lunes, 28 de diciembre de 2009

107. DE POR QUÉ LAS PERLAS SE PUEDEN CULTIVAR.

“Sigue la estela del pez de colores y disfruta del camino”.
Antiguo proverbio de los pescadores de perlas de Tahití.

Lucía se demoró un poco en salir vestida de neopreno. De pronto, se sintió sin fuerzas. Tras dejarlo con Toni estaba exhausta. Luchar para recuperarle había resultado además de muy duro, inútil. Se encontraba en el Estrecho de Tirán, en la Península del Sinaí, en pleno Mar Rojo. Su amiga le había convencido para que fueran: “En la inmensidad del mar te volverás a encontrar”—sentenció. Era su primera inmersión, pero no estaba nerviosa, estaba apática. No se reconocía. Ella que tenía siempre los sentidos a flor de piel, su interior en los últimos meses dormía. Sin embargo, cuando miró por la ventana y se encontró con un azul tan intenso, tuvo que parpadear para no quedar cegada.
Una vez en la cubierta se colocaron el equipo y poco a poco se zambulleron en las espectaculares aguas del arrecife de Thomas Reef. El mar tan celeste se oscureció en la bajada hasta convertirse en azul eléctrico. La visión era asombrosa y espectacular. La sensación de bienestar se acrecentó cuando una tortuga paseó junta a ella nadando naturalmente, segura de sí misma y majestuosa. Notó cómo flotaba en el fondo. En su mente sólo había sitio para aquella escena tan especial que hizo que sus ojos se humedecieran cuando de la nada un grupo de peces de azul eléctrico la atraparon entre ellos. Se sintió tan arropada que las lágrimas terminaron por aflorar. De las cosas más increíbles que había vivido en su vida no estaban pasando en la superficie sino varios metros bajo el agua.
Su monitor le hizo señas para comprobar que estaba bien. La sonrisa que desprendía su mirada le contestó. Era tan asombroso que algo en ella cambió. Buscó a su amiga y con gestos expresó su felicidad. Habría un antes y un después de aquella inmersión. Se sintió bendecida por una sensación de paz que había sido descrita más de una vez por su amiga. Volvería a repetirlo. Una raya punteada pasó a su lado y experimentó un sentimiento de libertad que no había notado nunca.
Cuando subieron a la superficie estaban emocionados. Comentaban la suerte que habían tenido de disfrutar de peces y tortugas. Lucía participaba de aquéllo: describía las tonalidades tan sorprendentes con que se había encontrado en el fondo y se sentía viva otra vez.
Desde la embarcación admiraron el carguero panameño que encalló en los ochenta y disfrutaron de los colores que gobernaban el arrecife de Gordon Reef al que llegaban: desde el azul marino hasta el casi blanco pasando por un turquesa profundo. La naturaleza parecía llamarla.
Un chico del grupo de buceo se acercó a Lucía sonriendo y la ofreció un refresco.
- Es alucinante, ¿eh?
- Es genial, sí -sonrió ella.
- ¿Algún problema del que huir de tierra firme? -espetó sin perder el tono simpático que le rodeaba.
- Pues sí. De uno noventa y ojos verdes -dijo por primera vez sonriendo hablando de él.

- Entonces hay que remojarse para que encoja - y el comentario hizo que rieran al unísono.
Mientras se desplazaban hacia Jackson Reef degustaron unos platos preparados con arroz muy condimentado. Las corrientes parecían más vivas que antes. El monitor avisó sobre el peligro de los corales de fuego y la posible presencia de los tiburones martillo.
El oleaje se hacía cada vez más fuerte pero se prepararon adecuadamente y realizaron la inmersión. El fuerte viento empezó a arrastrar a Lucía. Su amiga logró subir a cubierta, pero ella pagó su inexperiencia y auque lo intentaba no lo conseguía.
Tacho, el chico con el que conversó, la sostuvo con energía evitando que la corriente se la llevara. Enseguida el monitor le ayudó y el pequeño rescate se realizó con éxito. El compañerismo y el buen hacer del grupo evitó un mal mayor.
Volvieron a la zona de aguas más tranquilas. Fueron subiendo a la parte más alta del barco y se dieron un chapuzón mientras los menos atrevidos bailaban ritmos árabes a golpe de cadera.
A la vuelta los delfines juguetones les saludaban. Los ojos de Lucía se quedaron tan abiertos al mundo como solían estar. Sólo necesitó bucear un poco y “cultivarse”.