jueves, 15 de octubre de 2009

59. INMERSIÓN DE BAJO RIESGO

Se encontraba sumergido a -5m, en plena etapa de descompresión, colgado del cabo de fondeo y con el cerebro a mil, desesperado por hallar una solución que lo alejase de la muerte inminente que lo aguardaba en la superficie. ¿Cómo había podido llegar un tipo bregado y profesional como él a este punto? Aunque su hermano siempre le decía que él era de aquellos tipos que se sientan en un pajar y se clavan la aguja... para perderla después!
***
Todo había empezado hacía menos de 24 horas con una llamada telefónica, en la que una voz masculina con la típica entonación musical menorquina, le ofrecía un trabajo de localización de un barco que se había hundido recientemente. El menorquín requería sus servicios basándose en la fama que él tenía como buen profesional y experto en estos temas. Se identificó y citó a un amigo común, que lo había recomendado. Ofrecía un buen salario tan sólo por buscar el barco hundido y multiplicaba esta cantidad por cinco si lograba localizarlo.
La llamada le pillaba a finales de junio y con la agenda a tope en su trabajo en la escuela de buceo que regentaba… Le pidió un par de minutos mientras retenía la llamada e intentaba comunicarse con el amigo común. En vano. Su esposa, que respondió a la llamada, le dijo que seguía embarcado y que no lo esperaba hasta finales de mes.
Harto de aquella conversación absurda (¿qué pasa, que no podéis encargarle el trabajo a un buzo local?) le pidió unos honorarios disparatados para sacudírselo de encima. Y la primera sorpresa que recibiría en los próximos días la tuvo cuando el isleño aceptó al momento y le comunicó que en breve recibiría un “courrier” con la cantidad pedida (ni adelantos, ni porcentajes: entera, para que viera que era un asunto absolutamente serio y con la posibilidad de quintuplicar las ganancias) y un billete de ida y vuelta en avión.
Efectivamente, a primera hora de la tarde, recibió un sobre con la “pasta”, el billete de avión, una carta náutica de la zona dónde se suponía el naufragio, unas cuantas líneas dónde se le indicaba la urgencia en recobrar unos documentos que se habían hundido con el barco y la recomendación de no hablar de ello con nadie. La discreción tenía que ser absoluta y se le pagaba generosamente para que asi fuera. También se le indicaba que ponían a su disposición una embarcación rápida, equipada con electrónica moderna y equipo completo de buceo. Y un patrón-ayudante, que le recogería en el aeropuerto.
Nuestro hombre preparó un equipaje ligero al que añadió sus queridos binoculares “Steiner Commander” con compás integrado, su paralex, un compás, escuadra, cartabón y un pequeño GPS portátil, del tamaño de un paquete de cigarrillos. Empaquetó todo y pidió un taxi para el aeropuerto.
A la llegada le esperaba el “patrón-ayudante “, un cruce genético imposible entre Copito de Nieve y Lola Gaos, con una mirada porcina que delataba una nada despreciable inteligencia. Hombre parco en palabras, con un brusco ademán le indicó que le siguiera al interior de un todoterreno aparcado de cualquier manera y partieron de inmediato.
Aprovechó el trayecto para trazar mentalmente un plan inicial de búsqueda en base a la escasa información disponible. El naufragio (por causas que él desconocía) se había producido de madrugada, en un punto indeterminado, al nor-noreste de las islas Addaia que jalonan la entrada al magnífico puerto del mismo nombre, a levante de la isla de Menorca. La luz del ocaso añadía cierta tibieza a la paleta cromática del entorno, donde el verde de los pinares se fundía con los tonos ocres de la caliza, lamida por el añil mediterráneo… El cielo, libre de nubes, auguraba un fin de semana totalmente anticiclónico, típicamente estival, y los grillos empezaban a añadir su música a la de las cigarras… Ideal para unas vacaciones. Pero, lamentablemente, él no estaba ahí para eso.
Cenó frugalmente en compañía del Sr. de Nieve Gaos y acordaron una jornada de trabajo que empezaría a las 5 de la madrugada, bastante antes de la salida del Sol. Fue muy estricto con eso, ya que buena parte del éxito de la búsqueda tenía que ver con ello. Así se lo dijo a su hierático compañero, al que ahora podía poner al día en sus roles como “patrón-ayudante-vigilante nocturno”, pues no le quitaba ojo.
Era noche cerrada aún cuando se pusieron en marcha. Se hizo llevar a la Punta Grossa y esperaron en el interior del Toyota, como dos amantes, iluminados por la rosada luz del alba que precedía al amanecer. Tan pronto hubo algo de luz, nuestro hombre tomó los Steiner y empezó a escudriñar atentamente la superficie del agua, plana como balsa de aceite. Con los primeros rayos de Sol, algo sucedió, ya que, de pronto, su cuerpo adquirió una extraña rigidez, como el sabueso que marca una presa. Al cabo de unos segundos, pegó un brinco y le indicó a Copito que le llevara más al sur, a un pequeño promontorio sobre el mar. Ahí se repitió la misma escena y cambiaron a un tercer lugar, con idéntico protocolo.
Luego le pidió ir a la embarcación y examinar el equipo. Una vez satisfechas su curiosidad y su verificación, nuestro hombre le indicó un rumbo aproximado al patrón, mientras él aprovechaba para equiparse. En un momento dado, tomó otra vez sus queridos Steiner y empezó a escudriñar la costa para desconcierto del pobre Copito, que no entendía por qué se empeñaba en mirar los acantilados si lo que buscaban estaba sumergido. De vez en cuando, le iba dando instrucciones: -“un poco más a estribor”…”asi, manténte así”… “cae un poco más…”- mientras seguía observando la costa cercana.
“-Top!” – gritó de repente para que Copito introdujese el waypoint al equipo del barco (una mezcla de sonda-GPS-Plotter). La sonda indicaba un fondo de roca pequeña y cascajo, a -37m., perfecto para una exploración. Preparó un “perico” (un artefacto compuesto por un peso de unos 4 kgs, sedal y boyarín), para marcar visiblemente el “waypoint” y le indicó a su compañero que mientras él estuviese sumergido, se mantuviera alejado pero atento a la aparición de una boya o algo similar.
El patrón, por primera vez, le deseó “mucha suerte” con una sonrisa de caimán, aunque era su extraña mirada lo que le inquietaba y desazonaba en demasía… Probó un par de veces ambos reguladores, escupió en la máscara, verificó la presión de los tanques y se dejó caer, siguiendo el sedal del boyarín. Empezó el descenso, en un mar planchado todavía, y en un agua con una visibilidad excepcional. Un cardumen de serviolas cruzó su trayectoria, mientras algunas de ellas se interesaban por el penacho de burbujas que marcaba su descenso. Las rocas destacaban oscuras sobre fondo claro y, llegando a los -20m, de repente, la vió.
La embarcación, un llaüt menorquín como los utilizados para la pesca de la langosta, tan abundante en la zona, descansaba sobre el fondo, en posición de marcha. Unos pequeños hilillos de aceite, o combustible, escapaban hacia la superficie… Nuestro hombre sonrió entre las burbujas; era esto precisamente lo que había estado buscando desde su privilegiada atalaya de Punta Grossa: manchas de aceite (el naufragio era reciente) que delataran su presencia. Tan pronto las descubrió, anotó mentalmente el ángulo que le indicaba el compás en los binoculares. Ya tenía la primera demora. Cambió de posición un par de veces más con objeto de establecer otras dos demoras. La intersección de las tres, le daba el punto donde se encontraba la mancha de aceite. Desde el mar, sólo había tenido que restar o agregar 180º a cada una de ellas para obtener el punto dónde echar la sonda, observando los lugares desde donde habían sido tomadas. ¡Este iba a ser el dinero más fácil que hubiera ganado en toda su difícil vida!
Se aproximó para amarrar el “perico” a uno de los pescantes del llaüt cuando los distinguió: decenas de sacos de arpillera llenaban la embarcación, hasta casi la tapa de regala. No necesitaba inspeccionarlos para saber lo que eran y lo que contenían. Los había visto, manejado, pescado, estibado y preparado demasiadas veces en el pasado: resina y polen de hachís, calidad “doble cero”, empaquetado al vacío en plástico de calidad y sellada de modo impermeable, envuelto todo en sacos de arpillera, de unos 28 kgs cada uno. Abrió un tambucho para cerciorarse de que toda la embarcación estaba hasta los topes. Calculó que en total habría unos 3500Kg-3800Kg, demasiado carga para tan poca barca. Y encima se habían olvidado la trapa del vivero de langostas abierta; por eso se había hundido. Lo más probable es que esa embarcación formase parte de un equipo de descarga de un barco nodriza. La pesca de la langosta ya no era lo que fue…Después de la crisis del calzado, mucha gente volvió al negocio tradicional del contrabando, adaptando la carga en función de los tiempos…
En un instante pasaron por su mente decenas de noches, encorvado sobre los mandos de sus queridas Crompton Marine, amurando las olas a más de 50 y más de 60 nudos, sin luces y equipado sólo con el “cíclope”, un intensificador de luz procedente de un equipo militar ruso. EL arco de seguridad de la embarcación aserrado para impedir que el hábil piloto del helicóptero de vigilancia “acogotara” la embarcación con los patines (siempre había admirado la maestría y la habilidad de aquél fulano!). Y detrás, rugiendo, los cuatro, a veces cinco, “cabezones”, tragando casi mil litros de combustible tan sólo en el viaje de vuelta… Los enormes carburadores mecánicos multicuerpo alimentaban sin cesar a los más de mil caballos sedientos, descartados los modernos de gestión electrónica después de que en cierta ocasión un helicóptero, pertrechado con un inhibidor de alta frecuencia, había achicharrado los “chips” y los había dejado ahí, tirados, impotentes, mientras la lancha de Aduanas les daba alcance… Por suerte, habían tenido la precaución de “salar” la carga; una estratagema que habían ideado para salir airosos en trances semejantes: la carga se lastraba con sacos de sal, al que se le añadía un corcho, una antena de coche y una hoja de papel de aluminio. En caso de apuro, se echaba la carga por la borda, que se hundía rápidamente por la sal. Con el tiempo, la sal se disolvía y la carga flotaba de nuevo, con la antena y el papel de aluminio chivando su presencia al radar. Así habían conseguido recuperar la carga en varias ocasiones… Si tenía que abandonar a su querida Crompton, tenía otro invento: una bomba incendiaria de relojería en forma de lata recortada en la que vertía ácido de batería y una generosa ración de gasolina, a la que arrojaba una bola de papel de aluminio que contenía azúcar y un plomo de pesca en su interior. El tiempo que tardaba el ácido en corroer el metal era el tiempo de fuga disponible. Una vez el ácido sulfúrico contactaba con el azúcar, éste se incendiaba, inflamando a su vez el combustible e iniciando una reacción en cadena con los depósitos, los motores y el resto de la embarcación, que quedaba destruida en pocos segundos…
Su vida había sido una auténtica regata, siempre con bruscos cambios de rumbo… Aconsejado por su hermano, se largó lo que hizo falta a Escocia, a Fort Williams, para convertirse, en medio plazo, en un excelente buceador profesional de alto fondo.
Dos años en la “off-shore” de élite, la del Mar del Norte, buena paga, buenas condiciones y patada en el culo pasado el tiempo que ellos consideraban que el cuerpo, maltrecho por el buceo en saturación, ya no rendía como antes. Como siempre le decía su hermano, en ese puto trabajo estás cambiando dinero por salud. Y ellos lo saben mejor que tú. Por eso te echan… El refugio solía ser las plataformas arábigas o rusas, incluso las del gas en Argelia…Si tenías suerte, las de Tarragona o las venezolanas… pero no era fácil entrar si no estabas a buenas con cierta gente… Buenos contactos, malas compañías y otro cambio de rumbo, esta vez en Gibraltar. Era la buena época del tabaco y del licor; de las apuestas en el Bar Manolo, en La Línea, con los “picoletos”, a que no había lo que tenía que haber para pillarle cuando le tocaba ir de “liebre”, según la técnica del Estrecho… Luego llegaron los tiempos del hachís, y con ellos, la llegada de gente del norte, que no entendía de juegos ni de pactos. Y empezaron a tirar cadenas a los rotores del helicóptero, a ir “enfuscados” y al gatillo fácil. Y llegaron las desgracias. Por suerte para él, ya había dado otro cambio de rumbo al timón de su vida. Y a tiempo. Ahora, desde hacía unos pocos años, ayudaba a su hermano a regentar una escuela de buceo en la Costa Brava, a enseñar a la gente que el buceo no tiene edad…
***
Y hacía menos de 24 horas que había vuelto a cambiar el rumbo de su vida, una vez más. Pero ese nuevo rumbo tenía todas las trazas de ser un rumbo de colisión. Como un superpetrolero, que horas antes ya sabe si va a colisionar, sin posibilidad de evadirse, él, desde el descubrimiento del “doble cero”, había comprendido la jugada en su totalidad, encajando las piezas del rompecabezas: el famoso maletín con documentos, que resultaba pesar más de 3 Tm y media… la excelente paga para garantizar su discreción, la urgencia…Incluso la ausencia del “jefe” y la presencia de Copito, que acababa de descubrir en su nuevo rol como futuro e inminente “asesino” a añadir a los de “patrón-ayudante-vigilante”. Porque no había duda de cuál sería su final al llegar a la superficie. Nadie sabía de su presencia en la isla. Nadie le echaría de menos aquí. Nadie los había visto partir. Y nadie, estaba seguro, hablaría…
Terminó la parada de descompresión y añadió tres minutos más, la de seguridad. En su especial situación, no le importaba eliminar nitrógeno sino pensar en un buen plan para intentar salvar el pellejo. ¡Qué paradojas tiene la vida! No es el agua lo que nos daña, sino el aire. El peligro para el submarinista siempre está arriba: las hélices, las orzas, las enfermedades disbáricas… y, en su caso particular, las balas.
La mirada interrogante de Copito fue lo primero que vio al romper la superficie. Sus manos quedaban ocultas pero su actitud era más desenvuelta, menos abúlica.
-“¿Qué?-gritó-“¿lo encontraste?”
-“No. Falsa alarma. Eso va a ser como buscar una aguja en un pajar- respondió, recordando a su hermano- “hay que seguir buscando, tío”- añadió, con cara de circunstancias y procurando aguantar, sin desviarle, la mirada.
Y de este modo empezó todo un teatro con vueltas a tierra, toma de demoras, inmersiones, que les llevaron toda la jornada… Incluso terminaron por transformar un viejo timón en un ala de planeador submarino… Le dijo a Copi que llenara bien los depósitos de combustible de la Predator 92 y encargó también una botella de oxígeno. Con la ayuda de dos trasvasadores, preparó una mezcla de nitrox al 80% y la dejó colgando a cota de descompresión. Necesitaba desnitrogenarse a fondo.
Era su décima inmersión del día cuando regresó a bordo. Justo antes de partir, con los motores en marcha, le dijo al patrón que esperase, que había un cabo colgando en un costado… Cuando Copito se inclinó por la borda para recuperar la botella, aprovechó para golpearle con una pastilla de plomo y lo arrojó por la borda. Dio un golpe de timón hacia el costado por dónde había arrojado al desgraciado al tiempo que empujaba sin contemplaciones las dos palancas gemelas del gas. La Sunseeker saltó hacia adelante y hacia un lado, apartándose las hélices del lugar donde braceaba y blasfemaba el hombre. Dio una vuelta completa para asegurarse de que estaba bien y aprovechó para tirarle un par de defensas, para que pudiera flotar sin cansarse. Consultó el GPS, introdujo un nuevo rumbo y partió hacia el Norte, a mar abierto. La brisa le secaba el agua en la cara y la sal cristalizaba por toda su piel. El aire tenía un nuevo olor, a libertad… Pero nada había terminado aún.
Aunque probablemente Copito estuviera aún mucho tiempo en remojo, no quería correr más riesgos innecesarios. La zona de la caída era de mucho tráfico marítimo o igual la embarcación estaba sometida a vigilancia desde tierra (muy probable), así que suponía que sus queridos amigos habrían imaginado que regresaba por mar, ya que no podía tomar ningún avión después de la paliza de inmersión que llevaba. E igual les daba por organizarle una fiesta de bienvenida. Así que lo más prudente era regresar a la isla y hacer algunas llamadas.
Se separó unas treinta millas de la costa y luego cambió de rumbo (otra vez) hacía el Este y al Sur, venciendo la tentación de navegar hasta la península. Atardecía cuando fondeó en la maravilla natural de Cales Coves, en medio de otras cuatro embarcaciones. Una semanita más y esto estaría a reventar... Bajó a tierra con la pequeña “dhingy” y se dispuso a hacer una pequeña excursión hasta la cercana urbanización de Cala’n Porter, donde suponía que habría cobertura telefónica.
Descolgó al segundo timbrazo. La conversación fue breve:
-“Los documentos perdidos son unos 130 fardos de “doble cero” – continuó –“el engaño supone doblar el precio por saber las coordenadas. Mi silencio está garantizado por mi pasado y por lo que cobraré. Obviamente tengo un paracaídas. Si algo me sucede a mi o a los míos, no tengo necesidad de acudir a la justicia. Mi justicia reside en un par de deudas de honor que cierta gente contrajo conmigo. Toda la información de la que dispongo y una buena cantidad en concepto de molestias creo que serán suficientes como para que nadie tenga ganas de complicarse la vida, ¿no te parece? Mañana volveré a llamar para decirte donde debes enviar esta vez al mensajero. Si todo es correcto te daré las coordenadas exactas y, de propina, dónde recuperar tu preciosa Predator”. Colgó. Ya estaba hecho. Y dicho.
***
Han transcurrido tres semanas desde entonces. La transacción tuvo lugar sin ningún problema. La pregunta del alumno queda por un momento suspendida en el aire:
-“Oye, ¿cómo tipificarías el riesgo de la inmersión recreativa?”
Un breve relámpago cruza la mirada de nuestro hombre antes de responder torciendo el gesto, con su calma y socarronería habituales:
- “Pues como va a ser: de bajo riesgo, hombre, de bajo riesgo…”.