domingo, 27 de diciembre de 2009

105. RIVALES

Nunca supieron con certeza cuál de los dos la descubrió antes. El buceador inglés afirmaba que había sido él, pero el submarinista portugués aseguraba que él la había encontrado primero. Pero los dos estaban de acuerdo en que era bellísima.
La estatua de mármol, aposentada en aquella zona arenosa entre rocas, como en un fastuoso templo, en una penumbra irisada, representaba, sin duda, una deidad antigua, seguramente a la Venus romana.
La diosa del amor mostraba en sus labios una sonrisa incitante, casi lasciva. Con los párpados ligeramente abatidos, parecía ofrecer una promesa de placer irresistiblemente atrayente. La mano izquierda se posaba en uno de sus pechos, de forma delicada, haciendo que lo que quedaba visible resaltara aún más su perfección redondeada y turgente. La mano derecha se detenía sobre su pubis con una pose imposible de definir que podía ser interpretada como pudor o como provocación, según quién la contemplaba y el ángulo de visión desde el que lo hiciera.
El buceador inglés la encontraba extremadamente pudorosa, mientras que el portugués la veía como una volcánica demostración de consumado erotismo.
Sin embargo, tal contradicción convergía en un mismo efecto: ambos se sentían extrañamente excitados por aquella belleza femenina y marmórea, que se hallaba en una cota de profundidad de 25 metros, en los fondos de aguas transparentes de la bahía de Mazarrón, en el llamado Bajo de Emilio.
En las horas nocturnas, el efecto que se producía junto a la Venus era mágico, sobre todo si no había luna. El plancton en suspensión brillaba con fosforescencia amarilla de luciérnaga submarina, meciéndose como en un vals acuático suavísimo alrededor de la estatua. Entonces la silueta femenina se mostraba como una aparición.
Algunas veces ocurría que un banco de bogas, agrupadas en cardumen, nadaba alrededor de la diosa buscando refugio, perseguidas por algunos dentones hambrientos que a su vez buscaban presas. El movimiento del agua revelaba remolinos y estelas de fosforescencia milagrosa. En momentos así la Venus del mar parecía cobrar vida y movimiento.
Por eso, los dos submarinistas buscaban esa hora oscura de noche sin luna para visitarla y adorarla. En aquel mundo de silencio, sólo roto por el burbujeo del aire de las botellas que ascendía con leve rumor, las tinieblas cobraban color, gracias a la luz de las linternas que hacían brillar el rosado caparazón de las gambas y los camarones, de ojos brillantes
Nunca supo ningún buceador de la zona cuál de esos dos extranjeros había visto primero esa estatua, tan conocida por los buzos de la zona. Tampoco supo ninguno cuál de los dos perdió antes la razón embrujado por su belleza de mármol. Y menos aún, cuál de los dos atacó primero. Pero sí que habían luchado con saña suicida ahí, a 25 metros de profundidad, disputándose el imposible amor de aquella estatua de diosa romana.
Los dos cadáveres aparecieron flotando entre dos aguas con los latiguillos de los reguladores cortados, los neoprenos rajados a punta de cuchillo y los cuerpos ensangrentados. A su alrededor, los peces mordisqueaban sus rostros descubiertos.