viernes, 18 de diciembre de 2009

99. LA ESCAPADA

I
Io desembarcó cargada con su mochila y arrastrando tras sí la pesada bolsa con el equipo de buceo. Después de la noche pasada en cubierta, arrebujada en su saco de dormir, apretada entre Julia y Eva, que la custodiaban como dos centinelas, con la humedad de la noche mojándole el pelo y la cabeza llena de los malos sueños de los últimos tiempos, el puerto de Mahón se desplegaba ahora ante sus ojos con las primeras luces de la mañana. Io respiró profundamente. Aspiró el olor a sal y la calidez del mes de mayo; advirtió, sin saber cómo, que el mar la rodeaba por todas partes y que aquella isla tenía las dimensiones justas para ella.

En la cafetería enfrente de la terminal marítima, mientras Julia y Eva se abalanzaban sobre las ensaimadas rellenas de crema, ella apenas probó algún bocado. Tampoco quiso tomar café, porque tenía la impresión de que poco a poco iba sumiéndose en una especie de ensueño del que no quería despertar. Sus amigas respetaron su silencio. Hacía ya más de cuatro meses que Io había perdido a su hermano Daniel en un accidente de moto y la herida, en lugar de cerrarse, parecía que empeoraba con el tiempo. Io no dormía por las noches, la invadían extraños pensamientos y, a ratos, en las horas de la tarde, parecía incluso que empezaba a perder el contacto con la realidad. Sus amigas, impotentes, se desesperaban. Por ello, cuando Julia encontró aquella oferta, viaje en barco más hotel, media pensión, una semana entera en Menorca, no lo pensaron dos veces. Ella se peleó con su jefe para conseguir un adelanto de las vacaciones; Eva gastó de golpe todos sus días personales del año; y, perseverantes, atrapando a Io en un fuego cruzado, consiguieron convencerla de que lo mejor, en aquellos momentos, era poner mar por medio, alejarse de Daniel, de la familia y de la moto fatídica que, aún, sin que nadie supiera por qué, continuaba en el garaje.
Io no estaba segura de haber obrado bien. No tenía ganas de viajar, ni de hablar, ni de convivir con nadie. Sin embargo, mientras se miraba en el espejito de mano que Eva siempre llevaba consigo, las ojeras de tantas noches insomnes, la piel deslucida por la falta de descanso, el pelo pegoteado de sal, empezaba a pensar que, tal vez, era allí donde tenía que estar, y en ningún otro sitio.

II
Habían alquilado un coche pequeño, que atiborraron con sus equipajes, aunque, afortunadamente, sólo Io llevaba consigo su equipo de submarinismo. Buceaba desde hacía ya seis años, desde que cumpliera los dieciocho. El curso de buceo había sido su regalo de aniversario; el regalo que pedía desde que, con catorce años, en unas vacaciones en Cadaqués, se asomara por primera vez al mundo submarino respirando a través de un tubo. Su padre, siempre tan severo con Daniel, raramente se negaba en cambio a los deseos de Io. Ella era la niña mimada, la que no necesitaba normas, la que podía regresar a las tantas y marcharse de viaje a la India con una mochila y un saco de dormir. Tal vez ya su nombre, extraño y mitológico, la predispuso desde la infancia a ser como era. Y mientras Io crecía como una planta salvaje, Daniel se preparaba para heredar la empresa familiar. Aquello, según su padre, era lo importante. Y, realmente, parecía que Daniel no tenía objetivos en la vida, salvo aquél, el más importante.
Todos pensaban que el buceo no sería más que otro capricho pasajero de Io. Sin embargo, la afición no tardó en ganarla. Poco a poco, sin querer contar con el dinero de su padre, fue adquiriendo material. Primero, el equipo ligero, junto con un traje semiseco de siete milímetros, negro, con franjas rojas a los costados. Después llegó el momento del chaleco y, al año siguiente, el regulador. De mayo a noviembre, siempre que podía, se escapaba a la Costa Brava, o a Murcia, o a las Islas Columbretes, delante de Valencia. Un año atrás, con su entusiasmo, había animado a Julia y a Eva a titularse; para ambas, aquéllas eran sus primeras vacaciones de buceo. De hecho, desde Madrid habían contactado con un club de Menorca, y la idea era gastarse alegremente los cuartos bajo el agua. Nada de compras ni de discotecas. Nada de calderetas de langosta. Primero, lo primero. Y después, en función de cómo fuera la economía, vendría lo demás.
Aquella primera mañana, sin embargo, después de dejar las cosas en el hotel, cogieron el coche y un mapa y se dirigieron al sur.
- Conduzco yo – dijo Io. Y sus amigas suspiraron aliviadas, porque, a pesar de que seguía sin hablar y sin comer, algo era algo.
Julia quería ver Binibèquer, pero Io tenía un certero instinto para evitar las zonas turísticas, se perdió sin saber cómo y acabaron llegando a un rincón de la costa en el que el mar había excavado una pequeña ensenada redonda; para poder acceder al agua, alguien había recortado senderos y escalones en la roca. Sobre el mapa, después de un debate intenso, identificaron el lugar como S’Olla. Alrededor, no había ninguna población, sólo algunas casas agrupadas en una zona residencial, mientras que, al sudeste, una hilera de boyas amarillas impedía la entrada de las embarcaciones. El agua era clara y resplandecía como el cristal. En el fondo, un paisaje submarino de rocas agujereadas, invadidas por la luz solar, como islotes sumergidos; posidonia verde que se mecía en la tranquilidad de la mínima corriente; y extensiones de arena blanca, que parecían de nieve bajo la profunda capa de agua. Al otro lado de aquella piscina natural, sólo un bañista solitario tomaba el sol, estirado cómodamente sobre una repisa.
- ¡Mirad! – exclamó Julia – ¡Parece un acuario!
Estimuladas por un aire irresistible de libertad, guardaron bien guardados los bañadores, no fueran a mojarse, y se lanzaron de cabeza al agua. Ninguna de las tres lo pensó dos veces; tampoco Io. Nadaba como una sirena, impulsando sin ruido su cuerpo largo y sinuoso. El agua estaba muy fría aún, después de los rigores del invierno, pero ella agradeció aquella vibrante sensación. Se sumergió junto a las praderas de posidonia, entre decenas de sargos de color plata, rayados en negro, que no le tenían ningún miedo, la rodeaban ligeros y parecía que la seguían. Entre las rocas encontró ejemplares de pez verde y de pez doncella, que la hicieron sonreír bajo el agua, ya que tuvo la convicción, por un momento, de encontrarse en un mar tropical. Sobre la extensión de arena, a seis o siete metros de profundidad, o tal vez más, vio claramente una chicharra, desplegando sus largas aletas azuladas, semejantes a alas. Y, más allá, en la frontera delimitada por la línea de boyas amarillas, un pequeño espetón solitario, afilado como una aguja, vino a visitarla procedente del mar abierto. Pareció contemplarla un momento, mientras nadaba a su lado, y después desapareció alejándose de la costa; llevaba consigo la oscuridad azul de los grandes espacios abiertos.
Aquella noche, y a pesar del cansancio acumulado, Io no pudo dormir apenas. Pero no a causa del insomnio pertinaz de los últimos meses, sinó expectante, ansiosa por bucear al día siguiente en aquellas aguas.

III
En Fornells se unieron a un pequeño grupo de buceadores y se equiparon en las instalaciones del club, a escasos metros de la bahía. Ya de buena mañana, el día se había levantado soleado, y la luz reverberaba sobre el agua fría y límpida, entre los pequeños veleros anclados y la verde vegetación de la isla. Todo estaba inmóbil, en una absoluta calma, sin rastro de tramontana, el viento del norte tan frecuente en Menorca. Mientras no soplara, sería posible bucear allí, en las zonas más bellas y salvajes.
Io ayudó a Eva a embutir su cuerpo de curvas rotundas en las limitaciones de un traje de la talla tres, alquilado en el club.
- No lo entiendo – repetía ella – El verano pasado era mi talla. Sin duda, aquí en Menorca el fabricante trabaja con otras medidas. O han metido los trajes en la secadora y, claro, han encogido, es lógico.
Y se reía, porque, a pesar de sus quejas, era hermosa, y ella lo sabía.
Después, hubo que ayudar a Julia a montar el equipo, convenciéndola con paciencia de que era mucho mejor, y más cómodo, que la botella estuviera colocada detrás del chaleco, y no delante. También a ella le entró un ataque de risa. Y sólo después, cuando ya estaban sentadas en el borde de la zodiac, cada una enfrente de su equipo respectivo, Io se dio cuenta de que ella había empezado a reír también, con Eva y con Julia, por primera vez en mucho tiempo.
Anclaron bajo el Far de Cavalleria, cerca de la impresionante pared vertical de piedra blanca, en medio del mar más tranquilo que ellas habían visto jamás. No corría ni un soplo de viento; no había oleaje ni corriente. Aupándose sobre el agua, Io distinguió un fondo rocoso, verde y azul, salpicado de peces, a quince metros de profundidad. El cabo del ancla dibujaba un camino nítido hacia otro mundo.
Escucharon el “briefing” en silencio y después se equiparon deprisa. Cualquier minuto al nivel del mar era ya un minuto perdido. Pero, cuando Io se inclinaba sobre su equipo para levantarlo sobre el borde la embarcación y ajustárselo, advirtió el sonido inequívoco de un ligero escape de aire. Alguna cosa fallaba, en la junta de la botella, o en la segunda etapa… Presurosa, cerró la botella, purgó y desenroscó; con cuidado, volvió nuevamente a enroscar. El escape persistía.
- David – llamó – Tengo un problema. ¿Puedes ayudarme?
El guía se acercó.
- A ver qué pasa… - murmuró, examinando el equipo. Y, al poco, levantó el manómetro y lo acercó al oído de la joven – Mira, el aire se escapa por aquí.
Ella asintió, con expresión de fastidio. Miró al agua, donde Julia y Eva, flotando las dos, con sus máscaras en el rostro y sosteniendo ya sus reguladores, la aguardaban. Parecían algo nerviosas, aunque dispuestas a ir donde fuera. Las novatas en el agua y la veterana en el barco, pensó Io. Pero el buceo es así. Imprevisible a veces, cada día diferente. En todo caso, te ata al mar con un cabo más duro que el acero. Y el mar es vida.
- ¿Podemos hacer algo? – preguntó a David.
- Claro, cambiamos el manómetro, tengo otro aquí.
Io suspiró, aliviada. Al cabo de pocos minutos, sentía ya el choque de su cuerpo con el agua, y veía el coro de burbujas blancas que se elevaban mientras el chaleco la impulsaba flotando sobre la superficie.
- ¿Vamos ya? – preguntó, impaciente, al resto del grupo.
Bucear después de los días oscuros de aquel invierno interminable fue para ella como una especie de catarsis. Hasta que no empezó a sumergirse, no se dio cuenta de la magnitud de su nostalgia. Todo le era familiar y, al mismo tiempo, todo la maravillaba. El peso del mar sobre su cabeza, el chasquido leve de la presión en sus oídos, el sonido de su respiración, la ingravidez del fondo. Siempre le había gustado especialmente el momento del descenso. Una subida de adrenalina que se convertía, a veinte metros, en una absoluta paz.
Con el grupo ya reunido, Io se situó junto a Julia, y Eva hizo lo propio junto a Arnau, el compañero que le había tocado en suerte. Sin embargo, él parecía más pendiente de su cámara fotográfica que de acompañar a nadie, de modo que las tres acabaron buceando juntas, siguiendo a David.
La visibilidad era magnífica, como si el agua hubiera desaparecido, como si no estuvieran en el Mediterráneo, sinó en el Caribe. Io se estiró como un gato perezoso, avanzando con un suave aleteo, sin esfuerzo alguno, sin ninguna prisa. Por unos momentos olvidó a Daniel; olvidó la moto, la empresa, la familia. Casi sin darse cuenta, el mar empezó a calmarla, como si la meciera; serenó su pesar, y acalló sus peores obsesiones con una voz más poderosa que la de la locura.
Entre las rocas del fondo, que se elevaban como montañas, descubrieron meros enormes, vieron doradas y dentones, y de repente, grácil como un ave, un águila marina pasó navegando a pocos metros de Io, perdiéndose en dirección a zonas más profundas. Sobre sus cabezas, distinguieron las siluetas impresionantes de las barracudas desfilando en procesión. Y, en una zona surcada por una corriente ligera, protegidas tras una roca, tal vez dormidas, encontraron un banco de centenares de chuclas, centelleantes, inmóbiles, dispuestas junto a la piedra como una cortina de plata.
Al cabo, los buceadores empezaron a marcar media botella. Julia y Eva fueron de las primeras. Hubo que emprender el camino de regreso, en pos de David, que aleteó veloz en dirección a la embarcación, regresando a poca profundidad muy cerca de la costa. Si alguien del grupo se había aburrido con el lento navegar del camino de ida, tenía ahora la oportunidad de resarcirse con un buen ejercicio.
Cuando Io terminó de hacer la parada de seguridad, sosteniéndose junto al cabo del ancla sin oscilar apenas, tan quieto continuaba el mar, todavía le quedaba aire para dos inmersiones más. Sus amigas, en cambio, entre los nervios de la poca experiencia y el maratón de regreso, salían con la botella seca.
- Esta chica parece un pez – solía decir Eva, y lo repitió por milésima vez. Junto a ella, emergió Arnau, su supuesto compañero, al que dedicó una mirada de desdén.
- ¿Qué tal el manómetro? – preguntó David a Io, mientras la ayudaba a subir su equipo, que flotaba sujeto a la embarcación.
Ella tuvo que detenerse a pensar un poco. Ya ni se acordaba, de que buceaba con un manómetro prestado.

IV
Julia y Eva pasaron el resto del día hablando de submarinismo: qué sentían, qué habían visto, dónde querían ir las próximas vacaciones. En algún momento, intentaron animar a Io a participar, pero, cuando advirtieron que ella, a pesar de parecer más compuesta, prefería la reflexión y la soledad, no la forzaron. Se mantuvieron a su lado, parloteando como pájaros, peinando sus largos cabellos mojados por el baño y tomando el sol como ninfas desnudas sobre la arena sedosa y blanca de Binigaus. Detrás de ellas, el acantilado de arcilla roja marcaba los límites entre el bosque mediterráneo, encaramado sobre las rocas, y el mar. La playa se extendía a su alrededor prácticamente desierta, porque aún era temprano para el turismo.
Hacía calor, y Io las dejó tostándose en la arena y entró en el agua. Empezó a nadar con brazadas seguras, que fueron haciéndose más enérgicas a medida que avanzaba en dirección al horizonte. Pensando en Daniel, nadó y nadó, alejándose con brío, como si pudiera diluir en el agua toda su pena, y alguna cosa más que era incapaz de expresar, una rabia inmensa que no la dejaba respirar. Como en una revelación, entre brazada y brazada, se dio cuenta de que se sentía más enfadada que triste, y de que, tal vez, con quién más enfadada estaba era con Daniel. Daniel, siempre tan serio y correcto, siempre haciendo lo que era conveniente. El verano que viene aprenderé a bucear, Io, te lo prometo. Ahora tengo que estudiar. Ahora tengo que trabajar en el negocio familiar. Ahora tengo comida familiar con mis futuros suegros. Pero te juro que el verano que viene vendré contigo a bucear… Siempre el verano que viene.
Cuando Io se dio cuenta, apenas distinguía la línea de la costa. En un momento de pánico, pensó que iba a ahogarse allí, y que su cuerpo llegaría a la costa, conducido por las olas solemnes, y que la enterrarían en el nicho familiar, junto a Daniel. Respirando profundamente para tranquilizarse, se orientó en dirección a la playa, y regresó nadando. Si mañana continúa el buen tiempo, pensaba una y otra vez, iremos a bucear a la Llosa del Patró Pere. Y, si me ahogo ahora, me lo voy a perder.

V
Y el buen tiempo continuó, sin viento ni nubes, ni al día siguiente, ni el resto de la semana. Después de un invierno lluvioso y frío, Io y sus amigas parecían haber traído a la isla un adelanto del verano. El mar era una superfície quieta y transparente. Bajo el agua, entre las rocas horadadas, entre los arcos de piedra, entre las algas y los erizos, las estrellas de un rojo vivo y las conchas de color óxido, los peces parecían marcar senderos invisibles a los submarinistas. En la superficie, el sol destacaba el color intenso de la vegetación, pino blanco en el sur, brezo y encinas en el norte, flores por doquier. Desierta de turistas, Menorca parecía un paraíso.
- Para mañana continúa la previsión de buen tiempo – anunciaba David – Nada de tramontana ni de nubes.
Y repetía cada día:
– Nunca había visto tantos días seguidos sin tramontana. Esto no puede durar.
Pero duraba.
En días sucesivos, bucearon en la Illa de Porros, y en Sóller, y en Es Cap Roig. En el lado más exterior de la Llosa del Patró Pere, encarados al horizonte marino, descendieron a casi cuarenta metros. Eva y Julia respiraron el aire espeso y compacto, y sintieron el frío de las profundidades por primera vez. Cuando empezaban a agobiarse, Io les mostró las largas antenas de las langostas que permanecían escondidas en los resquicios de las rocas. Entonces Arnau, el compañero fotógrafo de Eva, se les acercó y, señalando las langostas con grandes gestos, extrajo del bolsillo de su chaleco un tarro cerrado de mahonesa.
Iniciaron el ascenso cuando faltaban pocos minutos para entrar en descompresión. Por primera vez, Arnau parecía haberse desinteresado de su cámara y las acompañaba. La broma del tarro de mahonesa había roto el hielo y, durante el trayecto de regreso, los cuatro estuvieron hablando animadamente.
- No me atrevía a acercarme – les confesaría él después – Parecíais un grupo tan cerrado… Además, las chicas guapas siempre me han dado miedo.

VI
Y visitaron Ciutadella y Mahón, acompañadas por Arnau y por Joan, otro de los buceadores, oriundos ambos de la isla, entreteniéndose en las calles antiguas y los puertos con olor a mar. Y, en otros momentos, prefirieron perderse ellas solas y caminar largamente por los caminos de la isla, que continuaba quieta y cálida como si un muro invisible la resguardara de los vientos del Mediterráneo. Una tarde, llegaron hasta la Cala Escorxada, saltando de roca en roca como cabras isleñas en pos de un camino escarpado que bordeaba los acantilados del sur. Aquel día no se cruzaron con nadie, como si la isla se hubiera quedado vacía, o como si hubieran extraviado el sendero, lo que tal vez fuera cierto. Sin embargo, al cabo, vieron la ensenada desplegarse como una pintura bajo sus pies. Rodeada de bosque, azul y desierta, parecía llamarlas con una voz submarina. Impresionadas por la belleza del lugar, las tres jóvenes se tumbaron sobre la arena caliente y se mantuvieron en silencio largo rato, contemplando el mar. Tenían la impresión de haber llegado a un lugar que estaba más allá de todo; un lugar que era sólo para ellas.
Y, a la tarde siguiente, repitieron el trayecto y llegaron incluso más allá, hasta la Cala Fustam, y, en el calor de las cuatro de la tarde, mientras se bañaban, un cormorán apareció en el agua junto a Io, sumergiéndose y buceando debajo de ella, a pocos metros de distancia, persiguiendo peces y acompañándola largo rato.

VII
Nuevamente en la Llosa del Patró Pere, que repitieron por aclamación popular, Io advirtió que algo había cambiado en la forma de bucear de sus amigas. A fuerza de practicar, sus movimientos eran más fáciles y ya no parecían correr el riesgo de salir disparadas a cada momento, como boyas, en dirección a la superficie. Poco a poco, iban acomodándose al agua, y el agua las acogía.
A cinco metros de profundidad, juntas las tres, se detuvieron durante la parada de seguridad. Entre una nube dorada de salpas inquietas, descubrieron una roca donde nudibranquios de distintas especies parecían competir por el terreno. Frágiles, diminutos y perfectos como obras de arte, pintados con colores iridiscentes, se estremecían suavemente entre las algas.
Pasaron tres minutos fugaces, que Io hubiera deseado prolongar hasta el infinito. Levantando la cabeza, immersa en el silencio único de las profundidades, veía por encima suyo la cúpula quieta de las olas, atravesadas por el sol. Junto a ella, Julia y Eva se entretenían contando nudibranquios. Empujada por un impulso que no pudo resistir, sin saber exactamente por qué lo hacía, Io tomó de la mano a sus amigas. Tal vez quería agradecerles todo lo que habían hecho por ella, su compañía impagable, el hálito de vida que habían conseguido mantener vivo en su interior a lo largo de todos aquellos meses. A través del neopreno de sus guantes, notó cómo ellas correspondían a su apretón. Cogidas de las manos en círculo alrededor de la piedra de los nudibranquios, sintieron que las unía algo que ya no las abandonaría nunca, como un eslabón invisible; algo que las dotaba de fuerza para enfrentarse a todas las adversidades que, sin saberlo aún, las aguardaban en el futuro.

VIII
La última noche, Julia y Eva salieron de fiesta con Arnau y con Joan. Apenas habían conocido Menorca de noche, siempre preocupadas por los madrugones impuestos por el buceo. Sacaron sus mejores trapitos de la mochila, arrugados como pasas, se encaramaron sobre tacones de vértigo y salieron a divertirse bajo una luna redonda, que alumbraba la isla como un faro de luz blanca.
Io no quiso salir. Temía que sus últimas horas en la isla transcurrieran demasiado deprisa. Prefirió quedarse en el hotel, y no hubo manera de convencerla. Cuando sus amigas se hubieron marchado, ella se instaló en la terraza de la habitación, escuchando el rumor de las olas, con un vaso y una botella de gin, y dejó que la noche la rodeara con su carga de soledad. Contempló las estrellas y siguió con la mirada el curso lento de la luna; pensó y recordó, y el gin la hizo llorar y reír a la vez.
Al fin, cansada, se tumbó en su cama, a las dos o las tres de la mañana, sin que, como era de esperar, sus amigas hubieran regresado aún. Y entonces, por primera vez desde el accidente, soñó con Daniel.
En el sueño, él estaba también en Menorca, aunque resultaba confuso saber por qué; tal vez había tomado vacaciones por fin, o tal vez había decidido viajar hasta allí en busca de nuevos mercados para la empresa de papá. En todo caso, estaba en Menorca, como en la culminación de un largo deseo, o como después de una larga ausencia, y navegaba con Io en la zodiac. No viajaba nadie más con ellos, pero ambos se habían sentado tan próximos, que ella podía sentir el calor de su cuerpo, como cuando eran pequeños y se acurrucaban como cachorros, uno junto al otro, a leer cuentos en el sofá.
Al principio, parecía que nada iba como debiera. Io sabía que Daniel iba a bucear, pero, sin embargo, lo veía vestido con su cazadora y sus guantes de motorista.
- No he traído nada más. Hice poco equipaje – se excusaba él. Y a ella, de hecho, aquello no le importaba en absoluto. La moto había estado el único capricho de Daniel; su vía de escape hacia otras posibles maneras de vivir. Parecía lógico, por tanto, que aún en el buceo continuara vinculado a ella.
Al poco, sin saber cómo, Io se encontraba ya en el mar, descendía y descendía y, estirado cómodamente junto al cabo del ancla, como aburrido de esperarla, encontraba nuevamente a Daniel.
- Adelante – decía él, a pesar de que, lógicamente, no hubiera podido hablar bajo el agua.
Había cambiado su cazadora de motorista por un traje de neopreno y un equipo completo de buceador, pero no parecía respirar a través de su regulador. De hecho, parecía llevarlo por compromiso.
En el sueño, buceaban juntos largo largo, en un estado de absoluta despreocupación, ligeros como la espuma. Pasaban bajo el arco de la Llosa del Patró Pere y, justo al salir nuevamente al retazo de luz azul, parecían mantenerse suspendidos bajo el agua, completamente inmóbiles, rodeados de minúsculos peces centelleantes. Hacía mucho tiempo que Io no recordaba haberse sentido tan feliz. Entonces, muy cerca de ellos, aparecía un pequeño espetón solitario, afilado como una aguja, y ella tomaba de la mano a Daniel para llamar su atención y mostrárselo. Sorprendida, advertía que él había cambiado su aspecto. Iba vestido nuevamente con su cazadora de motorista, y no llevaba ya máscara ni regulador. Los cabellos castaños, siempre rebeldes, se mecían como algas, y los ojos oscuros, tan parecidos a los de Io, la contemplaban con afecto. No respiraba y, sin embargo, seguía vivo.
La miró como si quisiera decirle algo, pero calló. Sonrió, e hizo con la mano enguantada un círculo con el índice y el pulgar, antes de desaparecer lentamente, como perdiéndose tras un cristal opaco, o como alejándose bajo el mar, más allá de donde ella podía seguirle.

IX
Al día siguiente, el despertador sonó muy temprano, y las tres se removieron en sus camas sin que ninguna hiciera el menor gesto de levantarse. Io, porque aún se encontraba entre las brumas de su sueño, preservándolo como un tesoro; y, sus dos amigas, porque tras la noche de juerga no sabían ni en qué día vivían. Sólo Julia cobró conciencia de la situación al cabo de unos minutos, y aguijoneó a Io y a Eva a hacer la mochila, mientras ella saqueaba el jabón y las toallas del hotel.
Eludieron la carretera general y tomaron el Camí d’en Kane, bordeado de paredes de piedra, para despedirse de los caballos negros que corrían entre los pastos de primavera y para detenerse por enésima vez para apartar a algún erizo temerario que intentaba cruzar el asfalto. El día se levantaba nuevamente espléndido, sin nubes y sin rastro de tramontana; otro día perfecto para bucear en la costa norte. Conducía Io, porque sus dos compañeras se encontraban demasiado perjudicadas para hacer nada a derechas durante las próximas horas. Sin embargo, Eva, que iba de copiloto, emergió de entre los nubarrones de la resaca para acariciar levemente la mejilla de su amiga, llevándose con ella una lágrima silenciosa.
Al llegar a la estación marítima, las sorprendió una noticia que jamás hubieran esperado. El barco posponía su salida a causa de un temporal que se había desatado de madrugada en mitad del Mediterráneo, con olas de cuatro metros. A pesar del buen tiempo en la isla, el camino hasta la península era, por el momento, impracticable, y las previsiones meteorológicas alertaban de dos o tres días de mala mar.
Mientras los demás pasajeros ponían cara de vinagre y despotricaban contra la compañía naviera, las tres jóvenes se miraban como si les hubiera tocado la lotería. Lo primero que hizo Eva fue llamar a Arnau.
- Oye, mira, que me quedo aquí – le dijo, despertándolo, y notó, a través del teléfono, cómo él pegaba un salto.
Cargadas con sus mochilas, arrastrando tras sí el pesado equipo de buceo de Io, fueron a sentarse nuevamente en la misma cafetería enfrente de la terminal marítima. En aquella ocasión, sólo café para Julia y Eva; con las ensaimadas arrambló Io. Ella no quiso café, porque, más que nunca, se negaba a despertar de su ensueño. Era necesario buscar otro hotel, avisaron sus amigas, ya que, según sus cálculos, el anterior ya habría advertido la sustracción de las toallas. Era preciso, también, alargar un poco más el alquiler del coche. Y llamar al trabajo para avisar de que les sería imposible reincorporarse hasta al cabo de unos días.
Aunque quizá, con un poco de suerte, pensaba Io, aquel temporal en medio del mar no acabaría nunca.