martes, 27 de octubre de 2009

72. RETORNO AL PARAISO

Estuvo mucho tiempo ausente y el regreso al lugar donde disfrutó los veranos de su niñez le produjo sentimientos encontrados que se enredaban en medio de la bruma espesa de sus recuerdos: por una parte tenía sensación de añoranza, como si siempre lo hubiese echado de menos; pero por otra parte, algo en aquel lugar le sabía a distancia a rechazo. De lo que no cabía duda era de la belleza que exhibía y de la paz que acompañaba a esta. Pronto supo que aquel era el jardín con el que había soñado toda la vida y por primera vez se percataba de que lo que creía irreal y onírico, había formado parte de su vida en una edad temprana. Lo que tenía ante sus ojos era una maravilla. Era, sencillamente, su paraíso.

No tardó en sumergirse en su pasado para empezar a saborearlo desde el inicio, despertando los sueños que lo habían mantenido vivo. En aquel sensacional paisaje, había diferentes cromatismos de verdes, amarillos, rojos; colores indefinidos distribuidos por una amplia extensión en la que dominaba el ocre; terminaba por el noroeste en una vasta prolongación de arena, mientras en el lado opuesto, desaparecía el colorido paisaje en una repentina hondonada. El conjunto era salvaje e irregular, y sin embargo, no resultaba caótico.
Decidió recorrerlo palmo a palmo y recrear cada imagen en su cerebro. Fue entonces cuando empezó a despertar su memoria: ¡claro que había estado allí!; el recuerdo le devolvió la energía de antaño, pero con una mirada mucho más ávida para escudriñar cada centímetro y deleitar al máximo su mente. Tras un vistazo prolongado a cada conjunto particular que decoraba el escenario, la nostalgia empezó a apoderarse de ella; le venían a la mente escenas protagonizadas por sus hermanos -a veces con ella-, que hasta ese momento tenía totalmente olvidadas. Quiso repasarlas despacio, pero se agolpaban a la salida como queriendo escapar del encierro en el que habían pasado tantos años. Decidió dejar aquellas imágenes para más tarde y aprovechar la luz del sol en su paseo. Empezó por explorar un promontorio próximo cuyas plantas exhibían sus filamentos, poco más gruesos que un fideo, que ondeaban rítmicamente con sus tonos grises y anaranjados. En la base, cobijaban alguna actinia carnosa cuyo rojo intenso contrastaba con los tonos apagados de sus protectoras.
En los roquedos adyacentes, las padinas y las acetabularias se entremezclaban en la parte superior; abrían hacia al cielo su circular plataforma gris azulada, con contrastadas rayas concéntricas las segundas, que permitían diferenciarlas de las primeras. Permanecían unidas a la roca también por un corto filamento de aspecto frágil, pero apenas se apreciaban algunas arrancadas alrededor. Los verdes poliédricos de las ulvas rígidas y el lecho alfombrado de las membranosas daban un aspecto señorial a toda la zona, a cuyos pies, se consumaba la majestuosidad con pequeños grupos de clavelinas, perforadas en su transparencia por un rayo de sol. El conjunto estaba tapizado en la parte vertical por agrupaciones naranjas de astroides que, con su amplia gama de matices −en la que destacaban los fosforescentes−, realzaban el perfil de cada roquedo. Bajo cada pequeño saliente, se podían observar algunas ramas de las gorgonias blancas (parecían arbolitos invernales) que se hallaban allí cobijadas. Vio erizos, que recordaba siempre perezosos, acompañando a la flora en pequeñas grietas a la sombra y gorgonias violáceas a las que sí alcanzaba la luz. Cuando quiso mirarlas de cerca, tan absorta como estaba en cada detalle, algo que se movió de repente le produjo un sobresalto. Sonrió para sí misma y se tomó un respiro que aprovechó para memorizar y grabar en su cabeza cada imagen, incluso aquellas en las que no se había detenido en un primer momento, como los helechos plateados o los plumeros de penacho amarillo, que parecían retar a las filamentosas anémonas, y que ahora aparecían bajo sus párpados con nitidez; y… lo vio de nuevo, pero otra vez se le escapó la silueta ¿qué sería? Solo había sido capaz de captar una sombra de aspecto alargado.
Más sosegada, continuó la exploración de su paraíso secreto. ¡Cómo lo había añorado! Aquella sensación de vacío que siempre iba con ella, como si hubiera perdido algo importante en el pasado, había recibido de pronto en su edad adulta como una bocanada de aire fresco y de pronto todos los huecos, los espacios que creía que no llenaría nunca, habían quedado cubiertos. ¿Cómo se podía añorar algo sin saber qué era lo que se añoraba? Eso era un misterio, pero ahora estaba feliz y solo deseaba desbordarse de esa emoción; las preguntas llegarían más tarde, que ya habría tiempo.
Recordó, al verlas, unas pequeñas fallas casi paralelas, en cuyas paredes había multitud de oquedades; el espectáculo era impresionante: la luz se proyectaba sobre la arena que cubría el fondo de los surcos, y esta devolvía el reflejo dejando el espacio lleno de minúsculas partículas brillantes suspendidas; al trasluz se distinguía toda una diminuta fauna llena de vida y movimiento que parecía alimentarse de aquellas iridiscentes galaxias flotantes. En las paredes, había unos cilindros de dos o tres centímetros de largo, de color pardo unos y otros grisáceos, de cuyos orificios asomaban esporádicamente unos plumeros preciosos. No eran todos iguales: los había de color lila, naranja claro, marrón, amarillo, rojo, blanco… Dotaban a la pared de un singular colorido capaz de transmitir vida a la piedra. A la izquierda de las fallas el jardín tenía un aspecto más tenebroso, pues era un arenal en el que crecían praderas de posidonias que alcanzaban una altura considerable; sus cintas, verdes y pardas, ocultaban un pequeño mundo animal que iba desde las podas planas camufladas en la arena, hasta las plateadas obladas y sargos, pasando por las preciosas y abundantes crías doradas de salpas.
Siguió una de las zanjas. Como iba mirando el fondo, se sorprendió de pronto ante una oscuridad azulada, expresiva en sus matices y reflejos, que le instaba a penetrar dentro de la cueva que la producía. La tentación de aquella belleza venció a sus temores. Llevaba una linterna con la que enfocó las paredes. Había en ellas una amalgama de vegetación que con la incidencia de un rayo irisado y el enmarcado de la luz azul, parecía abrir la puerta a un mundo de fantasía. Se fijó en lo que su padre siempre había llamado “mano de muerto”. Brotaba de la pared con una base gruesa, como la palma, que después se dividía en cuerpos independientes entren sí con forma de dedo, alguno de los cuales parecía tener la última falange doblada. Las “manos” lucían guantes de encaje blanco con pequeñas incrustaciones de color perla, y como color de base tenían el granate o el morado. En el todavía claroscuro de la cueva, como el aspecto era tan real, daba la sensación de que alguna estiraría de repente el brazo para agarrarla por el cuello o darle un bofetón.
¡Otra vez! Ensimismada en las “manos” el susto fue mayor. En esta ocasión vio una silueta alargada, como una serpiente grande, pero demasiado veloz para definirla con claridad.
No creía que allí pudiera sentirse amenazada. Sin embargo, le extrañó no recordar esta parte del “jardín escondido” de cuando era niña. ¿Es que su padre no la llevaba? Tampoco recordaba haber oído hablar de la cueva. Entonces, de forma fugaz, algo en su interior se estremeció. Cuando su madre se ahogó, ella era todavía un bebé y después nadie le explicó los pormenores. ¿Y si había sido allí? Comenzó a avanzar lentamente hacia la profundidad de la cueva, alumbrando continuamente a su alrededor. Tenía la sospecha de que el silencio sobre la misma estaba relacionada con la muerte de su madre. La cautela le aceleró el corazón. Había una pequeña gruta en el fondo de la cueva. En horizontal cabía de sobra, así que se atrevió a introducirse por ella.
De pronto, algo salió de la oscuridad y la atacó, mordiendo sin piedad el brazo en el que llevaba la luz. La linterna cayó hecha trizas y… ¡aaaaahhhh! ¡No! Parte de su brazo también. Se estaba desangrando y sentía un dolor tan agudo que la llevó al borde del desmayo. Ahora no veía, pero era fácil dar la vuelta en la gruta y salir. Se anudó el brazo con la cuerda de la bolsa que llevaba siempre. Se pegó al fondo tratando de mantener la tranquilidad, pues de lo contrario podría quedar allí para siempre; salió de la pequeña gruta. Tenía que seguir guiándose por las paredes y así lo hizo, aferrándose con la mano útil a la arena del fondo para no perderse, pues en la roca podía haber animales peligrosos. Entonces, sintió otro mordisco que le rozó los dedos de los pies. Tuvo suerte de que la aleta le protegiera, pero la próxima vez no sería igual. Estaba segura de que era una morena y, si se había enfadado, no la dejaría en paz. Los sollozos empezaban a hacer mella en su respiración. Ya se le había escapado de la boca el tubo dos veces y no podía permitirse el lujo de quedarse sin oxígeno en la cueva.
Todo seguía demasiado oscuro como para que la salida estuviera cerca. Flojeaba y empezaba a sentir que no lo lograría; casi se arrastraba literalmente por el fondo, empujándose con la mano. Algo palpó en la arena que instintivamente provocó la retirada del brazo, pero se dio cuenta de que era sólido a pesar de que su tacto, a través del guante, no era muy fino. Al menos eran objetos inanimados, duros, que seguro que no mordían. Volvió a desplazarse por tanto de la misma manera, ayudándose del fondo; había más piezas sólidas diseminadas por allí, las cuales, de forma monótona y maquinal iba cogiendo y dejando caer en su camino hacia la boca de la cueva. Estaba extenuada por el dolor que sentía en el brazo y la costosa manera de avanzar que tuvo que emplear. Entonces, empezó a ver la claridad de la salida y calculó sus posibilidades, tenía que lograrlo.
Antes de darse el último impulso para salir de allí nadando con la aleta que le quedaba, tomó algo casi esférico del suelo. Otra pieza como las anteriores o, al menos al tacto así lo parecía, como si formaran parte de un todo. Era más ligero que una piedra y estaba cubierto de plantas; pero no podía entretenerse en eso ahora, la cabeza le daba vueltas, y si venía la morena, no tendría muchas oportunidades de salir de allí con vida, así que tenía que apresurarse. Sin embargo, se quedó con aquel extraño cuerpo circular porque tal vez si atacaba de nuevo aquel bicho podría metérselo a tiempo en la boca; Ya empezaba a tener visibilidad y tal vez la interceptara a tiempo.
Justo llegó a la entrada de la cueva y ya iba a iniciar el ascenso cuando presintió algo: giró un segundo la cabeza y la vio. Cuando aquel animal serpenteante abrió la boca, sin pensarlo dos veces le empujó dentro el objeto. La morena se fue masticando y mellando su presa mientras ella iniciaba el ascenso lo más rápido que pudo. Solo había unos doce ó catorce metros hacia arriba (subiría directamente, por supuesto) y otros veinte hacia la orilla; lo conseguiría, a pesar de su estado y de llevar solo una aleta; pero la morena no la seguiría a la superficie.
En cuanto salió del agua, perdió el conocimiento. Su marido la estaba esperando unos metros más lejos y rápidamente se dio cuenta de que algo no iba bien; llamó a emergencias mientras se acercaba a ella con el coche. Observó los daños, aflojó el torniquete y lo colocó de nuevo mientras oía, a lo lejos unas sirenas. Ella luchaba contra unas imágenes que ocupaban su cerebro en contra de su voluntad. Todo el arenal del fondo se encontraba lleno de piezas pequeñas, algunas mordisqueadas. Al coger una de ellas, comprobó que se trataba de un trozo de vértebra. Bueno, será un esqueleto, se oía decir; pero justo cuando iba a soltarlo se le apareció el rostro de su madre medio ahogada luchando por encontrar la salida de la cueva. Rápidamente descendió a coger más huesos del fondo, y comprendió...
La ambulancia llegó enseguida y tras hacer la primera evaluación para estabilizarla, se la llevaron al hospital de la comarca, donde quedó ingresada con pronóstico reservado.
Al día siguiente, unos chiquillos encontraron en la costa, cerca del lugar de la desgracia, una pieza dura con forma de esfera irregular (evidentemente era algo roto), con marcas de dentelladas, y en cuyo interior había restos de caracolas y otras especies marinas. Parecía recubierto de un musgo baboso. La madre de los chicos, absorta como parecía en su lectura, enseguida levantó la cabeza y reclamó el objeto para averiguar qué era, porque siempre cogían porquerías. Se lo quedó mirando durante unos segundos y se lo devolvió, no sin las consabidas palabras: “siempre cogéis guarrerías”. Y volvió a su lectura mientras los niños se llevaban su preciado tesoro: un trozo de boya que contenía parte de la inscripción del Club Náutico y que seguramente llevaba tiempo hundida.