como, sin dejar de mirarme, iba mordiendo los tentáculos con su gran pico. Dejé de espiarla para otear el horizonte en busca de ayuda: todo seguía vacío. Volví a sumergirme, seguía dándose el banquete. Me pareció notar algún cambio en el lecho marino, pero no sabía que, hasta que sobresaltado me dí cuenta de que el cambio se refería al tridente: estaba más cerca. Pensé que era un espejismo, una ilusión ópticas. Pero no, fijándome con detenimiento pude darme cuenta de que según iba comiendo, con el propio movimiento de su cabeza iba acercando el tridente hacia donde yo estaba, inconscientemente, no podía ser de otra forma, pero lo estaba haciendo.
Centímetro a centímetro se acercaba mi liberación, la tortuga comía despacio pero sin pausa fijando su vista en mí. Yo por mi parte procuraba no asustarla, el corazón se me iba a salir del pecho, cuando el tridente estaba a unos pocos centímetros de mi mano, dejó de comer. Me derrumbé, pensé que se había saciado, que se marchaba, pero por suerte me equivoqué, después de echarme un última mirada, para mi interminable, siguió con su banquete, que era a la vez mi liberación. Cuando así el arma con mi mano esperé a que se retirara, lo cual hizo casi al instante, perdiéndose en el mar.
Efectivamente el tridente me sirvió como palanca y liberé mi pierna percatándome que podía moverla sin problemas. Al llegar a la orilla, durante más de media hora liberé con lágrimas toda mi tensión. En ese momento y en infinidad de veces posteriores he pensado en la tortuga, en su forma de actuar, y aunque nunca encuentro una prueba definitiva, estoy convencido que sabía lo que hacía, que no fue una casualidad. Estando convencido también que la aventura iba resultar increíble, decidí que fuera un secreto entre mi salvadora y yo.
Jamás se lo conté a nadie, jamás quise saber hasta donde habría llegado la marea, jamás he vuelto a pescar, jamás he vuelto a comer pescado…y jamás he querido saber si las tortugas comen en realidad pulpos.
Chuchi , en Madrid a 27 de Octubre de 2009
jueves, 29 de octubre de 2009
76. ¿CASUALIDAD?
buceo inmersiones azul mar
Primera edición,
RELATO