miércoles, 30 de diciembre de 2009

117. LA ÚLTIMA INMERSIÓN

Ahora los rayos del sol se filtraban como haces de cuarzo, infinitos, entre miles de pequeños espejos desordenados, conformando una superficie plástica y maleable de luz y reflejos. Su movimiento hipnótico, la antigua sensación de ingravidez y mi ligereza hasta entonces desconocida me transportó a un sueño nuevo. Llevaba cerca de treinta años buceando, había enseñado a bucear y a amar al mar a cientos de personas, a mis hijos y a mi amada esposa, a muchos amigos y en ese día, en esa mañana, sentía la misma sensación nerviosa del primer día.

Mirando a la superficie, dando la espalda al fondo, veía las burbujas como viajaban rompiendo en explosiones de destellos hacía su mundo. Como esferas plateadas, como gotas de mercurio, con sus formas caprichosas moldeadas por el mar, se alejaban vigorosas contrariando desafiantes a la natural ley de la gravedad. Yo desde mi mundo, viajaba hacia la profundidad en busca de la fusión en alma y cuerpo con mi elemento, con mi amante la mar.


Hace treinta años que una mujer, desconocida e imprevisible, me embrujó y me robó el alma y la razón, la mar. Diez años después, otra mujer, diosa de la sensibilidad y del amor en estado puro, me enamoró y me robó el corazón y el destino, Claudia. Estos dos amores han esculpido la felicidad en mi vida. Un día, con el embrujo de uno y con la fuerza del amor del otro se hizo realidad mi sueño, y desde entonces habito en él. Vivir junto al mar.

Debajo de mi veía las figuras del resto del grupo descendiendo lentamente, dejando tras de sí una estela de perlas huecas, blandas, como residuos de la adaptación del cuerpo de aire al de agua, sintiendo la presión, el sabor salado que alerta los sentidos y nos transporta al mundo buscado.

Habíamos fondeado en mi punto de inmersión, en mi lugar sagrado. Lo llamábamos “El fin del mundo”. Así lo bautizo Claudia el día que lo encontramos. Al salir de aquella inmersión, única e irrepetible, dijo: -“Si el mundo debe tener un final, y dar por acabado las bellezas que nos ofrece, debe ser este.”
El descenso comenzaba sobre un pequeño bajo colonizado por algas de colores vivos, esponjas y explanadas de poseidonia que se agitaba con el movimiento del mar como campos de trigo por el viento. Entre ellas bancos de salpas fosforescentes jugaban en grupo iluminadas por sol. Resbalando por la ladera del lado este de arena y bloques de roca impregnadas de estrella rojas, de erizados puntos negros puntiagudos, de arboles otoñales de coral rojo poblados de castañuelas, de julias, de peces verdes que hacían del fondo una paleta de cientos de colores en movimiento, se llegaba una pared de suave pendiente sobre la que nacía un saliente en forma de cráter. En su interior el paisaje se transfiguraba en bloques rasgados de roca caliza, en surcos arrancados al fondo del mar por los que se navegaba por el tiempo como son las arrugas en el rostro de nuestros mayores, en una imagen lunar de columnas huecas, de chimeneas como esponjas gigantes. Y al llegar a aquel lugar, como siempre, recordaba lo que un día le dije a Claudia y que a ella le enfurecía amorosamente:”-El día que muera quiero que traigas mi cenizas aquí, quiero pasar la eternidad aquí.”
Mientras recordaba, advertí que el grupo al que perseguía era más numeroso de lo que habitualmente solíamos bajar. Se pararon sobre este punto y Roberto, el fiel amigo por el que se entrega la vida, con ayuda de mis hijos, introducían en uno de los huecos un cofre de madera. Pero no era un cofre cualquiera, era el cofre donde yo guardaba mi colección de pequeños objetos rescatados del mar, como epilogo a una vida de inmersiones. No entendía que hacían y me acerque hacia ellos en busca de una explicación. En ese momento, una pareja me distrajo la atención al pasar a pocos metros, iban de la mano, haciendo apnea, algo que a esa profundidad no era muy normal, pero nadie les hizo caso. Con un compás parsimonioso, como quien pasea por el parque sin intención de gastar el tiempo, dejando pasar el momento sin esperar al siguiente. Me saludaron. Les contesté con un ok y se perdieron hacia el suroeste.

Al retornar mi mirada hacia la escena anterior ya no estaba el grupo. Sentí un escalofrío por todo mi cuerpo, como si de repente sintiera la temperatura del agua, como cuando se inunda el traje al saltar del barco. Desplazando el calor acumulado, mojando e invadiendo el espacio, vistiéndote de mar.
Ahora el racimo de burbujas viajaban hacia el oeste. Miré mi ordenador, en busca de tiempo y deco, pero otro hecho desconcertante me confundía. La pantalla no marcaba nada. Estaba apagado. Y ¿cómo podía ser, si se activaba automáticamente al contacto con el agua? Estará sin batería. Pero en mi vida me ha pasado, siempre compruebo la batería. Bueno, es una maquina y se estropean. A fin de cuentas esta inmersión la conozco de memoria.
Me dirigí hacia el grupo. Ahora sobrevolaban la historia pasando sobre la cubierta de Amazonia, una goleta de primeros de siglo que reposaba sobre el arenal acostada sobre su banda de babor. Los palos erguidos como esperando volver a ser vestidos con sus jarcias. Sus cubiertas intactas, sus bodegas abiertas como quien abre el corazón a su amigo confidente. Se podía oír la campana repicar clamando la salvación, las voces de sus tripulantes gritando en la tormenta que los derrotó en un golpe de mar.

Desde allí y llevando los reflejos de sol a la izquierda, navegando dirección sur se llega a un cortado cuyos límites no se ven. Te dejas caer, flotando en un aire pesado que te sostiene amable. Miras al infinito y un universo azul se extiende ante ti sin final, sin márgenes. Vas volando suave, descenso retenido en el tiempo hasta llegar a un entrante en el muro donde de un fogonazo se cubre la pared de un manto violeta, extensión de terciopelo vivo que te arropa. Las gorgonias, como si de una alfombra de bienvenida al final de este mundo se tratase, te enfocan hacia el punto de partida. Dejando la pared y navegando con el sol de frente llegas al pequeño bajo y sobre él, sujetos en el cabo de fondeo nos despedimos de nuestro momento, como parte del acto final de la danza tribal que todos celebrábamos al acabar el ritual que nos despide del mundo salado para convertirnos de nuevo en seres de aire.

Al salir a la superficie, a pocos metros de ellos, levante los brazos sobre mi cabeza indicando que todo estaba bien, pero nadie me contestó. Sabían que yo con eso no jugaba. El mar, siempre amado, nunca perdona los descuidos y la seguridad para mí era algo fundamental. Nunca había tenido un accidente y ese exceso de confianza y falta de atención me molestaba.
Me fui acercando al barco con intenciones de reprimenda, pero a pesar de mi enfado sentí una sensación ambigua de alegría y satisfacción muy extraña. Mientras esperábamos en la popa del barco para subir, ironicé con comentarios sobre el asunto pero nadie los atendió. Me hacían el vacio. Pensé que me estaban gastando una broma y así la seguí. Subieron todos al barco. Yo seguía esperando a que me ayudasen a subir, pero nadie aparecía por la borda. La broma ya no tenía gracia y de un esbozo de sonrisa pasé a la seriedad y de ésta al enojo. Quise gritar pero no pude. El extraño sentimiento de felicidad y de paz impedía mi enfado, lo bloqueaba. Y así del enojo volví a la sonrisa bobalicona.
El motor del barco rugió.

Vi asomarse a Claudia, mi mujer. Me percaté de que no llevaba puesto el neopreno sino mi abrigo marinero de paño azul, con el que me tachaba de pordiosero siempre que lo usaba e insistía en tirar constantemente y a lo que yo me negaba con testarudez. “-Este abrigo conoce más puertos de mar que yo” -la contestaba, siempre perseverante en la defensa de mi fiel y cálido amigo. Alrededor de su cuello llevaba anudada la bufanda de rayas blancas y negras. La que le regalé el día en que nos conocimos y desde entonces quedo sentenciado nuestro futuro a vivir juntos. Únicamente se la ponía cuando yo no estaba.
Miró al mar. No a mí. Con una mirada perdida, desenfocada, infinita. Como si quisiera ver al mar entero en un solo parpadeo, como si con ella le quisiera robar el alma. Sus lagrimas recorrieron su rostro, cayendo, en busca de los millones de gotas saladas sobre las que se mantenía en pie, para mezclase en el último acto de amor, en un último orgasmos robado por la tristeza.
Y el barco se alejó.
Quise gritar y de nuevo no pude. Quise agitarme irritado para llamar su atención, en un arrebato de rabia. Pero mi cuerpo no reaccionó. De nuevo el extraño sentimiento me bloqueó y a esa paz se le sumó la añoranza y el desasosiego y quedé en silencio, confuso.

Volví a sumergirme inconscientemente, sintiendo una ligereza anormal, una calma angustiosa que hizo desaparecer el tiempo, como quien no espera el momento siguiente y en ese momento comprendí que aquella era mi última inmersión.
Y entonces sentí mezclarme con el mar.
Por fin mi sangre era salada, mi alma marina.