miércoles, 30 de diciembre de 2009

120. SIN PODER PENSAR

Estaba seguro de que aquél sería un día precioso, tenía que serlo. El amanecer en el Mar Rojo tiene la capacidad de atraerme como un imán. Cada mañana, antes de la llamada general, subía a la cubierta superior del Pearl con un café muy caliente, para contemplar el espectáculo del sol y el viento... “¡Qué maravillosa oficina tengo!”.

El nuevo grupo llegó ayer. Algunos belgas, españoles, portugueses, y británicos. Hemos navegado toda la noche y hoy empezamos las inmersiones en las Brothers. Todos los que han buceado aquí saben de la maravilla de los corales, lo apasionante de la vida marina, la magnífica sensación de libertad y, especialmente, recordarán lo salvaje, lo extremadamente salvaje de las corrientes. El Mar Rojo es, en sí mismo, un larguísimo canal de agua abierto por sus dos extremos. Y las islas Brothers están en medio de ese canal, expuestas a la furia del mar, a la fuerza de sus corrientes.

Para cuando todos están levantados ya me ha dado tiempo de tomarme al menos dos cafés. Ahora el brieffing. Alí, el instructor jefe, cuenta la inmersión, lo de siempre, con la misma broma de siempre:
- Recordad: máxima profundidad 40 metros, tiempo máximo 60 minutos, no 40 minutos a 60 metros, ¿vale?.

El Akhawein, conocidas por islas Brothers, son dos islas que quedan casi en el centro del Mar Rojo, a la altura de El Quseir, a unas 70 millas marinas al sudeste de Hurghada. Big Brother tiene unos 500 metros de largo y un faro construído por los ingleses hace más de un siglo, fácilmente visible. Small Brother, un islote de unos 50 m de largo, queda a unos 800 metros al sur de Big Brother. Los barcos de buceo fondean al sur de la isla, al abrigo del viento y las fuertes corrientes. El modo operativo es sencillo: con las barcas auxiliares los buceadores saltan al agua en el extremo norte de la isla. Hacen una entrada negativa para evitar que la corriente les desvíe y, por la mañana, se bucea en la cara este, arrecife en el hombro derecho, y por la tarde buceo la cara oeste, arrecife en el hombro izquierdo. Al llegar al extremo sur de la isla las auxiliares les recogen o, si no hay excesiva corriente, nadan hacia el barco.

La primera inmersión de la mañana, que se inicia sobre las 7, suele ser la mejor para ver pelágicos. La idea es alejarse del arrecife al inicio de la inmersión, aprovechando la fuerza de la corriente en la punta del islote, de forma que, sin perder de vista la sombra del arrecife, nos adentramos en el azul, profundos, sobre los 35-40 metros. Esperando, y tras no más de 3-5 minutos, siempre pueden verse tiburones. Prácticamente siempre.
Bueno, en realidad son ellos los que suben a verte a ti.
Esta ha sido siempre mi inmersión preferida, es el mejor momento del día para bucear, se inicia la actividad de los depredadores, y te despiertas entre bestias majestuosas, a 40 metros, en medio del azul...

Perfecto, es un día perfecto. El viento es fuerte hoy. Bueno, y cuándo no. La tripulación ha echado ya a popa la botella de seguridad. Parece que la corriente hoy es especialmente fuerte, "¡Hace un ángulo de casi 45º con la superficie! Tengo que decírselo a Alí.”

Mientras todos preparan sus equipos, discuto con mi jefe la inmersión, serán 11 buceadores en mi grupo. Le comento la fuerza de la corriente a popa. Alí es quien organiza todo lo referente al buceo y a los clientes. Es, además, el hijo del dueño del Pearl.
- No pasa nada, lo has hecho antes. Puedes hacerlo. Además, no hay más opciones, te toca el grupo grande

Sin comentarios.

Todo parecía rutinario. Todo parecía perfecto. “Otro día en el paraíso”.

Lo de siempre, equipos preparados, saltamos a la Zodiac, remontamos las olas hasta la punta norte del islote, salto al agua, señal de OK, todos conmigo, inicio la inmersión... Hasta aquí todo fue rutinario.
Iniciamos el descenso hasta 35 metros, y nos separamos del arrecife unos 30 metros, siempre manteniéndolo a la vista. Aparecen varias sombras en el azul, estoy casi seguro de que eran grises y martillos. Cómo me gusta mirarlos, son tan gráciles, tan majestuosos. Se mueven y, al nadar, parecen estar diciéndote algo así como "Mírame, soy perfecto"


Algo se mueve debajo, será a unos 55-60 metros. La visibilidad es fabulosa, pero no puedo distinguir con seguridad si es un tiburón martillo. Vuelvo a contar al grupo, señal de OK. Control visual del arrecife. Busco el arrecife. No llevábamos ni diez minutos de inmersión cuando me di cuenta de que el arrecife no estaba.

El procedimiento de emergencia es claro. Piensa. Estás en el azul. La corriente ha podido desviarte. Sube. Reoriéntate con la brújula. Sigue subiendo. Estábamos a 8 metros, y el arrecife no estaba donde lo dejé, no al oeste. Decido subir a la superficie. “Debería estar ahí. No es posible que la corriente sea tan intensa”. Todo el grupo me seguía.

Cuando llegué a la superficie el ordenador marcaba 14 minutos de inmersión, y el Pearl estaba a unos 300 metros de nosotros... La popa del Pearl. ¡La popa!.

Volví a bajar, dejando en superficie mi boya de seguridad, e hice la señal de abortar la inmersión y ascenso a todo el grupo.

Me sorprendía la fuerza inusitada de aquella corriente. Pero aún me sorprendía más que no oía ningún motor. “¿Y las Zodiac?. Deberían estar siguiendo las burbujas del grupo. No puedo oír sus motores”. Hice mi parada de seguridad y volví a la superficie. El resto del grupo seguía sumergido. El Pearl estaba ya a unos 500 metros de nosotros.
Y seguía alejándose.
Decido dejar al grupo unos minutos más debajo. “En realidad será mejor evitar el pánico. Para cuando quieran darse cuenta, estarán aquí las Zodiac... ”.

Supe más tarde que, en la segunda Zodiac, un buceador se hirió en la nariz al saltar y decidió no bajar, con lo que la primera Zodiac, la nuestra, tuvo que volver al barco para recoger al tercer grupo. Para cuando todos los buceadores del tercer grupo estaban sumergidos, ambas barcas comenzaron a buscar burbujas. Pero para entonces nosotros ya estábamos a más de 500 metros de la popa del Pearl.

Nuestro grupo estaba formado por doce buceadores, dos eran mujeres; cinco británicos, dos belgas y cuatro portugueses. Entre ellos sólo uno era instructor, uno de los británicos.

Pasaban menos de 30 minutos desde que se inició la inmersión, y ya estábamos todos en la superficie. Llegamos a hinchar ocho boyas de seguridad. Para entonces el Pearl estaba a más de 1.000 metros, y se inició una discusión sobre qué hacer.
Yo supe enseguida que, a esa distancia y en esa posición, al suroeste de la isla y del barco, y con el sol de frente, el Pearl no sólo no nos podría ver, ni siquiera iba a poder buscarnos.
Alguien sugirió nadar hacia el barco.
- ¿Cómo?, ¿estáis locos?, no se puede nadar contra esta corriente, las olas y el viento de cara. Simplemente, no se puede.

No podía esperar tranquilidad, pero podía intentar aparentarla, inspirarla.
No, no es que pudiera, es que debía.

- Nos llevaría más de una hora nadar hacia el barco, nos agotaríamos. Además, dividiríamos el grupo. Y es básico mantener el grupo unido, física y mentalmente.
A los 45 minutos del inicio de la inmersión, ya no podíamos ver el Pearl, ni siquiera el faro de Big Brother.

"No puede ser. No puede ser". Empecé a darme cuenta de la situación real. Y fue uno de los momentos más duros. Nos mirábamos, intentábamos flotar separados, ahora pienso que para evitar poder hablarnos, poder decirnos, unos a otros, que “esa” era la realidad.

Estábamos perdidos.
Estábamos perdiéndonos, millas y millas al sur y al oeste de ningún lado, y a gran velocidad.
Y sabíamos que, cada minuto, cada segundo que aquella corriente y aquel viento nos arrastraban a quién sabe dónde, perdíamos una esperanza de volver al barco, a la vida real. Pero es que “eso” era la vida real.

“¡¡No puede ser!!”. Recuerdo que aquél fue unos de mis momentos de ira. “¡¡Dónde diablos están las Zodiac. ¿¿Porqué no nos ha visto los vigías de la cubierta superior??. ¡¡Son dos, tiene que haber dos personas en la cubierta del Pearl!!. Y dos barcas. Los motores, no he oído motores en todo este tiempo. ¡¡¿Pero donde diablos están?!!”.

Supe, también algunos días después, que uno de los vigías de guardia en la cubierta abandonó su puesto y se volvió a la cama. Realmente es cierto que los accidentes no ocurren sólo por un único fallo en la seguridad.

Inicié un rápido proceso mental. Por alguna extraña razón mi mente trabaja mejor, mucho mejor, cuando estoy bajo presión. Y ésta, que duda cabe, era una de esas situaciones. Lentamente, fui reagrupando a todos. Uno a uno, les indiqué que tirasen los plomos, conservando los cinturones. Intentaba mantener el contacto, y las mentes claras, alerta, pero también quería evitar reacciones de angustia, agresividad o miedo.

Habían pasado tres largas horas cuando vimos la primera Zodiac que nos buscaba. Pasó a más de 500 metros al norte y al este de nuestra posición. Eran las 10 de la mañana. Y no podían ver un enorme grupo de doce buceadores con sus globos de superficie hinchados.

Es increíble como funciona la mente humana. Las siguientes horas pasaron como minutos. Flotábamos separados, pero cercanos. En silencio. Es como si fuésemos máquinas y alguien nos hubiera puesto en “Modo supervivencia”. Quiero decir que no pensábamos en nada. Mentalmente semi-inconscientes, tratando de no gastar neuronas, sabiendo que había que ahorrar esa energía, que éstas horas podrían ser sólo un comienzo.

Tampoco nos decíamos nada. “¿Por qué?. ¿Cuál es la razón por la que doce seres humanos perdidos, a la deriva en alta mar, a mitad de camino de ningún lado y sin medio alguno de supervivencia, no hablan entre ellos?.” ¡He pensado tantas veces en aquellas horas!. Aquellas largas horas de inercia mental, de apatía emocional. No quisimos enfrentar la realidad, que era la muerte. No quisimos saberlo. No lo aceptábamos.

Es difícil entenderlo sin haberlo vivido. Es incluso difícil para mí el explicarlo, el explicármelo incluso ahora.

Estábamos flotando en el Mar Rojo, agosto, mediodía. El agua del mar está a unos 28º C a esas latitudes. El sol nos quemaba las cabezas. El sol nos estaba abrasando la piel. Pero el mar empezaba a estar frío. Si, es que son casi diez grados menos que nuestro cuerpo.
Los chalecos de buceo, en superficie, rozan constantemente algunas zonas del cuerpo, especialmente en el cuello. El oleaje puede empeorar mucho la situación, salpicando en los ojos y en la boca, llenando de agua salada la piel ya quemada por el sol o rozada por el equipo, y haciendo el dolor aún más insoportable.
No podíamos quitarnos las máscaras porque el agua del mar salpicaba tanto que los ojos nos dolían. Han pasado varios años y aún pueden verse en mi cara las cicatrices de las quemaduras que la silicona nos produjo, al fundirse en la piel.

No sé porqué no puedo recordar más que algunas fases aisladas de tiempo, lapsos de minutos, imágenes sueltas. Y los momentos clave, como cuando, hacia el mediodía, empezaron a levantarse olas de hasta 2 metros de altura. Dos miembros del grupo comenzaron a vomitar. Aquello desencadenó una de las primeras situaciones de estrés entre nosotros. A esas alturas, todos sabíamos que los líquidos del cuerpo eran preciosos.

Sobre las 3 y las 4 de la tarde se inició una gran excitación. Apareció un barco de buceo a unas dos millas de nosotros. Aquello no sólo significaba que nos estaban buscando, que era evidente. Significaba que iban en la dirección correcta, y que, además, la búsqueda estaba siendo coordinada. Todos reunimos fuerzas, y el grupo pareció despertar. Poco después vimos por primera vez el avión de rescate.
Pero ni el barco ni el avión nos vieron, nadie nos vio. Todos se quedaban al este de nuestra posición. No podían vernos. “Sí, nos buscan, pero en la zona equivocada. Esta corriente está haciendo un arco que se abre hacia el oeste, y cuanto más tiempo pasa y más lejos nos arrastra, más nos desvía de la zona teórica en la que nos están buscando. MIERDA”. Que yo me diera cuenta de aquello no fue lo peor. Lo peor fue que los demás también lo hicieron. Y se inició el inevitable enfrentamiento. Parte del grupo quería que nadásemos hacia el este, para que los equipos de búsqueda dieran con nosotros. Los demás pensaban, conmigo, que tarde o temprano, la zona de búsqueda se ampliaría. La discusión fue intensa.

Por fin, uno de los británicos sugirió nadar hacia un barco mercante de miles de toneladas que pasaba cerca. Entonces fui consciente de que la situación podría escapárseme de las manos en segundos. Supe que debía mantener la calma entre todos, y en mi mente. Y había que mantener a un líder.
- No digas barbaridades. No puedes nadar hasta allí. Y, aún suponiendo que lo consiguieras, no te verían. Hemos dicho que no vamos a separarnos.

Pero no conseguí evitarlo, y cuatro de ellos nadaron hacia el mercante. Llegaron a separarse unos 800 metros. El mercante, claro, no les vio. Y afortunadamente, tampoco los arrolló. Volvieron.
Ahora el oleaje empezaba a bajar, se acercaba el ocaso. Eran sobre las cuatro de la tarde.

Poco más tarde, de nuevo el avión de rescate. Volvía la agitación. Esos momentos eran realmente terribles. Fueron los peores. Todos queríamos saltar, gritábamos, llorábamos, nos agitábamos. La tensión acumulada, el dolor, el frío, todo parecía desaparecer en esos segundos de alegría, de entusiasmo por la inminencia del rescate. Todo el grupo levantó aletas, boyas, linternas... el avión pasó esta vez tan cerca que pudimos ver la cara del piloto... pero él no pudo vernos a nosotros. Giró hacia el norte y volvió a alejarse, esta vez para no volver. Serían las cinco de la tarde. Quedaban apenas dos horas de luz.

Y de todos los malos momentos que puedo recordar, aquel fue sin duda el peor. Toda nuestra esperanza, todo el esfuerzo, el cansancio, la indignación, el dolor, la ira... todo saltó por los aires. El silencio fue lo único que nos quedó.

“No van a encontrarnos nunca.”

Nos quedamos flotando en silencio. Mas tarde nos dimos cuenta de que el grupo se había disgregado y volvimos a reunirnos. Después de aquella excitación, la calma, y probablemente también el cansancio, empezaron a hacernos mella.
Inicié los planes para enfrentar la noche. Dos personas del grupo tenían ya los síntomas iniciales de una hipotermia y, en pocos minutos, la puesta de sol agravaría la situación. Decidí que debíamos atarnos entre nosotros, con cuerdas y cinturones. Asigné un número a cada persona del grupo con el fin de que se repitieran en alta voz cada cierto tiempo y así saber que seguían despiertos, o evitar que alguien se durmiera sin que los demás nos diéramos cuenta.
Durante la puesta de sol pudimos ver un horizonte montañoso, lo que nos hizo pensar que si durante la noche nadábamos hacia el oeste, podríamos acercarnos algo más a la costa. Aún a sabiendas de que eso nos alejaría aún más de la zona de búsqueda, los barcos de recreo podrían vernos más fácilmente por la mañana. “Además, nadar nos mantendrá calientes durante la noche.”

La puesta de sol terminó. Y fue preciosa, un espectáculo. Nadábamos sobre nuestras espaldas, orientándonos con las brújulas y con las estrellas. Alguien empezó a cantar. Eran las ocho y media de la noche. En un momento determinado tuvimos que detenernos para liberar una botella de emergencia que impedía bastante la progresión del grupo. Aprovechamos para descansar. Fue entonces cuando vimos unas luces muy lejanas, que parecían dos barcos. Se dirigían al sur, muy muy lejos de nosotros.
Uno de los focos tenía una gran potencia, así que intenté atraer la atención de aquellos barcos con él. Durante quince minutos, todos hacíamos señas con nuestras luces. Supimos más tarde que, cuando aquellos barcos nos vieron, pensaron que sería un barco de pescadores, por la gran distancia que había entre las luces, pero, como el radar no les dio ninguna señal, decidieron “ir a ver”….

Se inició entonces una larga discusión, intensa. Discutimos mucho más en aquellos minutos que en todo el día: “No orientéis las linternas arriba, no a las boyas, no así sino así, reservemos la batería de al menos una de ellas...”. Intentábamos no ilusionarnos con un rescate, ¡antes estuvimos tan cerca!, pero no pudimos evitarlo.
Estábamos en plena agonía. Alguien dijo que los barcos se acercaban, que podía ver las luces verde y roja de la borda. Y eso es algo que sólo ves cuando un barco se dirige directamente a ti.

Aún les llevó 50 minutos más llegar hasta nosotros. Calculo que habían recorrido unos 10 Km. Empezaron a encender y apagar sus luces para hacernos ver que venían en nuestra busca. A unos 30 metros de distancia enviaron la primera Zodiac, que nos recogió del mar y nos dejó en el Storm, donde su tripulación nos dio una increíble bienvenida.

Nos encontraron 13 horas y media después y a 42 Km al suroeste del punto de inmersión de las islas Brothers.

Ninguno de nosotros pensó en cómo pasar toda una noche en el mar.

Ninguno de nosotros creyó sobrevivir a la hipotermia y al sueño.

Nadie quiso siquiera imaginar en pasar otro día como aquel, flotando a la deriva en el Mar Rojo.

Sin poder pensar.


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(Basado en un hecho real)