martes, 20 de octubre de 2009

62. INOLVIDABLE INMERSIÓN

Siempre me ha gustado el agua, soy buena nadadora y he crecido y vivido siempre en una ciudad marítima y, por ende, frente a la playa. Pero nunca sentí especiales deseos de sumergirme y bucear más allá de lo necesario para evitar afrontar una ola de gran tamaño cuando el mar está agitado, durante el plácido baño de una jornada playera.

Más como todo en la vida llega en su justo momento, tuve ocasión de hacerlo invitada por un amigo que solía bucear en una zona que conocía perfectamente, y que, como me aseguró, no albergaba ningún peligro. Reconozco que, tras sus muchos intentos para convencerme, su empeño y tesón en hacerlo me acabaron por convencer y finalmente accedí.

Escogimos un precioso día que, aunque nublado, era sereno y no había amenaza de lluvia. Dejamos el coche en lo alto del risco donde terminaba la carretera y bajamos la pendiente que descendía hasta la playa, pertrechados de todo el material necesario. Caminamos un rato entre las rocas hasta que llegamos al lugar desde donde nos zambulliríamos, sin peligro de golpearnos con alguna roca cercana, en una zona con bastante profundidad.

Me enfundé el ajustado traje de neopreno, las aletas, las gafas y, finalmente, cargué a mi espalda la pesada bombona de oxígeno. Y lo mismo hizo Luis. Nos acercamos al borde de la roca y miramos hacia abajo. El mar estaba tranquilo y sus aguas eran limpias y claras.

Tras dirigirnos una mirada de complicidad, nos dejamos caer al agua. Me coloqué el tubo en la boca y me zambullí junto con mi compañero de viaje. Me costó poco tiempo acostumbrarme a la inusual ligereza que me otorgaban las aletas -era la primera vez que las usaba-y comencé a disfrutar de mi propia ingravidez dentro del agua.

Nadamos hacia la profundidad y mis ojos hubieron de adaptarse a la escasez de luz que, poco a poco, a medida que descendíamos, nos iba rodeando. Me quedé maravillada cuando comenzaron a hacerlo, ya que pude comprobar que el colorido y la belleza del fondo marino me eran absolutamente desconocidos, más allá de los preciosos reportajes del mundo submarino que había visto en muchas ocasiones en los documentales de la televisión.

Todo un sinfín de pequeños crustáceos de largas patas pululaba por el fondo rocoso. Luis me señaló una pequeña agrupación de erizos de mar cuyos colores variaban del blanco y verdoso al rojizo o pardo, aunque los que más vi que abundaban, eran de color violeta. Parecían haber excavado una ligera cavidad en la roca donde se encontraban.

Divisé un par de las llamadas liebres, con sus característicos tentáculos en la cabeza. Eran de un color rojizo con manchas blanquecinas y avanzaban por el fondo con sinuosos movimientos, ramoneando sobre un grupo de algas rojas. Entonces, Luis me hizo una seña indicándome que mirara detrás de mí. Lo hice y ví un cachón que venía nadando hacia nosotros, valiéndose de su curioso sistema de propulsión a chorro. Más tarde, ya fuera del agua, me informaría Luis que se trataba de un macho en celo, puesto que su manto presentaba vistosas y coloridas rayas. Pasó tan cerca de mí que hube casi de retirarme, dándome tiempo a observar que, rodeando su boca, tenía unos brazos cortos y otros dos largos que terminaban en una especie de maza con ventosas, que llevaba extendidos hacia el frente. Detrás de los brazos, destacaban sus grandes ojos y me llamó la atención la característica ondulación de su manto al nadar, que se me asemejó a una airosa falda femenina que el viento meciera. Me quedé observándole hasta que lo perdí de vista, mientras se alejaba.

Seguimos nadando sobre un inmenso vergel natural de algas de diversas formas y colores; algunas de ellas eran de color verde oscuro y tallo corto, semejantes a pequeñas lechugas de lozano y esponjoso aspecto, que se extendían ante mi vista, formando una extensa pradera verde. Había otras de tipo filamentoso, con un fronde de lo que parecían mechones de hilos; también vi otras formadas por tiras coriáceas, comprimidas, y con una serie de gruesas vesículas hundidas en las ramas a intervalos más o menos regulares, de color pardo-verdoso, que se movían a nuestro paso con ondulantes y casi sensuales movimientos.

Llegamos a una zona en la que había como una pequeña cueva excavada en la roca y Luis me hizo señas para que mirara atentamente. Pudimos ver un cabracho escondido entre las rocas, semienterrado en el fondo arenoso, confundido con el mismo, pues con su color pardo con zonas más claras y oscuras se mimetizaba con su entorno a la perfección. Así todo, pude distinguir su voluminosa cabeza tortuosamente ornamentada con protuberancias, espinas y papilas, así como sus grandes y saltones ojos, que parecían observarnos desde su escondite, pero no pareció estar muy preocupado por nosotros, pues permaneció inmóvil en su soporífero letargo.

Por delante de nuestros atónitos ojos, pasó un agujón, más vulgarmente llamado trompetero, por la forma de su cara. Su cuerpo era alargado, fino, rígido y duro, como una fusta y su cara se prolongaba hacia delante formando un estrecho y largo tubo, en cuyo extremo se encuentra la boca, que captura sus presas por succión. Se alejó plácidamente, nadando casi a ras de suelo, entre la vegetación, como si de una enorme serpiente se tratara.

Seguimos avanzando y reconocí un colorido grupo de julias, con tonalidades pardo-anaranjadas con tonos amarillos y blanco sucio en los costados, y por debajo, crema-amarillento desde la boca a la cola; había otros pardo rojizos o achocolatados por el dorso, con una mancha blanca en el morro, y el vientre crema blanquecino.

Estaba totalmente alucinada con la variedad de especies y la agitada vida que se encontraba uno allí abajo, disfrutando inmensamente de los intensos coloridos que me rodeaban, cuando nuevamente detuvimos nuestro recorrido para contemplar un hermoso pulpo de gran cuerpo globoso, del que pude contar salían ocho largos brazos con dos filas de blancas ventosas. La superficie de su cuerpo parecía verrugosa y pude ver que sus grandes ojos parecían amarillos. Estaba inmóvil, como si estuviera descansando o a la espera de alguna presa que apareciera nadando y se pusiera a su alcance para atacar, en una oquedad excavada en la arena, rodeado de numerosas conchas y piedras y en uno de sus brazos vimos que retenía una botella de cristal que algún humano debía haber arrojado hacía mucho tiempo, a juzgar por el aspecto de la misma. Al vernos, su estado de ánimo pareció cambiar, puesto que, por un momento, y de forma muy rápida, viró del amarillo a pardo, luego a gris y, finalmente, a verde. Sabiendo que pueden llegar a ser agresivos si se ven amenazados, nos alejamos rápidamente para no provocarle con nuestra prolongada presencia.

Luis miró el reloj que llevaba en su muñeca izquierda y me hizo una seña para indicarme que debíamos regresar, pues nuestra reserva de aire tocaba a su fin. En aquel momento, recuerdo que pensé que se me había pasado el tiempo sin sentir, tan ensimismada como estaba en la contemplación de tanta belleza y observando en vivo y en directo las formas, colores y costumbres de los animales que tantas veces había visto en fotografías de libros o encerrados en la pantalla de televisión.

A nuestro regreso, divisamos un par de centollos, seguramente macho y hembra, de robustas y largas patas, con distintas tonalidades rojas y pardas, con algunas zonas más claras y oscuras, y matices anaranjados. Caminaban trabajosamente por el fondo rocoso, sorteando las numerosas piedras y obstáculos que encontraban en su camino.

Por primera vez vi un pez escorpión, cuya dolorosa picadura pude comprobar hace tiempo, en una playa cercana. Su cuerpo era alargado, sus ojos estaban situados muy juntos hacia la parte superior de la cabeza y su amplia boca, casi en vertical, le daban un aspecto característico. A decir verdad, me pareció bastante feo (si es que este apelativo puede aplicársele a un pez). En la parte superior, dos aletas dorsales, una mucho más corta, de color negro, que es por donde inyecta el veneno cuando se entierra en la arena de la orilla de la playa. Su color era pardo oscuro-verdoso en el dorso, virando a amarillento o castaño claro en los costados, donde destacaban unas líneas azules, amarillas y oscuras, formando finas bandas.

Ya en el momento del ascenso, topamos con un pequeño grupo de mules de lomo azul grisáceo, costados plateados y vientre casi blanco, perfectamente adaptados para encontrarse cerca de la superficie sin llamar mucho la atención de sus posibles depredadores.

Con cierta tristeza, saqué el tubo de mi boca al ascender a la superficie y sacar la cabeza del agua, con mis retinas todavía en estado de shock, impresionada por toda la maravilla submarina que acababa de contemplar.

Visto desde fuera, el mundo submarino nos puede parecer un simple medio de obtener alimento, pero cuando uno se adentra en él, comprende la necesidad de concienciarnos y cuidar de nuestros fondos marinos, cuya riqueza influye decisivamente en el equilibrio biológico de nuestro planeta, siendo la actividad humana el principal elemento causante de las mayores agresiones.

No quisiera que mi deseo de volver a zambullirme en otra ocasión no muy lejana no pudiera llevarse a cabo por haber sido destruido el bellísimo y complejo mundo del fondo oceánico, tan rico y variado como lo es el resto del planeta que habitamos, llamado Tierra.