domingo, 27 de diciembre de 2009

103. UN ESCÉPTICO EN DARWIN

Hacia tiempo que oía hablar de las expectativas que despierta la isla de Darwin. Es en realidad, un maldito islote de piedra volcánica en medio del Pacífico, muy alejado de cualquier otro punto que suscite el menor interés. El viaje fue largo, hicieron falta muchas horas de navegación. La travesía me dejó agotado. “A Darwin no se va, se llega” les decía de manera insistente a mis compañeros cuando aún ni si quiera se veía la silueta de la roca. “El viaje vale la pena solo para venir aquí”, me decían. Siempre me ha dado miedo entusiasmarme demasiado si hay la posibilidad de fracasar. Así que esta vez, todos los comentarios que me parecían excesivamente optimistas, decidí ponerlos secretamente en reserva.

Darwin se hizo rogar, pero por fin llegamos. Ahora tendría que ver si todas esas expectativas se cumplían o tendrían que dejar paso a los consuelos fundados en la poca visibilidad, las corrientes, la temperatura del agua.... o vete tú a saber que otro argumento de urgencia. Pero no. Fue coser y cantar. Seis, siete, ocho.... diez! No hubo acuerdo sobre la cantidad de esos seres extraordinarios que habíamos encontrado. Un compañero me explicaba que ya había visto algún ejemplar aislado antes, muy lejos de aquí. Ahora bien, no le había impresionado tanto como en esta ocasión, en la maldita isla de Darwin. Para mí y para otros, ésta había sido la primera vez.
Ciertamente, son seres fuera de lo normal. Movimientos sinuosos, de reacción rápida, pero incapaces de evitar algún pequeño encontronazo cuando las corrientes y las trayectorias nos llevaban hacia la colisión. Lo vi en un par de compañeros que, por suerte, no se hicieron daño. No me hizo ninguna gracia. Lamentaría mucho haber venido hasta aquí para acabar con lesionados. Todos me parecieron más o menos iguales. Podían ser más grandes o más pequeños, pero extremadamente iguales. La forma de las aletas, los diferentes tonos y manchas de la piel son, al menos, pequeños detalles que los diferencian unos de otros, y a su vez, permiten que se reconozcan entre ellos. De paso, también son útiles para que los reconozcamos nosotros. De hecho, fueron estos detalles los que permitieron disipar las dudas sobre si todos los ejemplares eran diferentes o era el mismo que giraba una y otra vez. Una cosa me cautivó: sus ojos. Claramente desproporcionados respecto a las dimensiones de su cuerpo, pero de una gran brillantez. Cuanto más cerca los tenia, más brillaban, y justo en ese momento, más se aceleraban los movimientos de sus aletas, también desproporcionadas.
Los compañeros estaban exultantes. Gritos de alegría desmesurada, gesticulación hiperexpresiva y adjetivos superlativos se enfrentaban a mi escepticismo más sólido. Realmente había valido la pena? Su medio cada vez está más degradado, tienen problemas de subsistencia y el futuro que les espera no les es muy favorable. Y nosotros hemos de estar aquí molestándolos? Incluso he tenido la sensación que eran ellos los que me miraban a mí, interrogándome. Si puedo, la próxima vez los evitaré. No me han parecido demasiado interesantes.
Lo que no he conseguido averiguar es para qué demonios les sirve esa columna de burbujas que cíclicamente sale de su cabeza hacia la superfície. ¡Para que luego digan que los tiburones ballena somos raros!