martes, 29 de diciembre de 2009

111. ESTE TÍO ES UN DESASTRE

-¡Este tío es un desastre!... ¡De verdad!... ¡Así no vamos a acabar nunca este curso!
- Pues yo lo estoy pasando genial. Por mí que no se acabe nunca… Jajaja.


Nos reíamos todos. Todos incluía a Ramón, en “cursillista”. Nuestro instructor es un tío muy legal, muy serio. Quiero decir que todo lo hace a conciencia, que nunca deja un solo punto sin tocar, sin desmenuzar. Y encima había que hacerlo todo perfecto. A éste no le valía un 9,5 –decíamos siempre-, tiene que ser un 10. En mi curso de Dive Master me obligó a entrenar todo un invierno en la piscina para hacer las pruebas de natación en menos tiempo.

- Ramón no te quejes, pero si para bajar un minuto me tiré dos meses nadando en las piscinas municipales, como una idiota levantándome a las 6:30 en pleno invierno, de noche, para nadar con algunas respetables señoras de la tercera edad y casi todos los cojos de la isla…. ¡Para bajar un minuto!.
- Yo creo que no lo acabo nunca, te lo digo.

Y es que, amén de estricto, Tris le da a todo un carácter demasiado castrense. Todo debe ser perfecto y además, debe llevar implícito cierto sufrimiento, cierta dosis de sacrificio, para que la recompensa valga la pena… digo yo. O eso es lo que les enseñan en el ejército. Y de eso él sabe mucho, que para eso estuvo en las fuerzas especiales sirviendo a su país, dios sabe cómo y dónde, que nosotros ni lo sabemos ni creo que queramos saberlo, la verdad.

- Si te digo que entres en pánico, tú entra en pánico. Nada de pataditas, sin piedad. Pánico, con realismo. Patalea. Intenta agarrarle con desesperación, con angustia, con pánico. Quiero verle sudar intentando salvarte. ¿Es que no lo entiendes?, el día que de verdad tenga que rescatar a un buceador en pánico tendrá que saber hacerlo, ¿no? Pues eso.

Ese fue el día que le vimos sudar, y sangrar, porque el pobre Ramón se llevó un rodillazo salvaje en la nariz y estuvo dolorido dos semanas. Yo creo que le rompí algo. Y el pobre ni se quejó. Me han dicho pánico y yo, pánico. Y se me acercó de frente… claro… Me han dicho pánico y yo, pánico… Sorry!

Pero voy a centrarme para contaros bien la historia. Tris y yo estábamos intentando terminar de impartir un curso de Rescue diver para Ramón, nuestro compañero de buceo y amigote. Y llevábamos en ello ya iba para cuatro meses, desde la primavera. Pero ni de coña. Todo el afán de Tris era crear, por sorpresa, escenarios fortuitos de accidentes de buceo para que Ramón los solventara. Pero todos los vastos conocimientos de Ramón sobre el rescate en el mar se disolvían de inmediato al iniciarse el rescate, para volverse a solidificar al acabar el escenario, que siempre acababa igual, es decir, yo ahogada, Tris de los nervios y Ramón preguntándose que demonios había hecho mal.

- Pero vamos a ver, si la víctima se está hundiendo…y te tiras al agua sin tu equipo…, ¿como c…. vas a bajar para rescatarla?... ¿eh?..¿Cómo?...
- Si, ya, pero pierdo tiempo poniéndomelo, ¿no?
- Y volviendo al barco a por tu equipo, cuando la víctima ya se ha hundido, no se pierde tiempo, ¿no? No claro, ella respira debajo del agua, ¿no?...ella te espera…no pasa nada…ya llegará… ¿no?...es que se ha tenido que volver al barco, a por su equipo… el pobre….

Era como un déjà vu, pero cada día, en cada inmersión. Y yo ahogada, casi siempre de risa, claro.
Así que, aquel brillante sábado de verano todos los astros parecían apuntar al mismo lugar; otro buceo con nuestro centro habitual y nuestros amigos, otro escenario, otra cagada de Ramón (o cagadas, que a veces las hacía concatenadas, para mayor sorna por mi parte y suplicio para Tris) seguida de la bronca (de Tris), las risas (las mías y de algún otro amigo en el barco) y la mezcla de desesperación y desaliento de nuestro instructor y amigo, que, sin perder la esperanza, si estaba empezando a perder la paciencia y a tocar fondo con aquel tema.
Íbamos cerca de siete buceadores aquella mañana. Además de nosotros tres creo recordar que estaba Antonio, un economista asiduo de los sábados, César, un friolero que empezaba a venir con el buen tiempo y un chico que nadie conocía y que estaba empezando su Open water con el dueño del centro, Joan, que hacía el número siete. Al timón el inefable George, un exbuceador de combate de la legión francesa, divertido, magnífico bajo el agua y que, aunque no levantaba más de 1.60 del suelo, imponía.
Como siempre, durante el trayecto al punto de inmersión, Tris diseñaba cuidadosamente el escenario. Después colocaba a Ramón a pegar la hebra con alguien en una esquina del barco (eso a Ramón se le daba muy bien) y mientras aprovechaba para contarnos a todos cómo y cuando iba a ser el incidente, porque, ni que decir tiene, casi siempre era yo la víctima. Esta vez íbamos a bucear en un pequeño islote que tiene forma de herradura, y aunque por el exterior alcanza los 25 metros de profundidad, en su parte interior no llega a más de 9 metros. Joan había elegido el sitio especialmente por su estudiante, ya que eran sus primeras inmersiones.


Así que, allí estábamos todos, perfectamente dirigidos por George, fondeados en la parte interior del islote, con la música del barco muy alta y muchas ganas de meternos en el agua. El barco de Joan es un 9 metros de fibra muy cómodo para el buceo, tiene una cubierta amplia que nos permite cambiarnos y preparar nuestros equipos holgadamente y sin molestarnos unos a otros. Tiene además una plataforma baja en la popa con dos escaleras de fácil acceso.

Bailoteábamos a lo tonto mientras nos poníamos los equipos, y empezaba la ceremonia de vaya-otra-vez-te-has-traído-el-biberón haciendo alusión al 15 litros de César, o el típico a-ver-si-te-regalamos-un-regu-nuevo-esta-navidad cuando veíamos el equipo ajado de Antonio. Pero con bromas o sin ellas siempre estábamos en el agua en poco tiempo.
De la inmersión no puedo contar grandes cosas. Nuestro Mediterráneo ofrece siempre lo mejor, al menos aquí en nuestra isla. Nada especial aquel día. Al finalizar la inmersión comencé a llevar a cabo el plan, así que me quedé rezagada, como tonteando entre la posidonia. Luego hice superficie, como a unos 80 metros del barco y esperé a que todos estuvieran a bordo, incluso esperé a ver a Ramón quitarse el equipo y abrirse el traje. Entonces empezó el espectáculo.

- ¡¡Socorro!! ¡¡Socorro!! No puedo nadar, me ahogo ¡¡Ayuda!!

Y entonces empezó la consabida retahíla de Ramón:

- ¡Será posible! Hay que fastidiarse la tía, que siempre espera a que me suba al barco…¡¡VOY, YA VOY!! ¡¡Tranquila!! Bueeeno vaaale, a veer… me pongo las aletas, la máscara…¡¡VOOOY!!…yo creo que ya, que llego, ¿no, Tris?

Era entonces cuando, tanto Tris como nuestros amigos, hacían como que no pasaba nada, mirando al cielo, haciendo como que no iba con ellos, le miraban con cara de pez y no le contestaban. Y, si insistía demasiado, Tris le miraba con infinita paciencia y le decía…Tu mismo Ramón, tu mismo. Y pensaba para sus adentros; otra que vez que va a cagarla… ¡Caguun!
Y efectivamente, aquel soleadísimo sábado de julio presenciamos de nuevo como el superhéroe saltaba por la borda con máscara y aletas. Si señores, nuestro incansable Ramón, se tiraba al agua con el semiseco abierto y sin su equipo. Condiciones que, en sí mismas, hicieron que apenas llevara 30 metros nadando el semiseco se llenara de agua y Ramón empezara a ralentizar el paso. Y fue entonces cuando yo, siguiendo fielmente las indicaciones de nuestro instructor, entré en pánico, pataleando y gritando el doble de alto, lo cual espoleó a mi salvador, acelerándole algo más en su ya cansino ritmo. Por fin, y siempre según lo previsto, esperé a que estuviera a mitad de camino entre el barco y yo para hundirme….y hundirle en la miseria a él, claro. Porque allí estaba él, en medio de ninguna parte, con un traje lleno de agua que pesaba un quintal y sin su equipo, con una víctima inconsciente y sumergida a 8 metros y a años luz de ser salvada.
Lógicamente, y aún a sabiendas de que iba a pasar un fin de semana más sin ser Rescue diver, Ramón volvió como pudo nadando hasta el barco, vació su traje de agua, lo cerró, se puso el equipo, volvió al agua, me localizó en el fondo, me llevó hasta la superficie, y me arrastró nadando hasta el barco mientras me daba respiraciones de rescate. Impecable.

Y fue llegando al barco cuando nos dimos cuenta. Había un buceador abrazado, aferrado a una de las escaleras, paralizado, casi catatónico. Hiperventilaba, agitado, lloraba, gemía y sólo decía “¡¡Se ahoga, se ahoga…se ahoga!!”.
Antonio y George intentaban calmarle mientras Tris y César estaban rodeándole en el agua, quitándole el equipo e intentando que se calmara, reaccionara y subiera al barco.

- ¿Qué? ¿Otra vez mal no? Si es que a Carmen siempre le da por hundirse en el peor momento… Pero… ¿qué pasa? ¿Y éste tío?

Era Manu, el Open water. Manu que había empezado su inmersión más tarde, y que estaba feliz como un bebé retozando en la posidonia cuando me vio patalear, patalear y patalear en la superficie. Manu que presenció atónito cómo me hundía tras un pánico bestial. Y Manu que presenció cómo me quedaba boca abajo en la posidonia durante interminables minutos sin que nadie acudiera en mi ayuda.
El pobre Manu que, en vano, intentaba advertir a su instructor para que “alguien hiciera algo”. Y su instructor que, mientras le arrastraba a la parada de seguridad de 5 metros, se esforzaba, también en vano, en hacerle entender por señas que todo aquello era un simulacro, mientras se maldecía a sí mismo por haber olvidado advertirle antes.

Manu aquel día buceó con nosotros dos veces: la primera y la última. Y aunque terminó su curso de Open water, nunca volvió a bucear, al menos con nosotros.

No le culpo.