miércoles, 28 de octubre de 2009

75. MAREA

Son las diez de la mañana. Un perro vagabundea en la playa sin decidirse entre el río y el mar. La mujer no lo mira. Tiene los ojos fijos en el horizonte, en esa línea que oculta de la vulgaridad humana la sensual curvatura de la tierra. Mientras observa, camina y sus pies regalan hoyos a los cangrejos al hundirse bajo el peso del equipo que sostiene. Un ronquido anuncia la proximidad de la lancha.

Olas sobre olas. Las primeras se detienen antes de tocar la playa. Ella se abre paso entre el revoltijo de barro y espuma. Sube a la embarcación. El agua invade el piso anunciando la agitación del mar. El mar que es una sábana en movimiento. Una sábana bajo la cual se adivinan espirales de brazos y de piernas que se envuelven.
La mujer contempla ahora, desde cerca, semejante vastedad. Palpa su cuerpo, minúsculo comparado con el universo que se prepara a explorar. Se consuela de su propia exigüidad; porque esa exigüidad la delimita, mantiene el ritmo de su latido, le da vida y libertad. Esa clase de libertad del perro corriendo en la arena. No espera. Se pone el pesado equipo por sí sola y entra. El agua saladísima está fría, pero ella no lo nota. Siente en las piernas el vaivén agresivo del agua, que la golpea como si se tratase de los costados de un navío; golpea, se aleja, golpea. Le cuesta mantenerse a flote. Hay un imán que la atrae hacia el centro de la Tierra. No hay pies ni arena que la sostengan. Sólo un precipicio húmedo y desde abajo aquellos brazos, que siguen halando, ansiosos por enrollarse en su cintura.
La mujer piensa con rapidez. Revisa su fuerza, repasa sus habilidades deportivas, analiza las posibles averías en el equipo, se pregunta si debe desistir, lo intenta. Una vez y otra; y otra; y otra. Cómo medir la distancia que separa el instante de la determinación del instante del abandono, los segundos infinitos en los que la respuesta es la huida. Cómo imitar al pescador que se hace uno con el mar para dejarse guiar hacia los peces. Ella sólo sabe que debe acallar el torbellino mental y dejarse cubrir por la espuma. Lo hace. Así de simple ahora y antes imposible, casi. Comienza el descenso. Forcejea todavía por momentos con la liquidez que se opone a ella y sin embargo la deja entrar, un poco más cada vez, como esos amores en los que la resistencia esconde un secreto pedido de entrega. Su cabeza quiere hacerse pesada, sus oídos sordos. Intenta aliviarlos y después decide no hacerles caso. Deja que su imaginación la distraiga tejiendo historias mientras avanza, abriendo por su mitad las aguas del mundo. La sal y el yodo la fertilizan. Se reconoce una más entre las corrientes que la cruzan.
Mediodía pleno. Hay una mujer que camina desde la playa, en dirección al bosque. Está brillando de agua y de algas. Nunca perderá ese brillo, aunque lo olvide. Sus cabellos escurridos son cabellos de náufraga. Sabe que corrió peligro. Pero sabe también que venció al mayor de los monstruos marinos: el que habita el mar que ella contiene.