martes, 20 de octubre de 2009

63. EL ANILLO SUMERGIDO.

Faltaban unas horas para la amanecida cuando en el pueblo se comenzó a escuchar un ronroneo creciente. Era el nuevo de enero de 1959. En poco más de veinte minutos una tromba de millones de metros cúbicos de agua provocó la muerte de casi centenar y medio de personas. La presa de Vega de Tera, situada por encima del lago de Sanabria, en Zamora, se había roto, y sus aguas, desbocadas, bajaron por el cañón del río Tera hasta hacer desaparecer el pueblo de Villadelago.
Fue necesaria la intervención de un grupo especial de submarinismo y buceo para proceder al rescate de los muchos cadáveres que habían quedado atrapados por el fango y los escombros en el fondo del lago de Sanabria, ese grupo se desplazó desde las islas Canarias, y estaba dirigido por Alberto Vázquez Figueroa quien, a bordo del buque escuela Cruz del Sur y a lo largo de dos años, había aprendido de Jacques Cousteau casi todo lo que una persona puede saber acerca de los misterios submarinos.
El agua estaba helada, la visibilidad era nula, los obstáculos infinitos, las corrientes traicioneras, los medios de los que se disponía muy escasos…, aún así, durante las inmersiones del primer día se rescataron catorce cadáveres. Los familiares de los desaparecidos contemplaban las labores de búsqueda desde las laderas que delimitaban las tierras conquistadas por el lago de modo tan violento. El buceador más joven no pudo continuar bajo el agua después de haberse quedado con el brazo de un cadáver medio enterrado entre matorrales al tirar de él. Los cuerpos, por la acción de las bajas temperaturas del agua, se quebraban como el cristal. Ni uno solo de los submarinistas del grupo pudo conciliar el sueño durante las primeras jornadas. El fondo del lago era cambiante porque las aguas todavía buscaban acomodo, lo que incrementaba el peligro del rescate: un mal movimiento y el buceador podía quedar atrapado por una pared que había permanecido en difícil equilibrio y terminaba de derrumbarse. Ginés Ventura, experto submarinista, habría encontrado sepultura bajo aquellas aguas de no haber sido por el acierto de un compañero que desenredó su equipo de buceo enmarañado en las rejas de una ventana huérfanas de fachada. Alonso Cortina a punto estuvo de morir de hipotermia: el hierro de unos escombros rajó su traje y el agua helada no tardó en filtrarse hacia su cuerpo, convirtiendo el equipamiento en una trampa que le impedía ascender hacia la superficie con la rapidez que la situación requería. Alberto Vázquez Figueroa rescató cuatro cadáveres y quedó obsesionado por un quinto que desapareció de su vista como por ensalmo. Se trataba de una chica de larga cabellera; había llegado a agarrarla por la cintura con ambas manos para evitar que el tronco se partiera, pero trastabilló, intentó recuperar el equilibrio batiendo los brazos y fue en ese instante cuando el cadáver se perdió entre el cieno. Alberto anduvo tanteando por los alrededores con sumo cuidado, mas no halló ni rastro de la muchacha. La única razón que pudo dar una vez en la superficie fue que llevaba un anillo enorme y brillante. Ese dato le bastó a uno de los vecinos para quedar convencido de que la desaparecida no era otra que su mujer. El hombre se había librado de la tragedia por su trabajo de pastor, lo que lo mantenía alejado del pueblo, cuidando del rebaño en la majada. El jefe de buceadores, contraviniendo la lógica y la seguridad, conmovido por el llanto y la desesperación del viudo, bajó de nuevo con la esperanza de recuperar el cadáver. Sin éxito. El lugar quedó marcado en su memoria por el curioso repecho que las aguas hacían en la ladera, simulando una ostra.
Cinco años más tarde Alberto regresó a lo que fue Ribadelago. No sabría explicarse qué impulso le hizo volver a aquella ladera en la que apenas se reconocía la forma de una concha. La casualidad hizo que se encontrara con el pastor que, según le confesó, visitaba aquel lugar siempre que podía. Utilizaba el azogue del lago a modo de lápida de una sepultura inmensa. Vázquez Figueroa realizó una inmersión. En un lustro los materiales de buceo habían mejorado de forma ostensible y lo que se encontraría bajo la superficie no sería el espectáculo borroso de años atrás. Con esa esperanza recorrió el fondo que servía de sepultura todavía a tanta gente. Encontró indicios de un socavón en el fondo que había sido recubierto por sedimentos diversos, entre los que no faltaba el eje de una carreta. Su autonomía no era suficiente para aventurarse a remover todo aquello. La hipótesis más plausible decía relación con un torbellino traicionero que había arrastrado el cuerpo de la mujer hacia ese recoveco, el tiempo se había ido encargando de taparlo. Así se lo explicó al buen hombre, que agradeció de corazón el esfuerzo del buceador.
Tras de tiempos vinieron tiempos, y cuatro años más tarde Alberto volvió a encontrarse con el pastor. Recuperar aquel cadáver rayaba la obsesión, y tan pronto las botellas de oxígeno de doble duración dejaron de estar en fase experimental y la calidad de los materiales del traje de buceo aumentó, Vázquez Figueroa quiso probar fortuna de nuevo. Pertrechado de todo lo necesario para resolver la cuestión sin necesidad de prospecciones previas, el submarinista se zambulló ante la atenta mirada del viudo. Una vez en el fondo, con sumo cuidado, fue deshaciendo las capas que le impedían acceder a la hondonada. No resultaba tarea difícil, el problema era que cada vez que conseguía retirar un trozo grande de escombro el agua se enturbiaba durante un buen rato. Eso retrasaba todos los cálculos previstos. El tiempo corría en su contra, y el eje de la carreta, con el que tantas veces había soñado, se resistía a ser retirado. No lo lograría, maldecía. Cinco minutos más y sería peligroso continuar ahí abajo. El hierro no cedía. Tres minutos. Un último esfuerzo. Dos minutos. ¡Por fin! El eje se dejó arrastrar y con él piedras y maderas. Un minuto. Ahora no podía abandonar, el agua todavía estaba turbia, no obstante, si no aguantaba un poco más ya no sería capaz de volver a sumergirse. Cincuenta segundos y la claridad comienza a volver al fondo; cuarenta segundos y Alberto se asoma a la abertura dejada por los últimos escombros retirados. Treinta segundos y puede alcanzar la mano en la que se adivina un enorme anillo cubierto de robín. Lo agarra y está a punto de tirar del cuerpo cuando se da cuenta de que junto a la muchacha momificada hay otro cuerpo de un varón joven agarrado a sus piernas. Ambos están totalmente desnudos. Diez segundos. Alberto toma impulso y sube.
Le entregó el anillo al hombre y le mintió que su mujer había recibido digna sepultura bajo las aguas. Salvo el metal, todo lo demás habría sido descompuesto por las aguas.
El pastor pudo, finalmente, descansar en paz.
Alberto todavía sigue teniendo pesadillas.