miércoles, 30 de diciembre de 2009

119. LA PRIMERA MAÑANA DEL MUNDO

Hay un momento del día en el que todo lo que imaginemos es posible. Por un extraño encantamiento el tiempo se vuelve espacio para alojar a los sueños que quieren ver la luz y darles cobijo más allá de nuestra mente. Ese lugar donde se forjan los sueños existe y se encuentra en el límite entre la noche y la alborada, sus fronteras son imprecisas, tanto como los primeros destellos de la mañana pero mucho menos que las mil quimeras que cobran vida en él.

Historias de un buzo

Poseídos por el ansia de hallar ese rincón mágico salimos una madrugada siguiendo un sendero de estrellas y dispuestos a abandonarnos al abrazo de la marea, tal vez lo que buscábamos no era otra cosa que el origen de un sueño, ese que se desvanece antes de llegar a ser y que se pierde para siempre en la tiniebla sin que logremos retenerlo en nuestras manos. Quien sabe si las olas esconden tan sutil tesoro y si, al entregarnos a su vaivén nos concederían el don de descubrirlo.
La Luna cual Diana cazadora de sombras lucía casi plena sobre el mar trazando un derrotero inmenso que se perdía más allá del horizonte, su mantilla de plata dejaba entrever unos ojos morunos de mirada embaucadora que invitaban a la complicidad con la noche. Siguiendo su estela llegamos hasta una orilla donde nos dispondríamos a quebrantar los confines de la aurora. En pocos minutos ya estábamos preparados, un movimiento bastó para deslizarnos bajo las aguas y fundirnos con el misterio de la oscuridad.

A la luz de nuestros focos iban saliendo a escena todos los personajes, algunos de ellos, trasnochadores invictos, otros aún sumidos en el sosiego de su descanso como si por encima del velo de agua el tiempo no existiera para ellos. En cada roca dormitaba algún cabracho mimetizándose con las rugosidades de su lecho pétreo, las fulas apenas asomaban la boca desde su refugio, como queriendo atraer a un beso imaginario; la viejas, recostadas sobre la arena y con sus colores desvaídos cobraban el aspecto inquietante de figuras de cera, completamente inmóviles pero con los ojos abiertos, parecía que desde su letargo controlasen cada uno de nuestros movimientos. Alguna sepia ingrávida se dejaba mecer a media agua ondeando su manto de gasa. Mientras tanto, unos metros más adelante, una silueta fugaz cortó la oscuridad, era un jurel que no entendía de horarios y vagaba como lobo solitario en la noche. Sobre el fondo, una figura sinuosa cruzó ante el haz de nuestras luces, un congrio de arena que irrumpió en el lugar haciendo gala de una elegancia altiva con la arrogancia de quien se sabe bello e inusual, su contoneo cadencioso nos evoco por un momento imágenes de danzarinas orientales perfumadas de jazmín y sal.
Sobre un saliente un pequeño chucho dormía con la serenidad de un niño, su cuerpecito menudo se movía al ritmo de su respiración transmitiéndonos la ternura de los sueños infantiles, al contemplarlo una sonrisa se dibujo en nuestro rostro, toda la dulzura del océano había tomado forma en aquel ángel de paz.
Y en medio de ese sosiego absoluto, poniendo el
Contrapunto a la quietud que nos rodeaba, la ciudad que no descansa y sus habitantes que, en una actividad frenética se encargan de dar vida al arrecife cuando todo parece rendirse al abandono. En cada recoveco cientos de gambitas escalaban la roca, bajaban, se deslizaban por la arena e iban desapareciendo tras el relieve en perfecta formación, las centellas de sus ojos se desgranaban por la arquitectura caprichosa de la pared, insinuando el alma de fuego que una vez esculpió aquel paisaje. En el seno de la noche la lava retorna a la vida y refulge en la mirada de las criaturas del mar. En un intento de dirigir aquel movimiento perpetuo, los cangrejos araña alzaban sus patas delanteras marcando el compás con la corriente, un grupo de cuatro de ellos custodiaban la entrada de una grieta balanceándose al unísono; una minúscula gambita de lunares se unió al jaleo agitando alegremente sus antenas; mientras, en su cueva, una cigala asomaba las pinzas presta a abalanzarse sobre el último bocado de la jornada; un pulpo reptaba sobre su terreno de caza alargando sus tentáculos en un gesto que desafiaba al hambre. Y desde sus balcones de roca las gambas jorobadas contemplaban con actitud impasible el espectáculo que les brindaban los noctámbulos empedernidos.

Al percibir una tenue luz que despuntaba, dejamos a nuestras espaldas a los habitantes del veril y su entusiasta faena, apagamos los focos y buscamos una roca plana en la que asentarnos, un altar sobre el que la Diosa del Alba, tras el sacrificio de la noche pudiera depositar su ofrenda luminosa ante nosotros, humildes mortales en busca de un milagro. Y el milagro se hizo, y la luz nació. Poco a poco el negro fue tomando tonos de añil y malva, azulón tornando a turquesa, matices blanquecinos donde no había otro color que el de la nada, ensamblando la vidriera de aquel templo sumergido. En un arrebato final la claridad rompió bajo las aguas erigiéndose en dueña y señora del lugar, coronando de esplendor la entraña del océano.
A la llamada de la aurora iban acudiendo tímidamente lasCriaturas diurnas, deslizándose desde unas sombras que poco a poco se diluían en el agua. Sus perfiles se dibujaban en el azul cada vez con más nitidez y, en el tiempo que dura un bostezo toda la vida brotó a nuestro alrededor: bancos de sargos prestos a comenzar su ronda matutina, el fulgor del amanecer arrancaba chispitas de platino a su librea recién abrillantada. Al igual que estos, las bogas abandonaron su tono gris y lucieron mil reflejos metálicos con los que cortar el agua a su paso vertiginoso. Las viejas liberadas ya de su inercia revoloteaban entre las rocas con renovado brío en su atuendo, parecía que una bandada de aves exóticas hubiera invadido el lugar para salpicar de carmesí el lienzo de la marea. Mientras, pequeñas cuadrillas de barracudas iban a la caza de su desayuno sobrevolando un arenal cuajado de anguilas jardineras cuyo balanceo cadencioso se perdía en ese punto del infinito donde no alcanza la vista.
Súbitamente nos sentimos invadidos por una inquietud extraña, como si el halo de un espectro rondara tras de nosotros. No tardamos mucho en descubrir que ese espectro era tan real como corpulento, su tamaño se equiparaba sobradamente con el nuestro; se trataba de un imponente chucho negro que nos agasajaba con su danza seductora. Su manto ondulante recreaba juegos de luz con el fulgor incipiente, nos envolvía en un embrujo del que no queríamos librarnos, aquel animal rotundo quebrantaba toda lógica posible al transformar su contundente figura en la esencia sutil de la armonía. Cuando se alejaba su baile se fue con él, que no su magia, ella perdura en cada movimiento del agua y, si alguna vez sentimos de nuevo una presencia espectral, quizá se trate de esa magia que regresa a nosotros para hacernos bailar a la deriva.

Aún embargados por la maravilla del encuentro proseguimos nuestro rumbo al filo de la mañana descubriendo la metamorfosis asombrosa que había sufrido el espacio que nos alojaba. La fauna nocturna había desaparecido en el vacío, el mismo del que surgieron de repente todos los pobladores que ahora nos acompañaban; las fulas ya no buscaban besos entres sueños sino que fuera de sus guaridas moteaban el paisaje; pejeverdes, herreras, medregales afanados en sus respectivas tareas; los peces trompeta exhibían solemnes su elegancia de día de fiesta. Y de la oscuridad que reinaba momentos antes solo quedaba un trazo en la memoria. La luz había vencido a la tiniebla y de la noche extinguida había engendrado al día.

Amparados por el veril emprendimos nuestro regreso a la orilla que había servido de punto de partida de nuestro viaje a través del alba. Pero el amanecer aún nos tenía reservado un último regalo, el espectáculo más bello, la escena más sublime que puedan captar unos ojos. Diluyéndose en el velo de la superficie un torrente de partículas doradas centelleaba por encima de nuestras cabezas. El sol recién nacido había derramado su esplendor sobre las aguas quebrándose en destellos de fuego y ámbar, profanando las profundidades con el galanteo de un amante lujurioso. Toda la superficie estaba cubierta por esa pátina, tan delicada que se resquebrajaba en cada rizo de las olas. Y entre los recovecos de cristal que se abrían en ella haces luminosos de un dorado purísimo caían a plomo cortando el azul. El oro milenario que una vez forjara el alma del astro rey se había devanado en las manos de una sirena con vocación de Penélope que, sabiamente iba hilando los rayos que sustentan la bóveda celeste. Y en ese laberinto de púrpura las hadas de la luz jugaban a perderse para luego aparecer extendiendo sus vestiduras de tul y recibir así a la mañana. Era un homenaje a la vida que renacía victoriosa bendiciendo a todos los seres de la creación desde el fondo del mar al infinito. Y nosotros estábamos siendo partícipes de esas bendiciones inmersos en aquel alud incandescente.

En la primera mañana del Mundo todo tuvo que ser de esa manera, las tinieblas se esfumaron en el vacío y tímidamente la claridad fue tomando posesión de sus dominios, las criaturas de la noche cedieron el magma de su mirada a la fragua donde se moldearían los perfiles de la Tierra, miles de seres huidos de las sombras colmaron de vida el seno del océano y una amalgama de contraluces puso marco al altar de sal y roca donde una diosa triunfante proclamó su consagración. En la primera mañana el sol ocupó las aguas sin pedir permiso y unas manos de sirena entretejieron con hilos de oro el nido donde nacen las quimeras, las hadas danzarinas desgranaron en el azul las centellas robadas a un cardumen y su risa puso música a la aurora madre de los elementos.
Un brazo de luz nos rodeó para depositarnos suavemente sobre la arena. El día había despuntado por completo y en nuestras caras se dibujaba la sonrisa de quienes habían logrado su cometido, no hacían falta palabras para adivinarnos el pensamiento, habíamos acudido a aquel rincón del tiempo para encontrar la cuna de los sueños y conseguimos tocarlos, retenerlos y nacer con ellos mecidos por el alba. A partir de ahora ya sabremos donde hallarlos, allí aguardan pacientes a que los descubramos y les hagamos existir. Quizá los sueños, como el mundo tuvieron también su primera mañana, por eso al rayar el sol vuelven a la vida guiados por la esperanza de resurgir y, ataviados de azul y oro celebrar por fin la vida en todos los hijos de un océano vibrante.

A veces por las noches vuelvo a sentir esa presencia espectral, inquietante a mis espaldas, como si un ser inmenso desde las profundidades nos envolviera en su manto ondulante para llevarnos con él y arrastrarnos a su baile de marea. Tal vez sea el momento de tomar el sendero de plata que conduce hasta una orilla, de abandonarnos a las olas y buscar, bajo el mar guardián de los tesoros el punto impreciso entre el letargo y la vigilia en el que todos los sueños son posibles. Y allí, donde tiempo y espacio se confunden se harán entonces realidad, y nos acompañarán eternamente cada vez que la mañana nos sorprenda despertando entre dos aguas.